lunes, 10 de octubre de 2022

PERSONAS DE ALBAIDA. PERSONAS DE MADRID

El dueño de La Casona de Albaida nos había recomendado dejar el coche en la estación, porque nuestro alojamiento estaba muy cerca de allí. Recorrimos apenas cien metros hasta las dos casas que habíamos alquilado, y nada más dejar bolsas y maletas subimos
aquella calle tranquila, completamente silenciosa y vacía, que no nos hacía presagiar nada en absoluto de lo que nos esperaba. Éramos seis, las primeras seis personas de Madrid, y no todos nos conocíamos todavía.

Esa calle desembocaba en la plaza. Nada más llegar, sobre las ocho, vimos salir de la Iglesia la procesión de la Mare del Deu del Remei, patrona de la ciudad. Poco público todavía, pero muy entregado, muy atento al descenso de la Virgen por la puerta del Palacio de los Marqueses de Albaida, el edificio más emblemático del lugar. La mayoría de la gente vestía para la ocasión, de una forma elegante. Visitamos la iglesia, muy bonita, medio vacía todavía, y después dimos una vuelta por los alrededores.


N se puso en contacto con nosotros, y nos encontramos en la plaza. Nos invitó a entrar en la iglesia, que se llenaba cada vez más deprisa, y nos llevó hasta el mismo altar, desde donde teníamos una visión privilegiada de todo lo que iba a ocurrir. La música acompañó la llegada de la Virgen. Desde la tribuna superior, algunas personas de Albaida tiraban pétalos de rosa. Cogí uno, y era real. Una chica que estaba a mi lado me miró, y sonriendo, me dijo “sí, son de verdad”. A mi lado, un hombre trajeado que me observaba mientras hacía fotografías, me explicó, también con una sonrisa, y con la emoción a flor de piel, la historia, el significado de todo aquello.

Aquel hombre no me conocía de nada, pero sin saberlo, o probablemente sí, me estaba transmitiendo con sus palabras, con sus expresiones, con su devoción, la emoción que estaba sintiendo en aquel momento. Una emoción que tenía desde niño (me contó que cuando era monaguillo a veces Segrelles le daba un duro), y que estaba compartiendo conmigo sin ninguna traba, sin ninguna vergüenza, con absoluta generosidad. Una persona de Albaida, inoculando su alma a una persona desconocida de Madrid.

Y en ese momento fue cuando supe que esos días iban a ser mágicos.

Cuando salimos de la Iglesia se agregaron a nosotros otras dos personas de Madrid, además de V, el marido de N. Bajamos de la plaza hacia la zona nueva, a la casa de M y D, otros amigos de Albaida. En el camino, V, una de las personas más entusiastas y orgullosas de su cuna que conozco, nos explicaba la transformación que había sufrido la ciudad en aquella zona, al tiempo que le metía prisa a N y al resto, porque no nos iba a dar tiempo a llegar al castillo de fuegos.

M y D nos recibieron en su casa con alegría, orgullosos de tenernos entre ellos. Rápidamente nos colocamos en la terraza, cuando el castillo de fuegos ya empezaba a pocos metros
de allí. Probablemente los fuegos artificiales más espectaculares que haya visto en mi vida, por su calidad y por el privilegiado lugar desde el que los estaba contemplando. Algunos estallidos de la pólvora hacían retumbar la casa, y de paso nuestro corazón. Cuando terminaron, no pudimos evitar dar un gran aplauso.

M y D, sin conocernos a algunas de las personas de Madrid, nos habían preparado una merienda para tomarla antes de cenar. Nos abrieron su casa con generosidad, con afecto, con una alegría que saben transmitir muy bien únicamente las personas que se ocupan y preocupan de las personas que tienen a su alrededor. La magia continuaba, y continuó durante la cena en los Arcos, y durante el rato que estuvimos escuchando a la sorprendente (por su calidad) orquesta Montecarlo. El viernes, a pesar de ser corto, había resultado muy intenso, y las ocho personas de Madrid nos fuimos a dormir con una sonrisa y una fuerte sensación de comodidad.

El sábado comenzó con D, el marido de M, recogiéndonos en las casas para acompañarnos a desayunar. Nos estuvo explicando las costumbres, la vida en Albaida, y después nos llevó al centro para visitar la oficina de turismo y hacer tiempo hasta la hora de comer en la Filá. En aquel momento llegaron las dos personas que faltaban de Madrid. Éramos diez en total.

La Filá de les Pirates, a la que pertenecen N y V, habían colocado en la calle mesas alargadas. Por lo que nos había dicho V, entre miembros de la Filá e invitados éramos unas ciento noventa personas. El mayor miedo que tenían, dadas las previsiones del tiempo, era que lloviera y tuviéramos que meternos en el local de la filá, porque no cabíamos, literalmente. Por suerte no cayó ni una gota de agua. La comida transcurrió con total normalidad.

En las mesas conversamos con otras personas de Albaida que no conocíamos de nada, y N y V nos presentaron también a algunos amigos suyos. A nuestro lado estaba R, que había trabajado en Madrid y conocía más lugares para comer que nosotros, y S, su novia, que desde el primer momento se preocupó de que nos sintiéramos cómodos. También estaba A, primo de V, que nos explicó las tradiciones, los eventos, y la forma correcta de marcar el paso en el desfile. Cada dos por tres la banda que comía con nosotros tocaba una pieza, y rápidamente muchos miembros de la filá se colocaban en la acera, de espaldas a la fachada, para desfilar al ritmo de la música.

Sin saber muy bien por qué, y sin ninguna timidez, algunos de nosotros quisimos también participar de aquello, y salimos a desfilar al lado de V y A
. Las personas de Albaida, los Pirates, estaban ejerciendo su magia, y nos integraron de una manera tan elegante y fuerte en su tradición, que mientras nos movíamos acompasados al ritmo de las marchas, empezábamos a sentir que, por primera vez en nuestra vida (al menos en mi caso), estábamos viviendo DESDE DENTRO, y eso es lo más importante que nos ha ocurrido, la emoción de una fiesta muy arraigada en el alma de quienes la viven. Poco a poco salimos todos, incluso los dos amigos de Madrid que faltaban, y que en principio no iban a desfilar, y cantábamos a voz en grito el himno de les Pirates mientras uno de los miembros más antiguos, ya veterano, nos decía que lo estábamos haciendo “de puta mare…”.

Por la tarde descansamos de aquella comida, y por la noche volvimos a la Filá, a cenar, a desfilar y a charlar con las personas de Albaida, las ya conocidas y las que acabábamos de conocer. Se me ponía la carne de gallina al ver a mi familia y a mis amigos plenamente tranquilos, muy cómodos, saliendo a la acera a desfilar cuando había que salir, y disfrutando de todo aquello. Me parecía muy lejana la duda de si íbamos a desfilar o no, impuesta una semana antes de ir por los prejuicios, la timidez o un cierto orgullo que muchas veces no nos deja apreciar lo que tenemos delante. Si aquella duda había existido algunos días antes, se estaba disipando a marchas forzadas, porque en aquel momento no sólo estábamos convencidos, sino que nos apetecía mucho desfilar junto a las personas de Albaida.

Nos disfrazamos en el local de N y V, que generosamente también nos habían prestado como centro de operaciones para ver la fiesta, vestirnos, etc. Después subimos la cuesta hacia el barrio alto donde empieza todo. En un momento dado nos colocamos en varias filas, con los hombros pegados, y empezó el espectáculo.

Resulta increíble el poder de la música. Durante más de una hora estuvimos andando, o parados, al ritmo tremendo que marcaban los timbales que teníamos detrás. V, A y otros miembros de la Filá estaban pendientes en todo momento de que no perdiéramos el paso, de que la línea se mantuviera más o menos recta, de que estuviéramos cómodos, de que sintiéramos en nuestra piel, que casi en todo momento estuvo erizada tanto por el sonido potente de los timbales como por la intensidad de lo que estábamos viviendo, la emoción de las fiestas de Moros y Cristianos de Albaida. A pesar del disfraz que llevábamos, aquello era serio. Tan serio, que las personas de Albaida que nos miraban desde aceras, tribunas y balcones nos aplaudían continuamente, lo cual para nosotros también era un honor. Tuvimos la inmensa fortuna de que el tiempo acompañó prácticamente hasta el final, y aunque en los últimos metros tuvimos que correr y nos empapamos hasta el tuétano, volvimos al alojamiento de nuevo con la sonrisa y con la sensación de haberlo pasado muy bien.

El domingo era el día de la partida. Desayunamos de nuevo con D, M y A, y vimos la entrada de bandas en la plaza. Al final ganó el concurso una banda de Onteniente, pero la de los piratas quedó tercera. Como cierre del acto se entonó el himno de Albaida, y ocurrió otro suceso de los que dejan huella para siempre. Obviamente, las personas de Madrid no conocíamos ese himno, o si lo conocíamos apenas le habíamos dado importancia. Ese día, sin embargo, nos sonó de otra manera. Sin entender muy bien por qué, o quizá porque cuando me volví vi a mi amigo V entonando la letra con los ojos húmedos, sentí que aquel himno estaba empezando a formar parte de mí. V, persona de Albaida, estaba consiguiendo, con su emoción, con su devoción, con su amor a su ciudad, que yo, persona de Madrid, sintiera exactamente lo mismo. De nuevo, el espíritu se estaba inoculando.

Por la tarde, con las maletas ya en el coche los seis amigos de Madrid que teníamos que volver, contemplamos desde la acera de la oficina de N el maravilloso desfile de las Filás cristianas, lamentándonos, ante el increíble espectáculo, de no haber organizado un día más de vacaciones que nos hubiera permitido ver el desfile de las Filás moras. Cuando nos despedimos de N y V y sus amigos de Albaida que ya eran nuestros, sentimos mucho tener que irnos.

Creo que en muchas ocasiones especiales, dar las “gracias”, o las “muchas gracias”, o poner las “gracias” entre signos de admiración, se queda muy corto para expresar el agradecimiento ante las sensaciones vividas. Va mucho más allá de eso. La generosidad, la simpatía, la absoluta entrega, el afán por hacer que nos sintiéramos cómodos en todo momento, el habernos permitido, empujado y animado para que pudiéramos vivir sus tradiciones, su VIDA, desde dentro, es algo que trasciende el mero agradecimiento. Es algo que te transforma, que te hace sentir que muchas de las cosas que te rodean son muy poco importantes al lado de este intercambio emocional entre personas, que en principio parecen provenir de distintos lugares y que sin embargo están unidas por un vínculo muy fuerte y un lugar común: la tremenda, la irresistible fuerza de la generosidad, de la empatía, de la vida. Una fuerza que elimina ideologías, prejuicios, nacionalismos y creencias, porque procede de la parte más potente del alma del ser humano. Ese trasvase, ese chute de energía, esa inoculación de sentimientos, que tan difícilmente se puede explicar a los que no lo han vivido, se queda para siempre grabado en el alma.

Una gran parte de nuestro corazón, de las personas de Madrid, se ha quedado en Albaida, en las personas de Albaida. Anoche, e incluso hoy, muchos de nosotros todavía estamos asimilando la tremenda carga emocional que hemos vivido estos días. Durante todo el viaje no paramos de comentar los diferentes momentos. Una de las personas de Madrid, gracias a la cual hemos podido vivir esta experiencia al convencernos de que teníamos que hacerlo, definió esta sensación como “resaca emocional”, y es verdad. Han sido tres días tan intensos, tan auténticos, tan importantes para seguir sintiéndonos vivos, que nos va a costar mucho tiempo olvidarlos.

Tanto tiempo, al menos, como el que tenga que transcurrir hasta que volvamos a Albaida.

Personas de Albaida, personas de Madrid, ha sido un auténtico honor compartir lo compartido con vosotros estos días. Estamos tristes porque ha acabado, pero muy felices porque ha ocurrido


No hay comentarios:

Publicar un comentario