domingo, 2 de febrero de 2020

1945. Sobre el remordimiento, el perdón y las puertas mal cerradas


 Una maravillosa película, sin duda. La pusieron anoche en la 2. Ya me atrajo el sugerente blanco y negro del tráiler, la acertada fotografía, el título, la nacionalidad… En los comentarios iniciales, el presentador la comparó con “Sólo ante el peligro”, y es verdad. Tanto la puesta en escena, como las situaciones, los visillos apenas descorridos para atisbar sin ser visto, y sobre todo la inquietante presencia en un perdido pueblo de la Hungría Magyar en 1945 de dos judíos, recuerdan mucho el magnífico western de Fred Zinnemann. Porque la película, en definitiva, es eso, un western europeo, perfectamente equilibrado, con una tensión in crescendo que se va desarrollando a lo largo de unas pocas horas hasta la explosión final.

A un pueblo perdido de la Hungría profunda llegan en tren dos judíos ortodoxos. Alquilan un carro para llevar dos arcones de madera a un lugar que sólo ellos conocen. El conductor les ofrece llevarlos en el carro, pero ellos le dicen que no, que van a ir andando. Esa imagen de los dos judíos, caminando tras su equipaje, atravesando el pueblo en silencio hasta llegar a su destino, es la más emblemática de la película. Sólo en sí misma es ya todo un poema, una alegoría del regreso.

El paso de los judíos es visto con inquietud, miedo y sorpresa por la mayoría de los habitantes del pueblo, que se preparan para la boda del hijo del secretario general. La voz se va corriendo. “Han llegado dos de ellos”, susurran con temor. “Han traído dos baúles llenos de perfumes”, inventan sin haber visto en realidad el contenido de los arcones. Al paso de los judíos con su misteriosa carga asistimos al despertar de los remordimientos, de la ambición desmedida, de los fantasmas que muchos creían muertos y enterrados pero que han vuelto con una misteriosa misión. Poco a poco el espectador va tomando conciencia, a través de frases sueltas, de reproches largamente ocultados, de cargas morales que vuelven a hacer su aparición, de que en ese pueblo ocurrió algo terrible con los judíos, de que no queda ni uno sólo, y que sus posesiones, casas y negocios, pertenecen ahora a otras personas, en algunos casos a quienes les denunciaron.

La película es una alegoría del remordimiento, que explota con una intensa fuerza sin que los dos judíos hagan otra cosa que simplemente estar presentes, existir. No hace falta que digan nada, que hagan nada. Su mera presencia provoca una catarsis de remordimiento increíble. En un acierto que me parece una genialidad, el director insinúa apenas la presencia de una patrulla rusa, el nuevo poder que en un futuro va a dominar Hungría con la misma mano de hierro que habían utilizado antes los alemanes. La patrulla rusa, que si bien no incide en la trama muestra cada vez que aparece su desprecio a la población del lugar, se complementa perfectamente con la pareja de judíos caminantes.
Remordimiento, perdón… La película da mucho que pensar. Los habitantes del pueblo parecen esperar una venganza, temen que los dos judíos sean una avanzadilla de los muchos otros judíos que abandonaron el pueblo. De los que fueron obligados, mejor dicho, a abandonar el pueblo dejando toda su vida atrás. Pero no es así. O quizá sí lo sea, y los dos judíos saben de sobra que su mera presencia es capaz de despertar el fantasma del remordimiento que cada habitante de ese pueblo lleva dentro.

El remordimiento es algo muy peligroso. Salvando las distancias de los habitantes de ese pueblo húngaro (lo que les habían hecho a sus judíos era algo seguramente muchísimo más grave que lo que cualquiera de nosotros podrá hacerle a alguien en toda su vida), el peligro que tiene el remordimiento pone una barrera en cada uno de nosotros que, si no se supera con valentía, nos puede arruinar a la larga la vida. Todos tenemos la sensación de que hemos hecho daño, a alguien o a algo, en mayor o menor medida, en algún momento de nuestra vida, ya sea en nuestra infancia o en nuestra madurez. Si esa sensación se tiene en la infancia aparecen los traumas, que no nos dejarán crecer, madurar y pasar página hasta que no se superen. El remordimiento hace que aparezca con fuerza el sentimiento de culpa, o viceversa. Ambos son la peor losa que puede soportar la conciencia de una persona, un veneno del alma que impide por completo que la persona en cuestión sea capaz de acometer con total libertad el único camino de desarrollarse como ser humano: amarse a sí mismo. Puede parecer una perogrullada, pero no lo es, en absoluto. Amarse a sí mismo es la única manera de ser capaz de amar a los demás. La culpa, o el sentimiento de culpa de cada uno, más bien, no permite eso.

No es una cuestión de género, eso está más que claro. Por desgracia, la culpa, el remordimiento y la tristeza del alma que provocan ambos puede que sean los sentimientos más igualitarios que existen. Tampoco es una cuestión de edad. Como ya he dicho, el sentimiento de culpa puede aparecer durante la infancia, instalarse ahí, e impedir que la persona sea libre hasta que se libere de ese mal. Conozco tres personas que viven, o han vivido, con ese sentimiento de culpa. Dos hombres y una mujer, con edades muy diferentes, pero de carácter a veces similar. Ninguno de los tres es consciente de lo que ocurrió, de lo que les provocó esa culpa. Seguramente sería una insignificancia, sobre todo si lo comparamos con lo que les hicieron a los judíos los habitantes del pueblo húngaro de la película. Da igual. Fue algo que hicieron, o que no hicieron, o que exageran en su mente, o algo incluso de lo que les responsabilizó un adulto, sin tener en cuenta que eran unos niños a los que no se puede responsabilizar absolutamente de nada. Posiblemente un adulto tan enfermo de culpa y remordimiento como ellos. Un hecho fortuito, pero que se les quedó grabado en la memoria como la primera puerta sin cerrar.

Porque el sentimiento de culpa, o el de remordimiento, no son otra cosa que puertas sin cerrar, que provocan en las personas que las tienen y las van acumulando que su madurez quede en suspenso hasta que sean definitivamente cerradas y olvidadas.

No quererse a sí mismo conlleva una serie de problemas añadidos, de miedos que regulan muchas de las decisiones que estas personas toman en su trayectoria vital. Miedo al compromiso sentimental, a las relaciones de amistad, a hacer daño, a vivir su propia vida. Hasta que no se perdonen a sí mismos, no empezarán a quererse a sí mismos, y sus relaciones con los demás se verán perjudicadas. Para ellos, quererse a sí mismos es un síntoma de egoísmo. Lo ven así, y no hay manera de hacerles ver que es justamente lo contrario, que es el primer paso, como ya he dicho, para querer a los demás. Eso les sucede a los habitantes de ese pueblo de Hungría. Han vivido con ese remordimiento durante años, con ese miedo, y en su caso, son incapaces de perdonarse, aún a pesar incluso de que sí lo hayan hecho sus víctimas.