domingo, 21 de abril de 2024

EL ABISMO DEL OLVIDO, de Paco Roca y Rodrigo Terrasa


A veces os he pedido, a los que leéis estas entradas, que hagáis un esfuerzo suplementario antes de empezar a leer. Normalmente ese esfuerzo consiste en olvidar por un momento la ideología, la religión, los prejuicios, las ideas, más o menos enquistadas o no, más o menos objetivas o no, que podamos tener cada uno sobre un determinado tema. En este caso, he tardado bastante tiempo en hacer ese ejercicio. Más de un mes, de hecho. Compré el libro y lo dejé en la mesa, esperando, pendiente, silencioso, pero con un silencio atronador que me llamaba cada día. Por un lado me apetecía abalanzarme sobre él, devorarlo, disfrutarlo con el sufrimiento que casi con toda seguridad me iba a causar. Por otro, tenía miedo. Miedo a enfrentarme a mis miedos, miedo a tener que odiar, miedo a remover espinas que llevo tan clavadas en el alma, que al hacerlo se podría provocar una herida mortal.

Retrasaba el momento. "Hoy no es el día, hoy no estoy preparado", pensaba acariciando la portada, como intentando transmitirle al libro el convencimiento de que iba a ser abierto en otro momento más adecuado.

"Es Paco Roca - pensaba otras veces - ¿Cómo puedo dudar de que ha sabido perfectamente encauzar, humanizar un tema, por muy inhumano que se haya podido volver en algún momento?", pero seguía sin abrir el libro.

Un amigo de Twitter, del que respeto profundamente su humanismo y su buen criterio, empezó a leerlo, y a medida que lo hacía lo comentaba en la red. Colgaba imágenes con viñetas,  comentaba su viaje, hablaba de la forma de narrar de los autores... Estuvo varios días, despertó por completo mi curiosidad y mi confianza, y barrió, con elegancia pero con contundencia, algunos fantasmas que, sin ser consciente de ellos, me impedían hacer ese viaje. La buena labor de ese amigo,  y el encuentro con Paco Roca el 10 de Abril pasado en una maravillosa charla en el Thyssen, provocaron que aquella misma noche me leyera, y lo hice de un tirón, "El abismo del olvido".

Todos llevamos en nuestro interior a nuestros ausentes. A los más allegados (padres, pareja, hijos, hermanos...) fundidos en nuestra alma, en nuestro adn. A los parientes, amigos, compañeros, conocidos, o parientes, amigos, compañeros o conocidos de alguno de nuestros seres queridos, en la memoria, en las sensaciones que nos produce la visión de fotografías, en fechas señaladas, en lugares y momentos compartidos, en canciones escuchadas... Los ausentes están ahí,siempre, y seguirán estando mientras los sigamos recordando.


Una pieza importantisima de ese recuerdo es el lugar en el que permanecen cuando se han ido. Esos rincones del Retiro en que se esparcieron sus cenizas, esa tumba en un diminuto cementerio de un pueblo de la Alcarria, el nicho numerado en una determinada necrópolis... 

"Desde que neandertales y sapiens fueron conscientes de que la vida tenía un inevitable fin, dotaron de un sentido místico a la muerte. Comenzaron a hacer ofrendas a los muertos y a enterrarlos dignamente, como si tuvieran que estar bien dispuestos para la posteridad. Los rituales funerarios no sólo facilitaban el paso del difunto al otro mundo. Además, ayudaban a los que se quedaban en este a soportar el dolor de la pérdida".

Es imprescindible asimilar este párrafo, entenderlo, interiorizarlo, porque es la clave que explica el motivo de esta obra maestra, la razón por la que todo el mundo en este país, tenga la ideología que tenga, debería leerla. Se nos cuenta también, con dibujos semejantes a los de las vasijas griegas, la historia de Aquiles,  que después de vengar la muerte de su amigo Patroclo matando a Héctor, se llevó el cuerpo de este para que no recibiera las honras funerarias, y después de recibir la visita de la misma diosa Tetis, se lo devolvió arrepentido a Príamo.

Todos honramos a nuestros ausentes, desde la parte probablemente más íntima de nuestra naturaleza, y lo llevamos haciendo desde que el ser humano pudo empezar a ser llamado así. Es algo tan consustancial a nosotros, que no concebimos el no poder hacerlo, y hasta en una creación tan universal como es la Iliada, un héroe se doblega para respetar esa tradición. Imaginad lo que sintió Príamo al ver a Aquiles arrastrando con su carro el cuerpo de su hijo muerto. Imaginad lo que sentiríais si os dijeran que uno de vuestros seres cercanos (un padre, una hija, un hermano...) ha muerto, pero no se ha podido encontrar el cuerpo. Viví ese dolor en el monumento que se levantó en el hueco de las torres gemelas, al ver a una mujer y a su hija calcando en un papel las letras en relieve de la lápida conmemorativa que contenía el nombre del padre fallecido.

Imaginad todo esto por un momento. Reflexionad.

Y ahora, Imaginad que, en el momento quizá más negro, más vergonzoso, más triste de nuestra historia como país, se os niega, por razones que todavía a día de hoy se nos escapan, poder honrar a vuestros muertos.

No tiene sentido, ni precedentes, y golpea con crueldad directamente en nuestra esencia, en nuestra dignidad como seres humanos, pero aún así se hizo, y sistemáticamente, en todo el país.

Partiendo de esa base, que nada tiene que ver con las ideas políticas (se hizo en los dos bandos, aunque en la historia se nos aclara que el bando "ganador" sí que emprendió una campaña para recuperar a sus muertos), y que contradice de un mazazo cualquier idea religiosa (honrar a los muertos es probablemente el único elemento común a todas las religiones), Paco Roca y Rodrigo Terrasa nos sumergen de lleno en una historia complicada, pero imprescindible si queremos mejorar como sociedad, evolucionar, y no involucionar, como pretenden los que insisten en no querer saber nada del asunto. A estos son, precisamente, a los que invitaría a asomarse, aunque fuera poco a poco, a "El abismo del olvido".

Porque resulta muy complicado, una vez abierto el libro, no dejarse atrapar por lo que cuenta, y sobre todo por la forma en que se nos cuenta.

En la charla del Thyssen, escuchando a Paco Roca, y viendo solamente las ilustraciones que aparecían en pantalla, detecté su valor principal, la característica que ha hecho que le siga prácticamente desde que empezó a dibujar. Ese valor es la empatía.

Paco Roca tiene empatía, y mucha. Le sale por cada uno de los poros de su piel cuando habla. Pero es que además es capaz de hacer algo increíble con ella: transmitirla, traspasarla a todo aquel que se sumerja en su obra. La empatía se tiene o no se tiene, eso es algo inherente a cada uno, pero leyendo a Paco Roca se puede adquirir. Recuerdo una exposición suya en Telefónica, hace muchos años. Iba con mi pareja, que no conocía su obra. Al ver unas cuantas ilustraciones de "Arrugas", ella empezó a llorar. En aquella ocasión me di cuenta de la importancia, del tremendo poder de Paco Roca. ¿Creéis posible empatizar con un miembro de un pelotón de fusilamiento? Paco lo consigue.

A las pocas páginas, vemos a José Celda, a Pepica Celda, y sobre todo al admirable Leoncio Badía, como si fueran miembros de nuestra propia familia. Paco consigue con su forma de dibujar, con sus silencios, con sus primeros planos, y con ese maravilloso guión de Rodrigo Terrasa que, a pesar de lo ocurrido, sintamos como propios la fuerza, la determinación, el dolor, la angustia y la alegría de unas personas que, por encima de cualquier otra consideración, son seres humanos empeñados en ser tratados como tales, tal y como nos empeñaríamos cualquiera de nosotros.


A medida que avanzaba en la lectura se iba diluyendo la hipotética dureza del asunto, para transformarse poco a poco en un potente y entrañable canto a la condición humana en estado puro, despojada de miedos, prejuicios, creencias y tabúes. Al cerrar el libro, cuando ya casi estaba amaneciendo. me quedó esa sensación de haber vivido una experiencia inolvidable, enriquecedora, y sobre todo, como ya creo que he dejado claro, profundamente humana.

lunes, 8 de abril de 2024

TODOS MIS AYERES. AUTOBIOGRAFÍA DE EDWARD G ROBINSON

Triste, porque lo he terminado. Feliz, porque lo he vivido.

Creo que esta reflexión resume perfectamente lo que sentí anoche cuando leí la última frase, soberbia, de "Todos mis ayeres, una autobiografía", escrito por Leonard Spigelgass a través de los testimonios directos de Edward G Robinson, y traducido magistralmente por Ananda Segarra. Esa frase pertenece a un discurso del actor, un alegato final impresionante, que se lee manteniendo la emoción a flor de piel, en el que se refleja perfectamente su inmenso amor a la profesión, que para él era sin duda lo más importante de su vida.

Compré el libro a primeros de marzo. No sé si habéis visto "Chocolat", con ese alcalde puñetero interpretado por Alfred Molina, que mira de vez en cuando de reojo y con mirada golosa los pasteles expuestos en el local de Juliette Binoche, hasta que no puede más y se pega la gran comilona. Pues algo muy parecido me ocurrió a mí con "Todos mis ayeres". Lo puse en cola, después de un libro que me tenía que leer para un club de lectura, y de uno de Landero, el último, del que llevaba un par de capítulos. Cada noche, al dejar a Landero, veía a Edward, con esa mirada entre sonriente y displicente, con el puro en una mano, y la otra apoyada en una repisa sobre la que había un objeto de arte de los que tanto le gustaban. "Tienes que esperar un poco, amigo", le decía, y él afirmaba sonriendo. A la tercera noche ya no sonreía. Me chistaba, interrumpiendo mi lectura, y me decía con su voz peculiar "deja ese bodrio. Te estoy esperando". "No es un bodrio, es una joya". "Hasta que no te metas aquí no vas a saber lo que es una joya". Pasaron varios días, y al final, cuando llegó un momento en el que no me concentraba en el Landero, y me pareció que Edward estaba a punto de sacar una pistola de algún rincón de su elegante chaqueta roja, dejé lo que estaba leyendo y me zambullí de lleno en "Todos mis ayeres". Me ha pasado eso otras veces, que un libro se cruzara en mi camino y tuviera que dejar lo que fuera para ponerme con él, pero creo que nunca con tanta fuerza como con este. Tenía razón Edward en abroncarme, el libro es una joya.

Lo empecé el catorce de marzo, y lo terminé ayer. Han sido veinticinco días no sólo de lectura intensa, probablemente la más intensa que haya tenido nunca, sino de búsqueda, de análisis, de visionado de películas... Porque "Todos mis ayeres" no es sólo una autobiografía, un libro de memorias lleno de anécdotas jugosas, que también, pero no sólo eso. El libro refleja la trayectoria vital, el viaje lleno de altibajos, tragedias, éxitos y fracasos de una persona que, saliendo de una situación prácticamente en la miseria de su Rumanía natal, alcanzó la cumbre en los Estados Unidos.

Resulta imposible leer el libro sin indagar y buscar las innumerables referencias a obras de arte que contiene. El actor fue probablemente el coleccionista más importante de su país, y el libro nos relata esa faceta suya, sus incontenibles deseos de comprar cuando veía algo que le gustara, normalmente de la época impresionista, o el placer que sentía al colgar sus cuadros en su casa de Beverly Hills. Observando los cuadros que le atraían, desde las primeras referencias a obras que reflejaban esa Nueva York neblinosa y sombría que tanto le impresionó a su llegada desde Rumanía, creo haber detectado un gusto por lo melancólico, lo sobrio, colores discretos, una madurez en los temas que probablemente fuera fiel reflejo de su carácter. 

Hay que destacar también las continuas referencias a libros, a obras de teatro, a autores, a directores... También me ha resultado imposible no interrumpir la lectura de vez en cuando para ver alguna de las películas interpretadas por él, muchas de ellas desconocidas para mí, y todas ellas interesantes. 

Edward G Robinson era un actor, pero también era un coleccionista de arte, un mecenas, una persona comprometida con las causas que consideraba justas, muy generoso y empático, y me ha resultado una sorpresa muy agradable descubrir también que todo ello lo asimilaba y difundía con un sentido del humor muy especial. Resulta muy sencillo dejarse impregnar por su tremendo humanismo, procedente sin duda de la dureza de sus comienzos, y que le convirtieron en ese hombre del Renacimiento adaptado a la modernidad, e incluso muy adelantado a su tiempo.

Resulta sorprendente también su visión política, tan actual, tan aguda, tan comprometida con todo lo que pueda aliviar al ser humano. En este sentido ha resultado un gran placer leer todo lo relativo a la época de la caza de brujas, en la que debido a sus ideas políticas tuvo un especial protagonismo. Edward es capaz. con su forma de contar, de transmitirnos su tristeza, la decepción y el desasosiego que le produjo una situación absurda, fruto del miedo y de la sinrazón, que estuvo a punto de acabar con Hollywood por una perversa manipulación de las conciencias. No me resisto a copiar aquí unas frases suyas, llenas de impotencia, de razón y de dolor, que me han parecido además perfectamente extrapolables a la realidad actual:

"¿Cómo se atreven a sugerir que sólo los comunistas se preocupan por las víctimas de los nazis, por los negros, por los okies, por la discriminación, por Sacco y Vamzetti?... ¿Cómo se atreven a sugerir que preocuparse honestamente por la humanidad, es sinónimo de comunismo?".

El libro se lee de una manera cómoda, ligera, amena. La traducción de Ananda Segarra es perfecta, y aunque ella probablemente lo niegue, se trasluce al leer la pasión, pero sobre todo el amor que ha volcado en ella. Ananda también ha contribuido mucho a convertir en placer la lectura, al compartir en redes su entusiasmo por el actor, colgando fotografías, vídeos,  anécdotas, y hasta una curiosa publicidad relacionada con la última película protagonizada por Edward. Ha sido un placer, y seguirá siéndolo sin duda, ampliar el inmenso legado que ya de por sí nos proporciona el libro, con las generosas y continuas aportaciones de Ananda.

Al principio dije que lo había cerrado, pero no, creo que me he equivocado, porque "Todos mis ayeres" es uno de esos libros, pocos, que pasan a formar parte de nuestro bagaje, de nuestra mochila de vida, que permanecen y van a permanecer para siempre abiertos en nuestro corazón.

 

jueves, 7 de marzo de 2024

EL POR QUÉ DE TODO ESTO

¿Por qué cuando veo una película que me gusta, o un documental, o un concierto, o una exposición, o lo que sea, siento la necesidad de escribir sobre ello? ¿Por qué incluso a veces me pongo a escribir sobre un tema de actualidad, o del pasado, o sobre mi forma de pensar, de sentir, o de vivir? ¿Por qué escribo en un blog?

Preguntas, preguntas, a veces sin respuesta, en ocasiones retóricas, necesarias cuando el ánimo flaquea y me paso una buena temporada sin escribir nada, sin sentir esa necesidad de transmitir. Es en esas ocasiones cuando sigo escribiendo, pero no para compartir en redes, sino por el simple placer de hacerlo. Placer entre comillas, porque no sé si es muy justo llamar placer a algo que es más bien una necesidad, una adicción, o como diría un poeta del romanticismo, un castigo divino.

Desde que empecé con el blog, en Diciembre de 2007, mucha gente me ha hecho a veces esa pregunta, y lo cierto es que nunca he tenido clara la respuesta, porque las razones por las que lo hago han ido cambiando desde entonces, del mismo modo que cambia nuestra forma de pensar, nuestra naturaleza, nuestra alma. En aquel momento suponía una válvula de escape ante una situación familiar delicada y muy intensa, en la que pasábamos en un instante de la euforia más desatada a momentos de bajón, que nos parecían infranqueables hasta que aparecían otros peores. Vivíamos en una montaña rusa, pendientes de resultados médicos, de síntomas, de novedades, y el blog me ayudaba a sobrellevar todo eso, como una especie de terapia, de desconexión de la dura realidad, aunque sólo fuera durante el tiempo que empleaba en escribir la entrada. Ya por aquel entonces escribía sobre películas, sobre directores de cine, con unas ilustraciones que me enviaba un magnífico acuarelista, Juan Valdivia. El blog no estaba separado por temas, como ahora. Se mezclaba el pensamiento con los comentarios de películas. Hubo muchas lagunas temporales, sobre todo a partir de Agosto de 2008, en la que publiqué una entrada sobre el accidente en Barajas de Spanair, y no volví a retomarlo hasta febrero del año siguiente. Después, en el 2014, hubo un vacío de casi cinco años, hasta el 2019, y desde entonces hasta ahora, con mayor o menor frecuencia y con algunos cambios sustanciales, he seguido dando la paliza con mis cosas.

Algunas personas de mi entorno han aventurado las razones por las que ellos suponen que alguien puede decidirse a exponer ante los demás sus ideas. Todos ellos reflexionaban sobre ello casi siempre en primera persona, “yo no necesito que me aplaudan”, “yo no necesito escribir para forrarme”, “ni necesito ni me gusta caer bien a la gente”, como dando a entender, de una manera implícita, o incluso explícita, que esas son las razones para hacer lo que hago, extrapolando de esa manera hacia mí los motivos por los que probablemente ellos lo harían.

No, lo cierto es que no son esas las razones. Creo que hace ya mucho tiempo que perdí la necesidad de caer bien a la gente. De hecho es algo que no me importa porque no espero nada de nadie. El no tener expectativas te da, o al menos en mi caso creo que es así, la facilidad para mostrarte tal como eres, porque no necesitas estar fingiendo, ni crearte un “yo” que no eres, para cautivar al prójimo. Me dan mucha lástima las personas que viven una vida en la realidad, y otra muy distinta en redes, más atractiva, más interesante, pero también mucho más superficial, y sobre todo falsa. No, no es el caso, no es mi caso. Por otro lado, alguien me dijo también que mostrarte como eres te hace más vulnerable, te pueden hacer daño con facilidad. La verdad es que, al no tener expectativas de nadie, es muy difícil también que nadie te haga daño. No me cuesta nada escribir sobre lo que pienso, sobre lo que soy, sobre lo que siento ante un determinado suceso, ya sea algo triste o alegre. Escribir sobre eso, y esa sí es una de las razones por las que lo hago, me ayuda de alguna manera a sobrellevarlo, a asimilarlo y digerirlo de una manera más tranquila que si no lo plasmo en el papel. Es un tópico que se utiliza mucho para hablar sobre los que escriben, pero en mi caso es verdad que el traspasar al papel los problemas me ayuda a que se queden ahí, y no en la cabeza.

Tampoco escribo para forrarme, por supuesto. No nos engañemos, nadie en su sano juicio escribe para forrarse. Hace poco escuché a Landero en una entrevista hablar sobre este punto. “Si escribes para forrarte, lo mejor es que dejes de hacerlo, porque aunque sólo sea por estadística, no vas a llegar a nada. Pero si lo haces porque no puedes dejar de escribir, porque para ti es como una necesidad casi física, sigue escribiendo”. En sus mejores momentos, este blog era leído por setecientas, ochocientas personas como mucho. Al retomarlo en 2019, esa cifra pegó un bajón terrible, entre otras razones porque había abandonado Facebook por salud mental, y ahora es muy raro que una entrada sea leída por más de cien personas. No, no me voy a forrar escribiendo, eso lo tengo muy claro, como también tengo claro que de hecho no he hecho nunca nada en la vida para forrarme, más que nada porque ni valgo para eso ni me interesa.


Hace unos días se puso a la venta un libro que cuenta la vida de Edward G. Robinson (“Todos mis ayeres, una auttobiografía”, traducido por Ananda Segarra). Hablando con ella, con Ananda, le conté que ese actor era el preferido de mi padre, y que cada vez que ponían una película suya en la televisión, se ponía como loco contándonos lo buena que era, y que teníamos que verla.

Es curioso. Parece mentira que una simple charla despierte un recuerdo, y que ese recuerdo, a su vez, arrastre de otros recuerdos similares, como si una vez liberado, sacado del abismo de la memoria, tirara cuerdas invisibles para que se liberen sus compañeros. Aquella charla con Ananda me trajo a mi padre, y recordé otra vez, como si hubiera ocurrido ayer, la tarde en que me llevó entusiasmado al cine a ver “Ulises”, con Kirk Douglas, en una de aquellas sesiones dobles de cine de barrio que, por supuesto, repetimos en otras muchas ocasiones. Recuerdo también cuando me contaba, con los ojos brillantes, escenas de películas que después, cuando las veía en pantalla, me parecían más aburridas que la versión que me había escenificado mi padre. La escena que precisamente Edward G. Robinson protagoniza “Seis destinos” me la sabía de memoria cuando la vi, porque me la había contado.

Le ocurría lo mismo con la literatura, con la música, con todo. Su coletilla era siempre la misma: “Tenéis que escuchar esto”, “tenéis que leer este artículo”, “no os podéis perder esta película”. Gracias a ese mantra, en mi casa sonaba “Carmen” a todo trapo y a todas horas, se veían muchas películas en blanco y negro en la 2 de Televisión española, y se leían libros, tebeos y todo lo que cayera en nuestras manos. ¿Cómo iba yo a conocer si no a Flash Gordon, al Principe Valiente o al Hombre enmascarado cuando sus aventuras empezaron a ser publicadas por Buru Lan, si no hubiera sido porque mi padre me había hablado antes miles de veces de ellos?

Y esa es la razón, el porqué de todo esto. La charla sobre Edward G. Robinson me trajo a la memoria a mi padre, y a su gran pasión por compartir lo que le gustaba. Ese es el motivo, y ayer lo comentaba con una buena amiga: el deseo de compartir. 

No sé si una pasión se puede inocular, o viene ya de serie en el ADN, pero en mi caso ha sido así prácticamente desde niño. Me ocurre exactamente lo mismo que a mi padre cuando veo algo que me gusta. Me encantaría que lo viera todo el mundo, y por eso lo comparto por medio de este medio. A pesar que muchos dicen que mi criterio no es fiable, porque me gusta todo (y no es que me guste todo, sino que siempre encuentro algo positivo e interesante), creo que seguiré escribiendo cuando me encuentre con algo sobre lo que merezca la pena escribir, y con que tres o cuatro personas de las que leen esto me digan que lo que he escrito les ha motivado para ver una determinada exposición o una película, me daré por más que satisfecho.

Lo que más me apena de todo esto es que en la época de mi padre no existieran los medios que tenemos ahora para expresarnos. Habría reventado Blogger con sus recomendaciones, ya lo creo

lunes, 26 de febrero de 2024

EL CRACK CERO, EL BARSA, Y LA MADRE DE LANZANI

Probablemente se trate de la mejor escena que he visto en mucho tiempo. No creo que haga spoiler contándola. Se trata de la llamada telefónica que le hace la madre al personaje que interpreta Peter Lanzani en ARGENTINA 1985. Ella, miembro de una familia muy bien acomodada, con militares y personajes ilustres en su seno, y que hasta ese momento le ha estado recriminando a su hijo la postura que ha adoptado como abogado, acusando a los militares y saliéndose con ello de esa esfera social a la que pertenece, llora literalmente por teléfono cuando, una vez que se han constatado los hechos, los crímenes de la dictadura militar, reconoce, admite y asimila que aquellos hechos fueron ciertos, y le anima a su hijo a seguir adelante. Me impactó por dos razones: porque es ella la que toma la iniciativa de llamar a su hijo, y porque reconociendo el absoluto mal que han hecho los suyos, lo rechaza. Su lado humano puede más que sus ideas, que su lado político. No quiere que ese crimen, que han cometido los suyos, quede impune. Es un gesto que implica determinación, empatía, inteligencia, valentía, criterio, resignación ante la podredumbre de lo propio, y eso duele. Tiene que doler, me imagino. Como tiene que doler el hecho de reconocer que tu rival en el campo ha jugado mucho mejor que tú, y celebrarlo además aplaudiendo en el estadio.

Eso sucedió en el Bernabeu, el 19 de Noviembre de 2005, cuando el Barsa ganó al Madrid por tres goles a cero. Hacia el final, cuando ya mucha gente abandonaba su asiento tirando la localidad al suelo, un espectador madridista se puso en pie de repente y empezó a aplaudir. Su gesto de nobleza y de reconocimiento fue rápidamente imitado por una gran cantidad de personas que se fueron sumando al aplauso. Fue algo grande, hermoso. No soy futbolero, pero reconozco que me encantó, porque es algo que no suele darse ni en el mundo del fútbol, ni probablemente en ninguno de los mundos que nos rodean. Es algo que, cuando se produce, refleja de inmediato la grandeza del ser humano por encima de todas las cosas, las simpatías o las ideas de cada uno.

Por último, en EL CRACK CERO, Germán Areta, personaje magistralmente interpretado por Carlos Santos, dice lo siguiente: “También decía mi padre que cuando un crimen queda impune, eso que llamamos el mundo, la sociedad, o la vida, lo acusa, y se vuelve un poco peor”.

Resulta muy complicado reconocer el error, la culpa, la responsabilidad ante lo que alguien de nuestro entorno, de nuestro equipo, de nuestra ideología política, ha hecho mal. Creo que debe ser algo relacionado con nuestra educación, con nuestra forma de ver las cosas. Estamos acostumbrados a un cierto fatalismo que nos dice, cuando ocurre algo así, un caso de corrupción, que el crimen va a quedar impune, como de hecho sucede, y ha venido sucediendo, durante muchos años. Siglos de resignación, e incluso, ¿por qué no decirlo?, de cierta admiración hacia el crimen en general, y ante el robo de bienes públicos en particular. No, es verdad, les cuesta admitirlo, y cuando finalmente no les que queda más remedio que asumir que la han cagado, se escudan en un mantra surrealista, ese “y tú más”, que ya resultaba triste y patético cuando lo lloriqueábamos en el patio del colegio, señalando al compañero, si nos regañaban por algo. Ese “y tú más” es lo que más daño hace, porque da comienzo con su presencia a una sarta de acusaciones de unos contra otros, jaleadas incluso por unos simpatizantes que lo que deberían hacer es exigir que se devolviera lo robado y que se metiera en la cárcel a los ladrones, y no apoyar hasta la muerte a los que en teoría tienen sus mismas ideas.

No, no reconocen la culpa, y no existen en su entorno cercano ni la madre de Lanzani ni el espectador madridista que aplaudió al Barsa. Hay que hacer un ejercicio de criterio, de liberación, de análisis de las propias ideas para poder exigir la dimisión de los responsables de algún crimen, aunque sean de un entorno en teoría afín a nosotros. Y para hacer eso, es necesario, es obligatorio, que la población esté lo suficientemente educada para ello.


Hace unos días, Raquel Lanseros, poeta y periodista, habló en el Instituto Cervantes de la enorme riqueza intelectual y educativa que floreció en España en la época anterior a 1936, gracias a la voluntad de reformar el magisterio y potenciar una enseñanza pública, obligatoria, gratuita y laica. Proliferaban instituciones como la Institución Libre de enseñanza, salones culturales como el Ateneo, reuniones literarias, cafés culturales, escuelas de pintura y escultura… La población tenía un acceso sencillo y directo a la cultura, a la educación, al desarrollo de valores humanos. Todo eso se desvaneció de un cañonazo al comienzo de la horrenda guerra civil, que dejó convertida a España en un erial, en un desierto cultural durante más de ochenta años. Mencionó Raquel a esas generaciones enteras de hombres y mujeres que nacieron y murieron en ese intervalo de oscurantismo, miedo al pecado e ignorancia institucionalizada, y no pude evitar recordar a las mujeres de mi familia, abuelas, tías, incluso mi propia madre, que se perdieron la posibilidad de poder educarse con voluntad, con criterio, con esa inteligencia que les hubiera permitido no consentir la impunidad, el fanatismo o la intolerancia, no consentir el abuso contra los más vulnerables. No consentir, en definitiva, que alguien a quien se ha votado se lucre con el dolor de toda una población en el peor momento de su historia, cuando una pandemia mortal se abatió sobre nosotros.

Es complicado volver a recuperar aquel periodo de esplendor de la educación y la cultura. Es una lucha a muerte contra la tendencia a seguir a youtubers, influencers y tiktokers a los que lo único que les importa es el materialismo más exacerbado, y que además se han convertido en sacerdotes de una ambición tan obscena como los que se dedican sistemáticamente a agrandar la brecha entre ricos y pobres. Es complicado, pero los que tenemos claro que la única vía para mejorar la sociedad, el mundo o la vida, como dice Germán Areta, es acabar con la impunidad, no podemos dejar de luchar, de exigir responsabilidades, de forzar dimisiones, aunque nos tengamos que convertir en la madre de Lanzani y arremeter contra nuestros en teoría afines.

Y ya no valen las urnas. Ya no vale esperar a que cambie algo para que se haga justicia. La justicia tiene que ser inmediata, instantánea, contundente y explosiva como un mazazo. Las urnas están manipuladas por la mentira, el miedo, los medios y un sistema de corruptos que se retroalimenta a sí mismo. Es imprescindible desterrar para siempre ese “Y tú más” que nos convierte en cómplices. Cambiar esto depende únicamente de la educación, del criterio y de la inteligencia de la mayoría de las personas que formamos la sociedad, y para conseguirlo, es imprescindible que podamos convertirnos, con un chasquido de dedos, en la madre de Lanzani o en aquel espectador madridista que aplaudió al Barsa.

Y una vez que hayamos logrado hacer eso, volveremos a las urnas, pero en una sociedad un poco mejor.