martes, 21 de enero de 2020

Educación, Pin parental, bizantinos y dispersiones varias


No hay nada peor en estos tiempos que dejarse llevar por la marea de noticias políticas, dadas de forma exagerada, y muchas veces tergiversada, por unos medios que parece que lo único que buscan no es ya la audiencia, sino el enfrentamiento de la población que los mira en la televisión, o los lee en los periódicos, contra la población que mira o lee los medios de signo político contrario. ¿Y qué es una noticia política? Cualquiera, porque todo, absolutamente todo, se está politizando de una manera que en España resulta perversa, vergonzosa y peligrosa, porque los dos polos opuestos, las dos Españas, cada vez tienen más claro que la única forma de convivencia posible es la aniquilación de las ideas y de las propuestas del contrario, cuando no de la aniquilación física, como se puede comprobar en las redes sociales y en las conversaciones familiares.

Se habla en estos días de la Educación, y en concreto del pin parental que VOX ha propuesto en Murcia. Supongo que a estas alturas todo el mundo sabe en qué consiste ese pin parental, pero por si acaso, haré un pequeño resumen: VOX quiere que los padres puedan autorizar a sus hijos a asistir a los cursos o charlas que organicen los colegios públicos. Así de sencillo, así de simple. Si yo, como padre, no quiero que mi hijo asista a una charla sobre educación sexual o identidad de género, o lo que sea, mi hijo no asiste, y punto. A esta propuesta contesta PSOE que no se puede, que es ilegal, que los hijos no son propiedad de los padres y que pueden tomar la decisión de asistir o no a esas charlas por su cuenta.

Y ya está el pollo montado.

Que si los hijos son del Estado, que si queremos imitar a Cuba, VOX dice que va a dar clases de caza en Andalucía, en Twitter te ponen el video de “Manolo, cómeme el coño” (sí, hay un video de una performer con ese tema, se puede buscar en Internet) diciendo que lo están enseñando en los colegios, personajes famosos como Jose Manuel Soto dice a sus miles de seguidores que en los colegios están enseñando a los niños a masturbarse, cuando lo cierto es que se trataba de un cursillo que se estaba dando en un bar de copas de Torremolinos (pagado con dinero público, eso sí…), que si un padre homófobo no puede tener la potestad de dejar asistir a su hijo/a a una charla sobre igualdad, que si tú dices eso porque no tienes hijos, que yo como padre religioso no puedo permitir que mi hijo vaya a una charla sobre ateísmo, que yo como padre anarquista no puedo permitir que mi hijo vaya a clases de religión… El circo de cinco pistas ha comenzado de nuevo su función, con discusiones que no llevan a nada más que a insultar, vejar, escupir y tratar de acabar con el contrario, como siempre. Ayer la Rosell comenta en broma que habría que aplicar el 155 a Murcia y se monta otro festival. Pero la pérdida del sentido del humor y de la cordura es otro tema que posiblemente trate en otra entrada.

Y yo me pregunto: ¿alguien se ha puesto a pensar en la educación en sí, en lo que está ocurriendo en este país con respecto a esta materia?

Vamos a recapitular un poco haciendo un poco de historia: cuando yo era un niño, la educación era importante, y ahora no lo es. Cuando el maestro te decía “dile a tu padre que venga a hablar conmigo”, yo me cagaba en los pantalones, y ahora el que se caga es el profesor, porque posiblemente ese padre vendrá a pegarle, o a decirle que no suspenda a su hijo en verano porque les ha jodido las vacaciones a toda la familia. No hay nada de respeto hacia la figura del profesor, ni respeto a la educación, ni respeto a la cultura en general. Y no nos engañemos, las familias con dinero seguirán llevando a sus cachorros a un colegio privado donde les inculquen a sus hijos sus valores, manteniéndoles además, eso sí, la mayor parte del tiempo ocupados, para que no sean los padres los que se tengan de ocupar de sus hijos. Las familias humildes llevarán a sus hijos a colegios públicos, pero con las mismas premisas de los padres con posibles, porque lo importante es que los hijos se mantengan ocupados el mayor tiempo posible, y así no me ocupo yo de ellos. Y cuando estén en casa, el poco tiempo que les deja la actividad escolar, lo mejor es que estén ocupados con el teléfono móvil, o viendo la televisión mientras cenan, o jugando al “Call of duty” en su cuarto, sin dar guerra. Porque para eso están los colegios, para educarles y para quitármelos de encima.

Entonces, ¿a qué viene tratar de controlar los contenidos que les puedan enseñar en el colegio? ¿No resulta un poco, o muy hipócrita, intervenir en algo, que es la educación, en lo que jamás han intervenido los padres? ¿No resulta muy triste y muy patético ahora rasgarse las vestiduras, cuando la educación de nuestros hijos no nos ha importado absolutamente nada hasta ahora? Todos los gobiernos, desde Felipe González hasta hoy, han estado cagándose literalmente en la educación, con leyes cada vez más permisivas, más creadoras de un entorno en el que aprobar iba costando cada vez menos. Hoy en día la educación no es más que cumplir un expediente, llegar incluso a tener estudios universitarios sin apenas esfuerzo. La cultura del sacrificio personal ni sirve ni se fomenta absolutamente nada hoy en día. Los profesores han ido perdiendo importancia, protagonismo y respeto, porque a nadie le importa la educación de unos hijos que, en su mayor parte, lo único que desean es que les cojan en un casting de Gran Hermano o en el consejo de administración de la empresa de papá o de un amigo. Esa es la realidad, y quien lo niegue miente como un bellaco. La única educación válida, que no se da ni en colegios públicos ni en colegios privados, sería la que formara a la persona en su propia identidad, la que impulsara la capacidad de cada uno de pensar por su cuenta, y de elegir los valores que mejor considere para desarrollar su vida. La que proporcionara herramientas y recursos para el desarrollo personal. No las de sus padres, si son tendenciosos en uno u otro sentido, ni las del colegio, sino las propias. Pero esto no es así.

Vemos con tristeza que los hijos de testigos de Jehová pueden perder incluso la vida por una creencia de sus padres, padres ultrareligiosos que no permitirían jamás que sus hijos no se casaran por la iglesia o que abortaran, padres independentistas que disfrazan a sus hijos con una estelada y le graban gritando “puta España” para colgarlo después en Twitter. ¿Es lógico que ese tipo de padre pueda vetar las charlas a las que pueda asistir su hijo?

La contestación más sensata a toda esta polémica, a mi parecer absurda, la ha dado en Twitter una profesora, con mucho sentido del humor pero también con cierto desencanto: “No somos capaces de hacerles a los alumnos poner un acento en su sitio, y vamos a ser capaces de hacer que se masturben…”.

viernes, 10 de enero de 2020

Lluvia Fina, de Luis Landero


¿Se puede decir algo mejor de un libro que el hecho de que te lo hayas leído de un tirón, que no podías dejarlo ni para comer, que lo terminaste una noche a las cinco de la mañana, diciendo a cada página “ya lo dejo, mañana seguiré”, sin poder hacer nada, tan sumergido como estabas en su lectura? Pues eso me ha ocurrido con “Lluvia fina”, de Luis Landero.

Fue un regalo de reyes. Me gustó nada más desenvolverlo. Soy un poco fetichista de los libros, y me gustan los libros de Tusquets, sus portadas, siempre sugerentes. Además era Landero. “Vaya, mi viejo amigo”, pensé, del que no leía nada desde “Caballeros de fortuna” pero del que sin embargo recordaba que me había gustado. Ojeé unas líneas, me gustó su prosa, siempre inquieta, siempre precisa, con ideas que se materializan en cuatro palabras. Una prosa que engancha. Me pasé el día 7 de Enero dudando. Tengo otros libros abiertos en mi mesilla, pero me apetecía meterme con Landero. El día 8 de Enero lo abrí por la primera página. Error. Me atrapó como las sirenas hubieran agarrado a Ulises de no haber taponado sus orejas con cera. Empecé a leerlo y ya no pude parar. Lo acabé anoche, a las cinco de la mañana, pensando “esto no puede ser, tienes que dormir”. Recordé aquellos tiempos de estudiante, cuando me quedaba hasta que amanecía, o las noches en la playa o el pueblo, cuando un libro me atrapaba hasta el final, cuando después de acabarlo, como sucedió ayer, los cerraba, el libro y los ojos, y pensaba “Joder, qué gran libro he leído”, con un placer que sólo pueden entender los que leen por necesidad, por vicio. Ayer me ocurrió eso, algo que ya pensaba que se había perdido hace muchos años, porque la vida nos lleva muchas veces por otros derroteros que no te permiten hacer locuras como la de quedarte leyendo hasta las cinco de la mañana, entre otras razones porque con la edad se te caen los párpados y te quedas dormido mucho antes.

La trama es sencilla. Gabriel y Sonia se casan en 1966, y tienen tres hijos: Sonia, Andrea y Gabriel, nacidos por ese orden. El padre, que era la personificación de la alegría, muere cuando los tres hijos son pequeños, y la madre, que en muchos aspectos recuerda a Bernarda Alba, se ata los machos para sacar a su prole adelante. La madre, de carácter tenebroso, decía que la alegría “trae mala suerte, porque detrás de la alegría viene siempre la desgracia”. Imaginaos la infancia que tuvieron las tres criaturas.

La novela arranca con la idea de Gabriel de reunir a la familia para celebrar el ochenta cumpleaños de la madre. Para ello, desoyendo los consejos de Aurora, su mujer, llama a su hermana Sonia para organizar el evento. Aurora, la mujer de Gabriel, es el personaje bondadoso al que todos, tanto los hermanos como sus cónyuges y la madre, le cuentan sus cosas, sus rencores, sus pequeñas mentiras que llevan fabricando desde su más tierna infancia, esos recuerdos que muchas veces no sabemos si son reales o inventados, esa vida fabricada en la que se culpan unos a otros de lo que les ha deparado la vida, ese “si tú no hubieras…” tan repetido, sobre todo en el caso de Andrea, un personaje muy conseguido, con una bipolaridad extrema en la que unas veces es víctima y otras verdugo. Aurora, por su bondad, por su mirada, por su silencio, es el paño de lágrimas de todos ellos. Esa primera llamada de Gabriel a Sonia desencadena otras llamadas, otras confidencias, una catarsis de recuerdos que se va desarrollando sin que Aurora pueda hacer otra cosa que escuchar a uno y a otro, sin juzgar, sin saber a ciencia cierta si lo que le cuentan es real o un sueño, y con la sensación, cada vez más más acusada, de estar asistiendo a la formación de una tela de araña familiar sin poder hacer nada.

Landero propone en su prosa conceptos muy interesantes relacionados con las palabras. En su inicio, ya nos dice que los relatos, ni siquiera los que se producen en el sueño, son del todo inocentes, que las palabras entrañan una amenaza y que no es cierto que el viento se las lleve tan fácilmente. Quedan ahí, larvadas y a la espera de desarrollar su poder, de reavivar rencores y heridas que jamás han quedado del todo cerradas. Con mucha ironía y un sentido del humor en cierto modo negro, Landero nos habla, por boca de Aurora, de ese “montón de palabras que todos tenemos que son como fieras enjauladas y hambrientas que están rabiando por salir a la luz”, o esas “cosas que se dicen pero que en realidad no se sienten, ideas fijas momentáneas”, o las “conversaciones que dicen poco pero que confirman la continuidad y la dulzura de los hábitos”.

Todos tienen algo, algún fantasma, un trauma infantil, un recuerdo distorsionado por el tiempo y una imaginación desbordada. A medida que avanza la novela descubrimos más de cada personaje y aparecen otros nuevos, como Horacio, que vive en una especie de mansión encantada llena de juguetes y cómics y se convierte en el primer marido de Sonia hija, o Roberto, su segundo amor.

Leyendo la crítica de la novela me entero de que Landero la escribió en cuatro días, como un fogonazo de imaginación que tuvo tras conocer una noticia en un periódico. Se nota la pasión, la velocidad en la escritura, la revelación en cada frase, ese estado de frenesí que suele provocar que lo que se escribe se haga con el alma, del tirón, y eso es precisamente lo que hace que la novela enganche. No os fieis mucho de la guarda que la editorial ha colocado en los ejemplares como reclamo publicitario, en la que se compara esta novela con “Patria”, de Aramburu. No tiene nada que ver, en absoluto, o al menos a mí me lo parece. “Patria” es la reflexión, la hondura, el compromiso. “Lluvia fina” es el torrente, la catarsis, el pasado que hace daño sin ninguna injerencia exterior, como en “Patria”. En lo único que probablemente se parecen un poco es en la perfección, en la humanidad con la que están construidos los personajes, aunque para mi gusto los de Landero son más interesantes por sus picos de carácter y sus puntos de inflexión.

Una novela más que recomendable, de esas que te hacen pensar en tu propia existencia, reflexionar sobre muchos aspectos de tu vida, e indagar en las causas del porqué de muchos de tus comportamientos vitales, tomando conciencia de los episodios de la infancia en los que pudieron tomar forma.