domingo, 26 de septiembre de 2021

ESPECIALES


Seguro que algunos de los que leen estas entradas recuerdan esas películas que grababan nuestros padres cuando éramos niños. El que más y el que menos se compró el "tomavistas", un aparato muy cómodo y manejable (desde luego mucho más manejable que las cámaras "Handycam" de Sony que salieron muchos años más tarde), que grababa películas mudas en un formato que creo recordar que se llamaba "súper ocho". Las películas se tenían que enviar a KODAK para que las revelaran, y el producto resultante, una película con la funda de plástico de color naranja, que se proyectaba con un proyector de mesa sobre una pantalla blanca o sobre la misma pared, tenía los bordes como despeluchados y era muda, aunque el color era bastante bueno. Recuerdo como si fuera ayer el sonido que producía el proyector al pasar la película, y el olor que salía de repente cuando la película se quemaba. Cuando llegaba una película revelada montábamos una fiesta en casa. Apagábamos las luces, poníamos la pantalla, y disfrutábamos de las imágenes.

Habré visto esas películas... No sé... Cincuenta, sesenta veces, y a lo mejor me quedo corto. Montar el proyector para verlas ya era algo fastidioso, pero compensaba porque las sesiones cada vez eran más largas, porque solíamos ver la película que mi padre acababa de recibir rebelada, y todas las anteriores, por supuesto. Con el tiempo, pasamos las viejas cintas de súper ocho a VHS, incluyendo música de fondo, y con el tiempo convertimos esos VHS en DVD. La primera imagen de esas películas se ha quedado grabada para siempre en nuestro ADN, porque fue la primera que grabó mi padre con su nueva adquisición: mi madre, sonriendo, frente a la ventana de la cocina, seguida por unos segundos de un balón naranja metido en una red y colgado al lado de esa ventana.

En esas películas, en las primeras, ya aparece ella, mi prima. Siempre detrás de mí, o a mi lado, mientras que mi hermana y su hermano siempre iban juntos también, pero unos metros más atrás. Ella es más o menos de mi edad, y ya desde entonces nos llevábamos como el perro y el gato. En esas películas no se aprecia, aunque se intuyen las trastadas que montábamos. En una imagen que ha quedado para la posteridad, mi madre me pega un azotazo por haber dejado caer una farola sobre mi pobre hermana, que casi siempre acababa siendo la víctima de mis malas ideas y aparecía llorando en la película. Ella, mi prima, era tan perniciosa o incluso más que yo, y raro era el día que no acabábamos a bofetada limpia. Mis padres y los suyos, mis tíos, solían acabar esas jornadas de domingo, traje y corbata, discutiendo y despidiéndose de mala manera, con un "adiós" brusco y duro, con la firme promesa de no volver a vernos nunca más, tal era la tensión que creábamos entre ella y yo.

Pero a la semana siguiente volvíamos a quedar. La cercanía era una ventaja, y una abuela común que vivía con ellos, y que de vez en cuando nos llevaba a ver películas de Manolo Escobar o Rafael al cine París, al Bristol o al Río, contribuía a esa cercanía en la que convivíamos casi como hermanos. Discutiendo y a bofetada limpia, pero como hermanos. Lo nuestro era una relación de amor-odio sobre la que seguramente un psicólogo tendría mucho que decir. Nos repelíamos como el agua y el aceite, pero en cuanto nos juntábamos no podíamos separarnos el uno del otro.

La vida les golpeó muy jóvenes. Se quedaron sin padre muy de niños, ella con seis años más o menos, su hermano con cuatro, y su madre, mi tía, embarazada del tercer hermano. Aquello fue un durísimo golpe para todos. Muchos años después, al revisar esas películas en familia cuando nos juntábamos en Navidad, mi tía no podía soportar la emoción cada vez que veía a mi tío con ese traje que se ponía los domingos. Ella, mi prima, era una niña, pero la época era otra, y sin que hubiera un acuerdo previo, ni indicaciones concretas ni nada de nada, se decidió que debía de ocuparse en cierta manera de sus hermanos, que además eran más pequeños que ella. Y así lo hizo, mientras mi tía se tuvo que poner a trabajar, en la misma empresa en que había estado su marido. Eran otros tiempos, ya lo he dicho, y no vale la pena, con la perspectiva de ahora, tan diferente, juzgar si aquello estaba bien o mal. Era lo que había que hacer, y punto.

La vida siguió, para cada uno de manera diferente. Ella se casó y tuvo una hija, yo me casé y tuve a mi hijo, y cada uno discurrimos por sendas distintas. Pasaron muchos años desde aquellas salvajadas que hacíamos juntos de niños, y puede que hasta nuestra alma cambiase para convertirnos en personas más o menos normales, bondadosas, mucho menos dañinas que en la época en la que éramos niños. Seguimos viéndonos de tarde en tarde, por supuesto, pero no con la intensidad de aquellos tiempos. Era lógico, cada uno tenía su pareja y su vida alrededor de la familia que se había formado, con nuevos amigos, nueva familia del cónyuge, etc.

Después fue a mí a quien le pegó otro durísimo golpe la vida. Recuerdo que, en el velatorio de mi mujer, ella me dijo unas palabras que jamás podré olvidar. Hubo muchas muestras de cariño, apoyo y consuelo por parte de la familia, amigos y compañeros de trabajo, por supuesto, pero ella me dijo algo tan grande, tan magnífico, que a partir de ese momento me di cuenta de que podía empezar mi duelo particular con total tranquilidad, porque lo que había sido mi vida con Pilar, había sido perfecto, y los dos habíamos tenido tiempo de hacer una gran obra. Es algo que no se puede explicar con palabras, pero lo que me dijo fue lo que más me reconfortó en ese momento durísimo.

Y la vida siguió, para ella y para mí, como no podía ser de otra manera. Con sus momentos interesantes, sus tristezas, sus alegrías, sus reuniones con esas personas a las que quieres y que te quieren, vaya usted a saber por qué, sus esporádicos viajes, sus encuentros y sus desencuentros. Esas pequeñas cosas que conforman este viaje como las atracciones de un crucero. Y de repente, sin buscarlo, y sobre todo sin poder evitarlo, la vida volvió a darle otro durísimo golpe a ella.

Primero fue la crisis que se cebó en la actividad que hasta ese momento estaba ejerciendo su marido, y después, cuando parecía que la cosa no podía ir a peor, a él le sacudió una terrible enfermedad que le incapacitó casi definitivamente para ejercer su profesión.

La historia ha acabado bien. No quiero dar más detalles sobre lo ocurrido, pero sí puedo decir, y me alegra infinitamente poder hacerlo, que su marido se ha restablecido satisfactoriamente de su enfermedad, y además se ha reciclado, ejerciendo otra actividad, la pintura, que ha conseguido hacer que la alegría de vivir haya vuelto a su alma.

Ella está contenta. Cuando el otro día puso en el grupo de primos de Wasap que su marido había conseguido sobreponerse a la enfermedad y además estaba ilusionado con su nueva exposición de pintura (porque ya es la segunda, que yo sepa), pude imaginarla escribiendo, con esa alegría innata suya.

Porque, y no sé si lo he dicho anteriormente, mi prima es la alegría personificada.

Sus ojos le brillan cada vez que se descojona literalmente de risa cuando hablamos de alguna anécdota de nuestra infancia. Su sentido del humor es especial, como toda ella, y recuerdo que, en lo peor de la enfermedad de su marido, cuando prácticamente se podía haber perdido toda esperanza, intercambiamos unos mensajes llenos de sentido del humor, tanto por su parte como por la mía. No es sencillo conservar el sentido del humor en las peores circunstancias, pero mi prima es una experta en eso, y creo que yo también. El sentido del humor no tiene por qué estar reñido con el dolor, pero eso es algo que muy pocas personas pueden entender.

Creo, sin temor a equivocarme, que en la recuperación de su marido, mi prima ha tenido mucho que ver. Su coraje, su paciencia, sus dos cojones a la hora de afrontar la situación para que la falta de actividad no supusiera una hecatombe económica, y sobre todo, su fortaleza y su gran, enorme y fantástica capacidad de sobreponerse a todo, han sido decisivos en el devenir de las circunstancias. Cualquier otra persona se habría derrumbado, y nadie, repito, nadie, podría habérselo reprochado. Otros, de una naturaleza que por desgracia se ha cruzado muchas veces en mi camino, simplemente habrían abandonado el barco para seguir con sus vidas. Ella no lo ha hecho. Se ha arremangado, ha puesto sus dos cojones sobre la mesa, y ha tirado de su familia hacia adelante. Y lo ha hecho porque es una persona especial, y siempre lo ha sido.

Hay muchas personas a las que quiero, pero hay muy pocas a las que, además de quererlas, las admiro, y mi prima es una de ellas. Tenemos poco contacto, ya lo he dicho antes, pero cada vez que coincidimos, aquella atracción inevitable que sentíamos cuando éramos niños, vuelve a aparecer, tan fuerte, o incluso más, que antes. No necesitamos vernos, no necesitamos comunicarnos por wasap. Yo sé que ella está ahí, para cuando necesite una opinión con criterio y un chute de fortaleza y de energía positiva, y ella sabe que yo estoy aquí para cuando sea ella la que necesite un apoyo, quizá no tan fuerte como el suyo, pero desde luego con todo el cariño que soy capaz de transmitir.

Bueno, matizo: cada vez que nos juntamos, aquella atracción vuelve a surgir con fuerza, como cuando éramos niños, pero sin darnos de bofetadas, que conste.

Te quiero, prima.