sábado, 27 de junio de 2020

Constructores y destructores. Cuando la estupidez se hace viral

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Después de sobrevivir intactas durante más de 1.500 años, los colosales budas de Barniyán fueron destruidos por el régimen talibán de Afganistán en el año 2001. ¿Por qué se destruyeron esas esculturas? por una simple razón de ideología religiosa. Eran ídolos, y por lo tanto contrarias a las enseñanzas del Corán. Fueron destruidas con disparos de tanques y cargas de dinamita, porque como dijo bromeando el ministro de información talibán Qudratullah Jamal, “no se pueden bombardear desde el aire porque están talladas en un acantilado, muy agarradas a la montaña”.

Por desgracia no es el único caso de destrucción que ha habido a lo largo de la historia. Todos recordamos el incendio de la biblioteca de Alejandría por parte de radicales cristianos, la quema de libros por los protestantes y los católicos, la destrucción de templos y tumbas por una crisis de ateísmo en el Primer Imperio Medio de Egipto… Los actos de vandalismo pueden ser colectivos o individuales, como cuando Erostrato incendió el templo de Diana en Efeso o cuando un loco arremetió a martillazos contra la Piedad de Miguel Ángel en el Vaticano. Las guerras son un pretexto para destruir la identidad cultural del enemigo, su patrimonio artístico, para debilitar su voluntad y poder vencerle con más facilidad.

Pero hoy en día no estamos en guerra, al menos de momento. Entonces, ¿Cuál es el motivo de querer destruir obras de arte? ¿Estamos en realidad en plena guerra contra nosotros mismos? Borrar la historia no sólo es un grave error, sino también una aberración. No es ya que todo el que borra su historia está condenado a repetirla, que suena ya un poco a perogrullo y a algo que puede ser real o no, sino que intentar borrar la historia es un paso atrás tremendo en la evolución humana.

Existe una tendencia muy marcada entre los teóricos del arte que consiste e intentar mirar, admirar y sentir el arte tal y como lo hicieron los espectadores en el momento en que la obra fue creada. Para nosotros, un capitel románico, por ejemplo, no tiene el mismo significado que para la persona que lo contempló poco después de ser creado. Seguro que el público que contempló por primera vez la transgresora Venus de Urbino se escandalizó ante un desnudo tan descarado y turbador. Tenemos que comprender que durante muchos siglos la esclavitud se consideró como una costumbre normal, incluso entre los grandes filósofos griegos que tanto admiramos hoy. Recordemos que en el circo romano se mataba gente en la arena mientras en las gradas el público comía alitas de pollo. Somos y hemos sido el producto de una evolución que en algunos casos ha ido por un camino más o menos correcto y en otros se ha desmarcado a usos y costumbres que hoy nos escandalizan, pero que han estado ahí durante muchos siglos consentidas, legisladas y amparadas por nuestros antepasados. Tratemos de ponernos en el lugar de esos antepasados, de empatizar con ellos, porque no nos olvidemos de que la empatía es lo único que puede salvarnos como especie. Si no tenemos la capacidad de asimilar, conocer, y sobre todo PERDONAR lo que hemos sido durante muchos siglos, estamos retrocediendo a las cavernas, a un estado de la Humanidad que se parece mucho precisamente a lo que queremos borrar. La intolerancia hacia el pasado, y el deseo de borrarlo, no conduce a otra cosa que a la misma anulación del sentido de lo humano.

No es cuestión de ideologías, ni de movimientos, ni de razas, ni de nada. Es un atentado contra el sentido común. Imaginemos que prosperan las iniciativas de esos nuevos talibanes que incitan a la población a derribar estatuas, a prohibir películas, a borrar la memoria. ¿Dónde estaría el límite de su actuación? Vamos a poner algunos ejemplos: en “El nacimiento de una nación”, Griffith hace una apología admirando al Ku klux Klan. En “Zorba el griego” no sólo aparece una violación de una mujer en grupo, sino que incluso dicha mujer es asesinada por uno de sus violadores. En “Casablanca” fuman. Mejor no indagar en todas las películas del oeste que se hacían antes de que aparecieran “Soldado azul” o “Pequeño Gran hombre”, en las que los indios eran malos malísimos y crueles hasta decir basta. Y tampoco nos fijemos en las novelas de Jane Austin, que reflejan una sociedad victoriana encorsetada en la que lo único que le esperaba a la mujer era poder pescar un marido rico o dedicarse a la mala vida, porque simplemente no podía trabajar. ¿Borramos todos esos libros y películas del mapa? 

Pensemos por un momento en términos de causa y efecto: un hombre muere brutalmente asesinado en EEUU bajo la rodilla de un policía, seguramente desequilibrado. Consecuencia: hay que derribar, pacíficamente, la estatua de Fray Junípero Serra que se encuentra en Palma de Mallorca. A cualquiera que no sepa nada del tema, y se le plantee esa línea de pensamiento, lo primero que le vendrá a la cabeza es que una cosa no tiene absolutamente nada que ver con la otra, como de hecho es en la realidad. Lo segundo, probablemente, sea un rechazo a la causa de George Floyd por la banalización del caso que está provocando todo el circo que se ha montado a su alrededor. Ni siquiera el derribo de estatuas de esclavistas está justificado, porque en la época en que esas esculturas se levantaron el esclavismo era una actividad consentida y utilizada por la sociedad. De hecho hoy en día hay sociedades esclavistas en el mundo, y que yo sepa nadie ha arremetido contra ellas por el asesinato de esa persona en EEUU. Probablemente se deba, también, a que una escultura no puede protestar ni defenderse, y una sociedad sí. La cobardía es libre.

Quiero reproducir un párrafo muy interesante de “La destrucción del arte”, un maravilloso documento que forma parte de un Máster en estudios avanzados en Historia del Arte, escrito por Beatriz Yoldi y Dimitra Gozgou. Podéis leerlo completo aquí:

http://diposit.ub.edu/dspace/bitstream/2445/9682/1/destruccion%20del%20arte.pdf

Los estudios psicológicos acerca del tema se basan en hipótesis relacionadas con el subconsciente y la represión social; destaca el prematuro pero significativo estudio de Julius van Végh de 1915. Para este investigador, el hombre quiere rebelarse de objetos que significan mucho para él y que no puede poseer. Esto significa que los iconoclastas agresores son en realidad más idólatras de lo que ellos creen. Establecen un vínculo emocional muy fuerte con la obra y llegan a considerarla como algo mucho más trascendental y espiritual de lo que en realidad es”.

Creo que eso es una de las claves principales para entender a los que son capaces de derribar esculturas por motivos ideológicos. Para ellos, el arte no es arte, sino símbolos de algo a lo que su ideología les empuja a odiar. Para la mayoría de nosotros, el arte es lo más importante que puede salir de una mente humana, porque crear, construír, es algo que nos engrandece, el sentido de nuestra vida. Estamos en lo mismo de siempre. Cuando antepones tu ideología a tu calidad como ser humano, nada que se oponga a esa ideología tiene sentido, y tiene que ser destruido. Tan simple, tan absurdo y tan peligroso como eso.

En el mundo hay unos pocos constructores, unos pocos destructores, y una inmensa masa que se deja llevar a una de las dos tendencias según se mueva el viento. Lo malo de estos tiempos es que ese viento destructor circula muy deprisa. La destrucción, la ignorancia y la estupidez se están haciendo virales. La globalidad es muy buena para muchas cosas, pero nefasta para otras.