domingo, 17 de noviembre de 2019

Conversaciones con mi madre. Soylent green


Mi madre es una persona fuerte, aunque a veces ni ella misma sea consciente de ello. Al segundo día de morir mi padre, en el invierno de 2012, nos dijo a todos que ese trago tenía que pasarlo sola, que tenía que acostumbrarse a estar sin él en casa, a dormir sin una persona, mi padre, con la que llevaba más de 50 años de convivencia. Y así lo hizo. Al principio le costó, por supuesto, pero gracias a sus recursos sobrellevó perfectamente su soledad. Sus recursos, aparte de las frecuentes visitas de sus hijos, son su tablet, a la que se acostumbró rápidamente y en la que no deja de buscar los temas que le gustan relativos a literatura, cine, música, pintura, etc, y sobre todo la música. 

A veces no somos conscientes en mi familia de esa circunstancia, pero la música siempre ha estado presente en nuestras casas. Ahora procede de un sofisticado equipo de alta fidelidad, con su lector de CD, amplificador, altavoces y toda la parafernalia, pero cuando éramos pequeños salía de un destartalado equipo PHILIPS que tenía el altavoz integrado en la tapa y un tamaño ligeramente más grande que un vinilo de 33 revoluciones por minuto, que era el único formato, junto con los discos de 45 revoluciones, que era capaz de reproducir. El equipo lo había comprado mi abuela en Radio Quer, la tienda de toda la vida cuando se trataba de comprar electrónica o electrodomésticos. Eran otros tiempos, y las tiendas "de toda la vida" constituían un elemento indispensable para todo. Los botones de Pontejos (cuando íbamos a Pontejos, mi abuela decía "vamos a ir a Madrid, que tengo que comprar botones"), las salchichas de Ferpal, las napolitanas de la Menorquina...

Mi abuela tenía otro tocadiscos igual al nuestro. En realidad no sé si los compró todos juntos y le regaló uno a cada hija, o las hijas se fueron comprando el mismo que habían visto en casa de su madre. En casa de mi abuela también se escuchaba música a todas horas. Parece mentira. Supongo que la fortaleza de mi madre es genética, le viene de una persona que se quedó viuda con cinco hijas a las que sacó adelante en una época, la posguerra madrileña, en la que resultaba casi imposible salir adelante sin marido o sin algún hijo, pero mi abuela lo consiguió con coraje, con dos cojones más grandes que los de muchos hombres... Y con la música siempre sonando. La gente se sorprende muchas veces cuando les recito de memoria canciones de Antonio Machín, que ni siquiera era de mi época pero al que escuchaba constantemente (creo que tengo las "Dos gardenias para ti" incrustadas en alguna parte de mi cerebro), y, lo que es más increíble, fragmentos de la zarzuela "La del manojo de rosas", otro hit parade de la casa de mi abuela. Resultaba curioso. A veces me pongo a pensarlo, y mi madre me lo confirma cada vez que hablamos del tema. Era una época triste, había que hacer malabarismos para conseguir salir adelante, resultaba casi imposible que seis mujeres sobrevivieran sin que ninguna de ellas se torciera, pero lo consiguieron, no sé si por la música, por la fuerza, por el coraje, por la alegría que siempre había en esa casa, y que nos empujaba a mis hermanos y a mí de pequeños a querer pasar los fines de semana en casa de la abuela, o por una mezcla de todo ello.

Creo que me he ido un poco por las ramas. Me he dejado llevar, pero lo que quería resaltar era la fortaleza de mi madre, su forma de salir adelante, ese coraje vital que Emilio Duró define perfectamente. "La persona fuerte tiene momentos de bajón, pero siempre acaba remontando y volviendo a su línea, a su filosofía de vida". Hace dos días, hablando con ella por teléfono, no sé cómo salió la conversación y comentamos una película que había visto yo con mi padre en el cine GARDEN, de Moratalaz, ahora bingo o local cerrado, no lo sé. Esas noches con mi padre en el GARDEN son motivo de otra entrada. En ese cine vimos los dos el tipo de película que más nos gustaba.

La película en cuestión era "Soylent Green", en español "Cuando el destino nos alcance", que debería ser de obligada visión en colegios y lugares públicos. En ella se habla de un mundo futuro, superpoblado, sin luz del sol, sin bosques, en el que las manifestaciones se reprimen cogiendo a los manifestantes con excavadoras, y en la que en cada escalera de cada bloque de casas duerme cada noche un buen número de personas sin techo vigilados por un señor con una escopeta sentado en una silla en una de los rellanos. Un mundo horrible, en el que resulta un lujo reservado únicamente a las clases superiores conseguir un trozo de carne para comer. En ese mundo se produce un asesinato que tiene que investigar un policía interpretado por Charlton Heston, que vive con un anciano, Sol Roth, al que da vida un magistral Edward G. Robinson en uno de sus últimos papeles. Sol le habla en muchas ocasiones a Charlton Heston del mundo que ha vivido, ya desaparecido, pero el policía no le hace demasiado caso, asegurando que lo que le cuenta su compañero de piso no puede ser verdad. En un momento dado, Sol se entera de algo terrible y decide desaparecer de este mundo, para lo que acude, como muchos otros ancianos, al "Hogar", un lugar que les proporciona una muerte dulce a los que acuden a él. Os pongo la escena en cuestión:


Lo que resulta curioso y emocionante de esta escena, que todavía hoy al verla me pone la carne de gallina, es el encuentro del policía con un mundo que jamás hubiera podido imaginar. La escena es magistral, con la música de Beethoven sonando a todo trapo y esos paisajes que ni de lejos han aparecido antes en el ambiente oscuro de la película. Recuerdo que cuando la vimos en el cine, en un alarde técnico posiblemente realizado por el mismo operador de la cabina, la pantalla crecía a lo ancho, dándole a la escena todavía mayor importancia. Estamos viendo a dos personas completamente distintas. Una que ha conocido un mundo brutalmente diferente al que está viviendo el otro, que ni por ensoñación habría podido concebir jamás que pudiera haber existido un mundo tan hermoso. 

Todo esto me ha dado que pensar. En cierto modo, estoy empezando a identificarme con Sol Roth. Yo he conocido un mundo diferente al que estamos viviendo hoy en día. Un mundo en el que se valoraba el sacrificio individual, el esfuerzo, el coraje para sacar adelante una familia en una situación muchísimo más difícil de la que tenemos ahora. Un mundo en el que era posible salir adelante con ilusión, aunque se tuviera poco. Un mundo, como ya he dicho antes, en el que una canción de Antonio Machín llenaba la atmósfera y te alegraba la mañana. Un mundo, en definitiva, en el que la alegría se sobreponía a todo lo demás.

Ahora estamos en otro mundo. No quiero pensar que vayamos de cabeza hacia el caos que se describe en la película, pero la brecha entre ricos y pobres es cada vez mayor, y los pobres, la inmensa mayoría de la población, han perdido la alegría en su burda pretensión de igualarse a una clase superior, la de los ricos y privilegiados, que simplemente jamás los va a aceptar. Se ha perdido la alegría del esfuerzo, la que proporciona alcanzar la tranquilidad que da el hecho de no perder la cabeza por obtener algo que nos iguale a los ricos. No importa ser, sino tener, algo que para más inri cada vez es más complicado porque los sueldos son más bajos en virtud de esa brecha de la que hablaba antes. Teniéndolo prácticamente todo, somos cada vez más tristes y mezquinos. Compliquemos más el asunto con la contaminación ambiental, el cambio climático, la vuelta al miedo que provocan los enemigos extranjeros, y si lo pensáis, nos encontramos más cerca del mundo del policía que del de el bueno de Sol Roth.

Al menos me queda el consuelo de que mis hermanos y yo sí que hemos conocido ese mundo, y de que con un poco de suerte se lo hemos conseguido transmitir a nuestros hijos.