miércoles, 18 de noviembre de 2020

No somos dioses. La paradoja del ser humano

 


Probablemente no he sido consciente de lo que ha ocurrido con mi actividad en las redes. No, no he sido consciente de que la última entrada de mi blog la escribí en Agosto, y de que desde el 7 de septiembre no he entrado en Twitter, y de que he tenido muy poca actividad también con wasap, por lo que me dice mi teléfono con su informe semanal.

No, realmente no me había dado cuenta del asunto hasta que hace un par de días me lo recordó una muy querida amiga, que de hecho también reapareció en mi wasap después de esos casi tres meses, para comentarme que había leído mi última entrada, que como ya he dicho era de agosto. Resulta curiosa la forma en que se altera la consciencia de cada uno cuando sucede algo inesperado, que nos supera y que nos empuja de un mazazo a sumirnos de repente en un estado de shock. El 8 de septiembre ocurrió una de esas cosas inesperadas con una persona que ha significado mucho en mi vida y en mi forma de ser y de pensar. Sufrió un terrible accidente del que por suerte, a día de hoy, se está recuperando felizmente. Eso es lo que me ha empujado hoy, animado también por la conversación con esa querida amiga que reapareció “de entre los vivos”, a retomar poco a poco la actividad en las redes.

Pensaba que el libro estaba completamente cerrado con esa persona que sufrió el accidente el día ocho. Casi siempre creemos estar seguros de nuestros sentimientos hacia los demás, como solemos estar más o menos seguros de nuestras ideas. Lo que ocurre, lo que te hace la vida de vez en cuando, y en mi caso no es la primera vez, es demostrarte con un mazazo que esa seguridad tuya se puede desmoronar en un instante. Me sentía ya muy alejado de ella, por una discrepancia bastante profunda en lo que se refiere a ideas políticas, religiosas, morales y vitales. La diferencia de nuestra forma de pensar derivó en el fin de la relación, y poco a poco el libro se cerró. Esa diferencia de ideas, tan sólida y tan determinante, se disolvió de un plumazo, “como lágrimas en la lluvia”, que diría el bueno de Roy Batty, cuando me enteré del accidente que había sufrido. No existía la política, ni la religión, ni nada más que la repentina y dolorosa toma de conciencia de lo frágiles que somos los seres humanos. Durante bastantes días estuvo en la UCI, en coma, y hasta que no salió de ese estado creo que muchas de las personas que habíamos tenido la suerte de conocerla estuvimos en estado de shock.

Sentí impotencia, y rabia, y tristeza, mucha tristeza. Sentí que mis ideas no valían absolutamente nada, que lo que dominaba mi mente era la intensa toma de conciencia de la fragilidad. Por mucho que quisiéramos no podíamos hacer absolutamente nada que no fuera desear con todas nuestras fuerzas que se recuperara cuanto antes, que saliera de ese estado de coma. Transmitirle de la forma que fuera nuestra energía positiva y rezar, no por convicción, sino porque ella rezaba. Ahora ya está mucho mejor. Se está recuperando y muy pronto saldrá del hospital para reunirse de nuevo con los suyos y retomar su vida.  

He llegado al convencimiento de que las ideas políticas, religiosas, económicas, sociales, etc, no valen nada, absolutamente nada, ante la inmensa fragilidad del ser humano. Somos frágiles, y cuando tomas conciencia de ello, curiosamente, se produce la paradoja de que te haces más fuerte, porque no necesitas amparar tu vida con un escudo político, religioso o social para sentirte mejor, o más acompañado por otros con esas mismas ideas. Somos frágiles, no somos dioses, somos incapaces de conseguir que alguien cambie su vida o su forma de pensar escuchándonos. Seamos realistas: cualquier día, en cualquier momento, la vida nos va a dar un mazazo, y en ese momento las ideas pasarán a un segundo plano y nos pondremos en la piel del otro, o para ser más exactos, SEREMOS el otro.

Puede incluso que tomar conciencia de nuestra propia fragilidad ayudara a que las cosas fueran bastante mejor. Esa es la otra cara de la moneda, la fortaleza de la que hablaba antes, esa paradoja que se produce en el ser humano por su propia naturaleza de ser humano, con sus fallos, sus taras y su profunda, enorme incapacidad para convertirse en un dios. Despojarse de las convicciones políticas, económicas y religiosas, y ponerse simplemente en el lugar del que sufre, o SER el que sufre, convertiría este mundo en algo bastante más agradable de lo que es ahora. Seríamos mucho más humanos, y nos preocuparíamos mucho más de los que sufren o pueden sufrir. La pandemia del COVID se hubiera acabado hace bastante tiempo si en su gestión no primaran las decisiones políticas, económicas, estadistas y religiosas. En el fondo de nuestra alma tratamos de esconder nuestra fragilidad bajo una capa muy profunda de ideas, y es precisamente cuando somos capaces de eliminar esas ideas cuando alcanzamos a entrever la verdadera grandeza del ser humano.

A casi todos nos gusta que los demás compartan lo que a nosotros nos resulta agradable. Cuando ves una película que te pone la carne de gallina, te preocupas por hacerles ver a las personas de tu entorno que se trata de una gran película. Posiblemente sea esa la razón por la que uno decide un día escribir: para compartir gustos, ideas, experiencias, simplemente por el placer de compartir, sabiendo de antemano que algunas personas lo apreciarán y otras no. También puede ser una razón para escribir tratar de ordenar los pensamientos, sacarlos de alguna forma al exterior para que no te vuelvan loco. Durante este tiempo no he escrito en redes, pero sí para mí, como terapia para eliminar la tristeza que me producía la situación.

El problema surge cuando alguien escribe únicamente para forrarse, o cuando abre un canal para hacerse influencer, o se mete en política por un irresistible deseo de poder. Aunque parezca una estupidez, sentimientos como la codicia, o el ansia de poder no son más que irreprimibles deseos de convertirse en un dios que ejerza su influencia sobre los demás, y eso es lo más alejado que se puede estar de ser un ser humano, que es lo verdaderamente grande e importante.

No, no podemos influir en los demás, y mucho menos, por esa mismo razón, tampoco podemos juzgar a nadie por lo que haga o deje de hacer, por sus ideas o por su forma de ser. Para los delitos ya están los jueces oficiales, para todo lo demás debería estar la conciencia de cada uno, pero nadie es quien para juzgar a nadie.

Da igual lo que se haga, en un sentido o en otro. Da igual que pretendas ser un dios, o forrarte, o humillar a todo el que puedas en tu trabajo. Más tarde o más temprano, la vida te da un mazazo, en tus propias carnes o a través de una persona que te ha dejado una profunda huella en el alma. A menos, claro está, que tus ideas estén lo suficientemente claras e incrustadas en tu mente como para que un mazazo sobre alguien de tu entorno, actual o pasado, te deje completamente indiferente, y antepongas las ideas al dolor que te produce la situación de esa persona. En ese caso, la verdad es que no sé qué decirte.