Aunque parezca mentira, todo ha empezado esta mañana con una
conversación en Twitter. Una conversación de esas que merecen la pena, de las
que hacen pensar que en Twitter también se puede aprender algo siempre que
tengas la mente abierta para aprender, por supuesto. Noelia-ae (@MumBronte,
podeis leer su hilo de 4 de marzo de 2020 a las 10:36 pm) contó ayer una
historia que le ocurrió en su primer año de carrera, cuando salía a las 21:00
de la universidad y tenía que pasar por una terraza en la que un grupo de
chicos la “piropeaba” cada día en un tono subido, de forma cada vez más
violenta, provocando que cambiara de ruta atemorizada. Al final sus padres
tiraron de conocidos, que les dieron un toque a los chicos y dejaron de molestarla.
Estaba leyendo la historia y he empatizado con Noelia hasta tal punto, que me he
venido arriba y he contado, en la misma conversación, la historia que viene
ahora, que sin tener nada que ver aborda el tema de los “inocentes piropos”:
Fue más o menos durante el verano de 2015. Quería poner en
circulación una novela, y conversando con mi novia, y dado que está más que comprobado
que existen más lectoras que lectores, decidimos publicarla en Amazon con un
nombre femenino (digamos Marisa, por ejemplo), un seudónimo. La publicación en
Amazon nos llevó tres minutos, y el perfil de Marisa que creamos en FB para
darle publicidad a la novela, poco más o menos lo mismo. Como fotografía de
perfil escogimos algo parecido a la imagen que preside esta entrada (no era
esa, pero muy similar). Tras unos cuantos tecleos y unas cuantas noticias
colgadas en el muro, conseguimos amigos rápidamente, tanto mujeres como
hombres. Hasta aquí, todo perfecto. Me metía cada dos por tres en el perfil de
Marisa (cualquier escritor novel sabe que sin publicidad en las redes su novela
se puede morir inmediatamente), y colgaba comentarios, noticias, estados y, por
supuesto, el enlace a Amazon. Hasta aquí, todo perfecto.
El problema surge cuando un buen día, de repente, uno de
esos “amigos”, un hombre de unos cincuenta años con una fotografía de perfil en
la que aparecía con pinta de latin lover
en decadencia, me envía por el chat la siguiente frase: “Hola, preciosa, ¿te
gusta andar desnuda por casa?”. Yo me quedé de piedra. No sabía qué contestar.
Quería darle un pequeño hachazo, y le contesté algo así como que no estaba en
FB para ligar, ni mucho menos. Pero el tipo siguió preguntando cosas, cada vez
más subidas de tono. Mis respuestas le entraban por un oído y le salían por el
otro, él seguía erre que erre con su machaqueo. Aquello duró un par de días. Al
tercero, otro tipo, que después me enteré de que era amigo del anterior, me
bombardeó con preguntas del mismo tono que el otro. Que si prefería ponerme
arriba al follar, que como tenía las tetas, que le enviara alguna fotografía… me
pidió una cita, me pidió el teléfono… Lo que más me sorprendió de todo aquello
era que por mucho que no les diera pie a seguir, ellos machacaban con lo mismo
una y otra vez, con la esperanza, supongo (no soy capaz de meterme en esa línea
de pensamiento), de que la torre finalmente caería, de que aquella actitud mía
no era más que una táctica para provocar aún más sus instintos. Todo acabó un
día, calculo que un par de semanas después del primer mensaje, en el que mi
novia y yo asistimos, muy sorprendidos y algo asustados, al llenado de la
pantalla con los chats abiertos de cinco o seis hombres, que enviaban sus
mensajes a los tres segundos de que se conectara Marisa.
No quiero ni debo juzgar nada, ni sacar ninguna conclusión.
En algún momento, siendo Marisa, y contestando como creía que debía contestar
ella, sentí vergüenza de pertenecer al mismo género que aquellos personajes.
Hoy soy consciente de que esa vergüenza se debía a que había empatizado con esa
mujer ficticia hasta tal punto, que pude comprobar en mi propia carne lo que
estaban sufriendo muchas mujeres en FB. Cada uno de aquellos “angelitos” tenía
un gran número de “amigas” en su perfil, y seguro que Marisa no era ni la
primera ni la única a la que le habían tirado los tejos de esa forma tan
cansina.
No todos los hombres somos así, por suerte. No sería justo
que los hombres de verdad que lean esto (“el
hombre de verdad se contiene”, decía Albert Camus) se sientan identificados
o comparados con unos cuantos enfermos a los que, en justicia, no se les
debería llamar hombres. Una gran mayoría vemos, o estamos aprendiendo a ver a
las mujeres como personas, iguales que nosotros, alguien a quien no hay ni que
proteger ni que avasallar, como decía en mi entrada anterior. Esa minoría de
hombres digamos “especiales”, que piropean en la calle o de forma anónima, es
eso, una minoría, pero avasallan a tantas mujeres a lo largo de su día a día como
depredador, como macho alfa, que al final son una gran mayoría las mujeres
molestadas por una minoría de hombres. Muchos me dirán que no es algo grave,
que un piropo bien dicho es elegante, y que una mujer no debería molestarse por
eso. Podría ser, en algunos casos, no digo que no, pero en el caso de Marisa,
lo que le dijeron, lo que me dijeron esos tipos, no fue ni fino ni elegante
precisamente.
No quiero que esto se utilice para atacar a los hombres en su conjunto, ni mucho menos,
como sin duda harán muchas feministas radicales para las que la igualdad
consiste básicamente en la eliminación completa del género masculino. No, no lo
hago por eso. Escribo esta entrada para que todo el mundo sea consciente,
hombres y mujeres, de que hay muchos hombres capaces de empatizar con la mujer
ante ese acoso que socialmente sufren y han estado sufriendo durante muchos
años, y muchas mujeres que empatizan, apoyan y respetan a esa clase de hombres. Y la escribo animado por los comentarios positivos de muchas personas
(hombres y mujeres, otra vez) que han participado en la positiva y respetuosa
conversación de esta mañana en Twitter. También reconozco que hasta ese
momento, y por esa especie de corporativismo absurdo de género que tenemos o
teníamos muchos, no le había dado demasiada importancia al asunto de los
piropos. Soy mayor, me eduqué en un entorno más machista que el de ahora (como
muy bien me ha hecho ver un hombre de 19 años que con sus argumentos me ha dado
mucho que pensar), en el que la conversación de bar o de vestuario de gimnasio entre
los colegas giraba siempre entre las tetas de una y otra, o “las bragas de la de siempre”. “En el fondo les encanta que las piropeemos”
era una frase muy extendida. Y yo probablemente no le daba importancia al
asunto, hasta que me convertí en Marisa durante un corto espacio de tiempo, y
comencé a entender muchas cosas, y muchas actitudes que no conducen a nada.
Son pocos, son enfermos, pero meten mucho ruido.