miércoles, 11 de diciembre de 2019

Sembrar... Recoger.


Tal fecha como hoy, hace ya seis años, fue un día triste para la familia. Se fue mi padre, sin hacer ruido, en silencio. Había decidido por su cuenta dejar de bailar, evitar lo que probablemente se le hubiera venido encima, un tratamiento duro. Me lo imagino muchas veces diciendo “¿Que me van a hacer qué? Quita, quita, yo me largo…”. Ya le dediqué una entrada por aquellas fechas, quienes le conocieron le llevan todavía en su interior, saben y aprecian lo que sembró. De los que quiero hablar ahora es de los que estuvieron en el último momento, acompañándole en el tanatorio y en la incineración, en la Almudena.

Recuerdo la soledad inicial, el amanecer de la noche en que falleció, mi hermano y yo en la habitación del hospital. Poco a poco fue llegando gente. Mi cuñada creo recordar que fue la primera, desconsolada. Después mi cuñado y mi hermana, y poco a poco todos los demás. Después de hacer las gestiones necesarias, le trasladamos al tanatorio de San Isidro.

Familia, amigos, conocidos y hasta vecinos llenaban la sala, durante todo el tiempo. Hubo abrazos, besos, charlas emotivas de la gente que le conocía, recordando anécdotas, viajes, discusiones, comidas, encuentros y desencuentros en los que él había participado. La imagen que tengo de aquel día y el siguiente es de la cantidad de gente, de la cantidad de lágrimas que se vertieron en su honor.

Recordé lo que me había dicho mi jefe durante la incineración de Pilar, mi mujer, en septiembre de 2008, a la que también acudió muchísima gente. Yo me sorprendí al ver allí no sólo a compañeros, sino incluso a personas que simplemente trabajaban en la misma obra pero que no pertenecían a mi empresa. Al comentárselo a mi jefe, este me susurró al oído “recoges lo que siembras”.

Se me quedó grabada esa frase. La recordé también el 4 de Octubre de 2017, hace poco más de dos años, cuando falleció el padre de mi novia. El escenario era diferente, un tanatorio pequeño, pero muy entrañable, a las afueras de Benalmádena, pero el sentimiento era idéntico. Cuando llegamos allí, desde Madrid, en el primer AVE que salió de Atocha, todavía era pronto, pero a medida que avanzaba el día, aquel pequeño rincón se fue llenando de gente, de familia llegada de Barcelona, de Cádiz, de Valencia… De amigos, de compañeros de trabajo del Ayuntamiento, de clientes… Todos recordaban a aquel hombre con cariño, y contaban anécdotas, vivencias, manías, rasgos de su carácter… Exactamente igual que con mi padre. Vidal también había sembrado, y mucho. No coincidí con él demasiado, ni por la distancia ni por el tiempo, pero era una de esas personas que por su forma de ser dejan huella profunda en el alma.

Pilar, Jose Luis, Vidal, Raimundo, Enriqueta y muchos otros… Ellos sembraron. Cada uno de los que les hemos conocido les llevamos en nuestro interior. Y no hablo en un sentido metafórico, no. En muchas ocasiones somos ellos, actuamos exactamente igual que ellos. Están en nosotros, y en muchos de los que llenaron también la sala del tanatorio, de los que abarrotaron el comedor de su casa cuando todavía no era muy usual el uso de los tanatorios, de los que formaron cuando se fueron un ejército de personas que les lloraba, pero que también sonreían recordando su vida, su forma de ser. Llorar porque se han ido, reír por haber tenido la inmensa suerte de haberles conocido. Personas que siembran, personas que recogen.

No recuerdo la fecha. Ni siquiera el año. Tenemos tendencia a olvidar los sucesos que nos han amargado, y aquel fue probablemente el que más tristeza me ha causado en toda mi vida. El padre de un supuesto amigo había fallecido, y estaba en el tanatorio de una ciudad fuera de Madrid. No fui por el amigo, sino por aquel hombre entrañable, al que yo había conocido cuando era niño, en el colegio, cuando era compañero de ese supuesto amigo. Creo que jamás he sentido una angustia tan profunda como cuando entré en la sala de aquel tanatorio. El supuesto amigo estaba sentado en un sillón, con su mujer al lado, mientras su hija pequeña jugaba con unas muñecas en una mesita supletoria.
No había nadie más.

Tuve una sensación muy extraña, de profunda pena. Ni por lo más remoto me hubiera imaginado algo así. Recuerdo que pensé que aquel hombre no merecía aquello, que su carácter jovial, siempre con una anécdota que contar con aquella agradable voz que todavía recuerdo, siempre generoso a la hora de mostrar sus sentimientos, tenía que haber sembrado por fuerza en el alma de muchas personas, como lo habían hecho Pilar, mi padre, Vidal, mi abuela… No podía ser, no es justo que una persona esté tan poco acompañada en su partida. No me entraba en la cabeza. Después de dar el pésame, salí con mi supuesto amigo a la puerta del tanatorio. Allí, sentados en un banco, mi supuesto amigo aprovechó la ocasión para pedirme dinero prestado. Le negué el préstamo, le saludé, le di un apretón de manos, y me marché. No he vuelto a verle más, por suerte. No me molestó, no me dolió, más bien, que me pidiera dinero, sino que le hubiera robado a su padre, con sus acciones y su comportamiento, la oportunidad de recoger lo que, sin ninguna duda, aquel hombre había sembrado a lo largo de su vida.

Ayer estuve leyendo unas notas de mi padre, escritas con esa letra suya tan peculiar. Anécdotas de una Semana Santa en Gandía, con nuestros hijos todavía niños dando la brasa ("¿Cuándo llegamos? ¿Cuándo comemos? Me meo…"), pensamientos de grandes hombres que copiaba de libros o del ordenador… Siembra.

Hoy es un día triste, porque se fue, pero también es un día alegre, porque está ahí, a nuestro lado. Muchas personas se obsesionan por dejar algo para la posteridad, por ser ricos y famosos, por ser recordados, como Aquiles, o por dejar una cuantiosa herencia… Yo me conformo con sembrar un poco, aunque sea la décima parte de lo que han sembrado en mi alma las personas a las que he tenido la inmensa fortuna de conocer.