domingo, 31 de octubre de 2021

MAIXABEL, o la enorme potencia del perdón

Después de ver MAIXABEL, sólo me queda decir tres cosas: que Iciar Bollain se ha convertido a mi juicio en el mejor director/a español del panorama cinematográfico actual, que Blanca Portillo es la mejor actriz española actual (la escena inicial en la plaza, sola, desubicada, me ha puesto la carne de gallina), y que Luis Tosar me ha hecho llorar, cuando lo cierto es que el hecho de que Luis Tosar te haga llorar es algo que sólo podría conseguir Iciar Bollain.

Y dicho esto, a partir de este momento, aviso: esta entrada no va a ser sencilla, y no va a gustar a más de uno. Probablemente, alguno de los que me leéis habitualmente, en esta ocasión piense “Ufffff… Una entrada sobre ETA. Paso”, y lo veo muy lógico. A los que sí os interese ese aspecto de nuestra historia, o simplemente os haya gustado la película, o tengáis dudas sobre si verla o no, os invito a seguir leyendo, por supuesto. Pero para entender la idea final, la reflexión que durante los títulos del final se ha abierto paso a golpes desde la boca del estómago hasta mi cerebro, creo que es necesario que antes realicemos juntos unos cuantos (no muchos, pero sí muy intensos) ejercicios de mentalización. Unos ejercicios de DESAPRENDIZAJE, difíciles, pero necesarios. Voy a numerarlos, y os ruego que no paséis al siguiente hasta que no hayáis entendido, y asimilado, al menos en parte, el precedente.

Vamos a ello:

EJERCICIO 1: Olvidad, al menos por un momento, vuestras ideas políticas, o vuestra ideología, si la tenéis. En muchas ocasiones, la ideología provoca prejuicios que no tienen nada que ver con el hecho cierto de que somos seres humanos. Jáuregui era socialista, y había estado incluso en la banda que le asesinó. Olvidaos que era socialista. Olvidaos del signo político de todas las asociaciones de víctimas del terrorismo. Tratad de dejar la mente en blanco y pensad en Jáuregui como una persona que está en un casino del país vasco, se acerca un pistolero armado y le pega un tiro en la nuca. No es socialista, no ha tenido una trayectoria política. Es difícil, pero tratad de verlo así. Fuera los prejuicios políticos, fuera las ideologías, ya sean de izquierda o de derecha. ¿Podemos hacerlo? No pasa nada, cuando acabéis de leer podéis recuperar esas ideas… si queréis, por supuesto. ¿Dispuestos a dar otro paso? Vamos allá:

EJERCICIO 2: Olvidad, al menos por un momento, todo lo que sabéis, o no sabéis pero intuís, sobre el pueblo vasco, sobre el problema vasco, sobre el nacionalismo vasco y sobre la lucha armada de ETA. Todos y cada uno de nosotros tenemos nuestra idea, inculcada muchas veces por los medios, los prejuicios, la historia y lo que nos cuentan, de lo que ocurre en el país vasco, y de cómo son los vascos, pero ninguno de nosotros (hablo de los que no somos vascos) lo ha vivido como ellos. Conozco a personas que odian a los vascos, a TODOS los vascos, sin más, sin conocer a los vascos, porque lo fácil es etiquetar a pueblos enteros, a naciones enteras, y no indagar más en su naturaleza. Imaginad que ni Jáuregui ni Maixabel son vascos. Imaginad que son de vuestra ciudad, del barrio de cada uno de vosotros. Imaginad un bar que os guste de vuestro entorno, una mesa al lado de un escaparate, y a vosotros tomando un café. De repente entra un desconocido, y le pega un tiro en la nuca a vuestro vecino de mesa. No ha sido en el país vasco, sino en vuestra ciudad, en vuestra calle. ¿Podéis imaginarlo? Interiorizadlo, por favor. No es algo relacionado con los vascos, sino con personas iguales a vosotros. ¿Sois capaces de imaginarlo? Bien!! Ya llevamos dos ejercicios, nos vamos acercando. Seguimos entonces reflexionando juntos:

EJERCICIO 3: Este es probablemente el más complicado. Tenéis que desterrar de vuestra mente por completo (y sería bueno desterrarlo incluso para siempre) esa manía, innata en nosotros, de juzgar, de decir “qué haría yo si…”. “Yo es que buscaría al asesino y le pegaría un tiro”. “Le metía en la cárcel hasta que se pudriera”. Lo comprendo, es algo muy humano, todos lo hemos hecho en innumerables ocasiones, recrear en nuestra mente lo que haríamos si nos sucediera algo que en realidad le está sucediendo a otra persona. A mí me dijeron muchas personas cuando falleció mi mujer “Yo en tu lugar…”, y lo respetaba mucho, y lo escuchaba, por si podía extraer alguna idea que muchas veces me ayudaba a superar el trance, pero la realidad, la cruda realidad, amigo, es que tú, realmente, no estás en mi lugar, porque no has vivido lo que yo he vivido.

Maixabel vivió una experiencia que sólo los que la han vivido pueden entender, y no del todo. En una frase memorable de la película, Maixabel le dice a otra víctima del terrorismo “¿A ti te ha escuchado alguien que no sea de tu familia?”, y la otra contesta que no. Porque nadie, absolutamente NADIE, puede ponerse en el lugar de alguien que haya perdido a su marido de la manera en que lo perdió Maixabel. Borremos pues de nuestra mente ese “lo que yo haría”, y centrémonos en lo que hizo Maixabel. Vamos a recapitular, para que no se nos olviden los dos ejercicios anteriores: Jáuregui no era socialista, ni era vasco: era un ser humano exactamente igual que todos nosotros. ¿Lo tenemos? Pues vamos al siguiente, que ya vamos llegando:

EJERCICIO 4: Borrad de vuestra mente aforismos apocalípticos, reglas bíblicas (ojo por ojo), conceptos incrustados en nuestro ADN como la venganza, la justicia, el quid pro quo y conceptos de ese tipo. No nos corresponde a nosotros aplicar esas reglas, sino a quienes tienen que aplicarlas. No os dejéis llevar por nuestra naturaleza de justicieros, y pensad simplemente en el hecho, en lo que ocurrió, y en las circunstancias que vivieron los protagonistas de la historia. Nosotros no somos protagonistas, sino testigos de lo que sucedió. Ni siquiera los miembros del partido al que pertenecía Jáuregui, ni por supuesto los de la oposición, están legitimados para pensar, o peor, para establecer las actuaciones a seguir, ante algo que sólo atañe a tres personas: la víctima, su asesino, y la esposa de la víctima. Este es el último ejercicio. Si habéis llegado hasta aquí, creo que ya va siendo hora de establecer esa reflexión de la que os hablaba al principio, que me ha sacudido, como un aldabonazo, nada más terminar de ver la película.

¿Y por qué os he planteado estos ejercicios, que para algunos resultarán imposibles, y para otros no tanto? Simplemente, porque es lo que Iciar Bollain, con una maestría que raya con la genialidad, consigue transmitir, si el espectador, por supuesto, se deja, con su maravillosa película. Si hacemos los ejercicios antes de la proyección, resultará muchísimo más sencillo comprender el mensaje, que es muy duro, durísimo, pero que por otro lado es la única puerta abierta a conseguir pasar página. Y ese mensaje no es otro que la magnífica, la brutal potencia del perdón.

Maixabel se creó enemigos cuando incluyó en su lista de víctimas no sólo a las víctimas de ETA, sino también a las víctimas de los GAL, de la violencia policial, de la Guardia Civil. Para ella no existían colores en las víctimas, sino personas, y a partir de ese momento tuvo que llevar escolta. Ahí ya demostró un coraje y una fuerza descomunales, que se siguió desarrollando cuando tuvo el coraje, el valor y la tremenda manifestación de lo que debe representar el alma humana, de perdonar a los que asesinaron a su marido. Previo arrepentimiento de esos asesinos, por supuesto, porque sin arrepentimiento no puede haber perdón.

El perdón es la fuerza más grande que puede desarrollar una sociedad, y no puede darse ni por instituciones, ni por partidos políticos, ni por programas de reinserción, ni por supuesto, por los medios. El perdón tiene que desarrollarse por personas, y solamente por aquellas personas que tienen o que pueden perdonar algo, como Maixabel. Son las víctimas, o los descendientes de las víctimas (porque el perdón es extrapolable a nuestra guerra civil) los únicos que pueden perdonar, y ese perdón, que se produzca o no, no depende de nadie más que de ellos. Ya se puede legislar, debatir, aleccionar, discutir, odiar, negar o afirmar lo que se quiera, que si los que tienen que perdonar no lo hacen, jamás se pasará página.

Y, por supuesto, nadie, absolutamente NADIE, está cualificado para juzgar si Maixabel debe perdonar o no. El perdón de Maixabel fue una decisión personal, que para algunos es detestable y para otros (en mi caso) admirable. Existen muchas decisiones humanas que tienen que ser personales, que no pueden estar dictadas ni por la religión, ni por los prejuicios, ni por el que dirán, ni por la política, ni por ninguna de esas trabas que impiden que crezcamos como seres humanos.

Porque no os quepa ninguna duda, y si habéis llegado hasta aquí probablemente ya lo hayáis intuido, que la única forma de crecer, de avanzar, de pasar página y de olvidar nuestros fantasmas, es perdonar, y admirar e imitar a quienes lo hacen.

Y ahora, os invito a ver Maixabel. Disfrutadla, sentidla, emocionaos con ella, dejad que los sentimientos se manifiesten a flor de piel, y después reflexionad. Reflexionad sobre la enorme potencia del perdón.

viernes, 22 de octubre de 2021

El amigo MAGRITTE (THYSSEN)



Lo primero que nos sorprendió cuando visitamos la casa de Magrite en Jette, un barrio en la periferia de Bruselas, fue lo complicado que era llegar al lugar en cuestión. Preguntamos de hecho a varias personas, a menos de cincuenta metros de la casa, y ninguno supo decirnos dónde se encontraba. Después de deambular un rato, y tirar de Google y sus indicaciones, conseguimos llegar por fin. No existen en esa casa signos externos de lo que contiene su interior. De hecho llamamos al timbre no muy convencidos de que efectivamente fuera esa la casa en la que Magritte vivió y pintó durante gran parte de su vida. La puerta se abrió, para dar paso a la segunda sorpresa: varias personas, colocadas en fila en el pasillo de la entrada con carpetas en sus manos, nos miraban con una sonrisa. Eran de edades muy diferentes, hombres y mujeres. Un anciano muy amable, alto y delgado, preguntó “¿español?”. Le dijimos que sí, y se presentó afable como nuestro guía por la vivienda.

Comenzó así, de tan extraña manera, una de las visitas más agradables que recuerdo al hogar de un artista. Me encanta deambular por los lugares en los que alguien se ha dedicado a crear una obra interesante (algún día hablaré de la visita a la casa de Dickens en Londres, otro lugar mágico). Nuestro guía, que hablaba español porque había pasado varias temporadas en nuestro país, nos explicaba encantado lo que nos íbamos a encontrar en cada sala, y después nos esperaba tranquilamente a que hiciéramos las fotografías que quisiéramos y visitáramos la habitación a nuestro ritmo. Estuvimos más de una hora en el lugar, disfrutando del taller, del jardín y del entorno general, que nada tenía que ver ni con el barrio donde se situaba la casa ni con la gente que lo habitaba. Un islote mágico, como esas rocas levitantes que solía pintar el artista.

No voy a contar la vida del pintor belga. Existen innumerables libros y estudios sobre la vida y la obra de este hombre que pintaba con traje y al que le gustaba ponerse un bombín y autorretratarse. Pero sus autorretratos no lo son al uso. Como he podido leer en uno de los carteles de la exposición, “con ellos no pretende, como otros pintores, estudiar su propia fisonomía ni menos aún contarnos su vida. Lo que le interesa es presentarnos la figura del artista como mago, dotado de superpoderes. El concepto de mago es aquí deliberadamente ambiguo: ¿se trata de un hechicero capaz de auténticos prodigios, o de un prestidigitador con un repertorio de trucos? A diferencia de André Bretón y otros surrealistas, Magritte sugiere en sus autorretratos una actitud irónica hacia el mito del genio creador”.

Esa ironía se encuentra también en sus películas, que se pueden ver, junto a una colección muy curiosa de fotografías, y de forma totalmente gratuita, en la sala pequeña situada en la planta alta del museo, una sala a la que se puede acceder sin pasar por taquilla. Las películas, rodadas en super ocho, mudas, muestran un Magritte jovial, rodeado de amigos y esposa, haciendo casi siempre payasadas y disfrazándose continuamente. Si vais a la exposición no dejéis de ver estas películas, os harán pasar un buen rato.

Entre las fotografías, destacan las dedicadas a la guapísima Georgette, su esposa, que aparece siempre con una expresión muy sugerente, muy diferente a otra musa del surrealismo, probablemente más problemática. Me refiero a Gala Dalí. Viendo las fotos de Georgette, con esa expresión angelical, no he podido evitar pensar en el contraste que supone la otra. Además de esas fotografías, me han gustado algunas en las que se veía a Magritte pintando con traje y corbata. Dudo si ese era su uniforme oficial para crear, pero viendo sus obras, sus películas y su trayectoria, la verdad es que no me sorprendería nada.

La exposición es mucho más que interesante. Creía conocer bastante bien el grueso de la obra de Magritte. Como ya he dicho antes, visité su casa museo en Bruselas, el museo Magritte propiamente dicho en la misma ciudad (visita imprescindible9, y algunas exposiciones antológicas en Madrid y otras ciudades- Es un pintor cuya obra siempre me ha atraído mucho por varias razones, entre las que destacan su desbordada imaginación, su limpieza a la hora de pintar (he llegado a pensar que esa limpieza, y la denominada “línea clara” de los comics son productos endémicos de Bélgica que no se repiten en ningún otro lugar con tanta fuerza), y sus temas, que entroncan directamente con el mundo de los sueños. Ese cuadro suyo con dos personas que se besan con las cabezas envueltas en paños blancos me ha atraído siempre con mucha fuerza, sin que sepa explicar muy bien el por qué. Creía conocer, como ya he dicho, la obra de Magritte casi al completo, pero hay algo por lo que destaca mucho la exposición organizada por el Thyssen: el gran número de obras pertenecientes a colecciones privadas, algunas de las cuales tan exclusivas que ni siquiera se pueden fotografiar. Las muestras que aparecen en esta entrada son fotografías personales de obras de Magritte que no conocía, y que me han sorprendido mucho por su belleza.

La exposición, como siempre perfectamente organizada, se divide en temas, con un trazado y un recorrido que permite conocer más o menos cronológicamente la obra de este singular creador. El catálogo, muy interesante, no se limita a recopilar sin más obras del pintor que ni siquiera se muestran en la exposición. No, es muy riguroso y recoge todo lo que se muestra y algo más.

Una exposición que sin duda hay que visitar.

domingo, 26 de septiembre de 2021

ESPECIALES


Seguro que algunos de los que leen estas entradas recuerdan esas películas que grababan nuestros padres cuando éramos niños. El que más y el que menos se compró el "tomavistas", un aparato muy cómodo y manejable (desde luego mucho más manejable que las cámaras "Handycam" de Sony que salieron muchos años más tarde), que grababa películas mudas en un formato que creo recordar que se llamaba "súper ocho". Las películas se tenían que enviar a KODAK para que las revelaran, y el producto resultante, una película con la funda de plástico de color naranja, que se proyectaba con un proyector de mesa sobre una pantalla blanca o sobre la misma pared, tenía los bordes como despeluchados y era muda, aunque el color era bastante bueno. Recuerdo como si fuera ayer el sonido que producía el proyector al pasar la película, y el olor que salía de repente cuando la película se quemaba. Cuando llegaba una película revelada montábamos una fiesta en casa. Apagábamos las luces, poníamos la pantalla, y disfrutábamos de las imágenes.

Habré visto esas películas... No sé... Cincuenta, sesenta veces, y a lo mejor me quedo corto. Montar el proyector para verlas ya era algo fastidioso, pero compensaba porque las sesiones cada vez eran más largas, porque solíamos ver la película que mi padre acababa de recibir rebelada, y todas las anteriores, por supuesto. Con el tiempo, pasamos las viejas cintas de súper ocho a VHS, incluyendo música de fondo, y con el tiempo convertimos esos VHS en DVD. La primera imagen de esas películas se ha quedado grabada para siempre en nuestro ADN, porque fue la primera que grabó mi padre con su nueva adquisición: mi madre, sonriendo, frente a la ventana de la cocina, seguida por unos segundos de un balón naranja metido en una red y colgado al lado de esa ventana.

En esas películas, en las primeras, ya aparece ella, mi prima. Siempre detrás de mí, o a mi lado, mientras que mi hermana y su hermano siempre iban juntos también, pero unos metros más atrás. Ella es más o menos de mi edad, y ya desde entonces nos llevábamos como el perro y el gato. En esas películas no se aprecia, aunque se intuyen las trastadas que montábamos. En una imagen que ha quedado para la posteridad, mi madre me pega un azotazo por haber dejado caer una farola sobre mi pobre hermana, que casi siempre acababa siendo la víctima de mis malas ideas y aparecía llorando en la película. Ella, mi prima, era tan perniciosa o incluso más que yo, y raro era el día que no acabábamos a bofetada limpia. Mis padres y los suyos, mis tíos, solían acabar esas jornadas de domingo, traje y corbata, discutiendo y despidiéndose de mala manera, con un "adiós" brusco y duro, con la firme promesa de no volver a vernos nunca más, tal era la tensión que creábamos entre ella y yo.

Pero a la semana siguiente volvíamos a quedar. La cercanía era una ventaja, y una abuela común que vivía con ellos, y que de vez en cuando nos llevaba a ver películas de Manolo Escobar o Rafael al cine París, al Bristol o al Río, contribuía a esa cercanía en la que convivíamos casi como hermanos. Discutiendo y a bofetada limpia, pero como hermanos. Lo nuestro era una relación de amor-odio sobre la que seguramente un psicólogo tendría mucho que decir. Nos repelíamos como el agua y el aceite, pero en cuanto nos juntábamos no podíamos separarnos el uno del otro.

La vida les golpeó muy jóvenes. Se quedaron sin padre muy de niños, ella con seis años más o menos, su hermano con cuatro, y su madre, mi tía, embarazada del tercer hermano. Aquello fue un durísimo golpe para todos. Muchos años después, al revisar esas películas en familia cuando nos juntábamos en Navidad, mi tía no podía soportar la emoción cada vez que veía a mi tío con ese traje que se ponía los domingos. Ella, mi prima, era una niña, pero la época era otra, y sin que hubiera un acuerdo previo, ni indicaciones concretas ni nada de nada, se decidió que debía de ocuparse en cierta manera de sus hermanos, que además eran más pequeños que ella. Y así lo hizo, mientras mi tía se tuvo que poner a trabajar, en la misma empresa en que había estado su marido. Eran otros tiempos, ya lo he dicho, y no vale la pena, con la perspectiva de ahora, tan diferente, juzgar si aquello estaba bien o mal. Era lo que había que hacer, y punto.

La vida siguió, para cada uno de manera diferente. Ella se casó y tuvo una hija, yo me casé y tuve a mi hijo, y cada uno discurrimos por sendas distintas. Pasaron muchos años desde aquellas salvajadas que hacíamos juntos de niños, y puede que hasta nuestra alma cambiase para convertirnos en personas más o menos normales, bondadosas, mucho menos dañinas que en la época en la que éramos niños. Seguimos viéndonos de tarde en tarde, por supuesto, pero no con la intensidad de aquellos tiempos. Era lógico, cada uno tenía su pareja y su vida alrededor de la familia que se había formado, con nuevos amigos, nueva familia del cónyuge, etc.

Después fue a mí a quien le pegó otro durísimo golpe la vida. Recuerdo que, en el velatorio de mi mujer, ella me dijo unas palabras que jamás podré olvidar. Hubo muchas muestras de cariño, apoyo y consuelo por parte de la familia, amigos y compañeros de trabajo, por supuesto, pero ella me dijo algo tan grande, tan magnífico, que a partir de ese momento me di cuenta de que podía empezar mi duelo particular con total tranquilidad, porque lo que había sido mi vida con Pilar, había sido perfecto, y los dos habíamos tenido tiempo de hacer una gran obra. Es algo que no se puede explicar con palabras, pero lo que me dijo fue lo que más me reconfortó en ese momento durísimo.

Y la vida siguió, para ella y para mí, como no podía ser de otra manera. Con sus momentos interesantes, sus tristezas, sus alegrías, sus reuniones con esas personas a las que quieres y que te quieren, vaya usted a saber por qué, sus esporádicos viajes, sus encuentros y sus desencuentros. Esas pequeñas cosas que conforman este viaje como las atracciones de un crucero. Y de repente, sin buscarlo, y sobre todo sin poder evitarlo, la vida volvió a darle otro durísimo golpe a ella.

Primero fue la crisis que se cebó en la actividad que hasta ese momento estaba ejerciendo su marido, y después, cuando parecía que la cosa no podía ir a peor, a él le sacudió una terrible enfermedad que le incapacitó casi definitivamente para ejercer su profesión.

La historia ha acabado bien. No quiero dar más detalles sobre lo ocurrido, pero sí puedo decir, y me alegra infinitamente poder hacerlo, que su marido se ha restablecido satisfactoriamente de su enfermedad, y además se ha reciclado, ejerciendo otra actividad, la pintura, que ha conseguido hacer que la alegría de vivir haya vuelto a su alma.

Ella está contenta. Cuando el otro día puso en el grupo de primos de Wasap que su marido había conseguido sobreponerse a la enfermedad y además estaba ilusionado con su nueva exposición de pintura (porque ya es la segunda, que yo sepa), pude imaginarla escribiendo, con esa alegría innata suya.

Porque, y no sé si lo he dicho anteriormente, mi prima es la alegría personificada.

Sus ojos le brillan cada vez que se descojona literalmente de risa cuando hablamos de alguna anécdota de nuestra infancia. Su sentido del humor es especial, como toda ella, y recuerdo que, en lo peor de la enfermedad de su marido, cuando prácticamente se podía haber perdido toda esperanza, intercambiamos unos mensajes llenos de sentido del humor, tanto por su parte como por la mía. No es sencillo conservar el sentido del humor en las peores circunstancias, pero mi prima es una experta en eso, y creo que yo también. El sentido del humor no tiene por qué estar reñido con el dolor, pero eso es algo que muy pocas personas pueden entender.

Creo, sin temor a equivocarme, que en la recuperación de su marido, mi prima ha tenido mucho que ver. Su coraje, su paciencia, sus dos cojones a la hora de afrontar la situación para que la falta de actividad no supusiera una hecatombe económica, y sobre todo, su fortaleza y su gran, enorme y fantástica capacidad de sobreponerse a todo, han sido decisivos en el devenir de las circunstancias. Cualquier otra persona se habría derrumbado, y nadie, repito, nadie, podría habérselo reprochado. Otros, de una naturaleza que por desgracia se ha cruzado muchas veces en mi camino, simplemente habrían abandonado el barco para seguir con sus vidas. Ella no lo ha hecho. Se ha arremangado, ha puesto sus dos cojones sobre la mesa, y ha tirado de su familia hacia adelante. Y lo ha hecho porque es una persona especial, y siempre lo ha sido.

Hay muchas personas a las que quiero, pero hay muy pocas a las que, además de quererlas, las admiro, y mi prima es una de ellas. Tenemos poco contacto, ya lo he dicho antes, pero cada vez que coincidimos, aquella atracción inevitable que sentíamos cuando éramos niños, vuelve a aparecer, tan fuerte, o incluso más, que antes. No necesitamos vernos, no necesitamos comunicarnos por wasap. Yo sé que ella está ahí, para cuando necesite una opinión con criterio y un chute de fortaleza y de energía positiva, y ella sabe que yo estoy aquí para cuando sea ella la que necesite un apoyo, quizá no tan fuerte como el suyo, pero desde luego con todo el cariño que soy capaz de transmitir.

Bueno, matizo: cada vez que nos juntamos, aquella atracción vuelve a surgir con fuerza, como cuando éramos niños, pero sin darnos de bofetadas, que conste.

Te quiero, prima.

sábado, 31 de julio de 2021

Narcisistas, Alcibíades y otros asuntos del amor

 

Descubrí este libro viendo una exposición sobre cómic dibujado por mujeres en Centro Centro, hace pocos días. Me dejaron impresionado algunas páginas, perfectamente ideadas además, que hablan sobre el fracaso actual del amor. No pude resistirme, necesitaba saber más, y compré el libro el mismo día que vi la exposición. Lo sé, ya sé lo que me van a decir los que me conocen, pero puedo aseguraros que merece la pena tenerlo, degustarlo, disfrutarlo y, por supuesto, leerlo.

La idea es más o menos sencilla: según Byung-Chul Han, filósofo surcoreano, el extremo narcisismo ha cambiado las bases de nuestra sociedad. La clave está en que buscamos en los demás proyecciones de nosotros mismos, lo que hace que, literalmente, anulemos al otro, hacemos que desaparezca. El otro, despojado de su alteridad (la capacidad de ser otra persona diferente. Lo he aprendido leyendo este libro), lo único que hace es alimentar nuestro ego, hasta el punto que no somos capaces de reconocer la alteridad del otro, su esencia.


Sigue el libro hablando de “El banquete”, un libro escrito en... Espera... ¿2017? No, anterior. ¿1950? Que no, que no, mucho antes. ¿1625? ¡¡Que no, que lo escribió Platón 385 años antes de Cristo!!. Parece mentira que ocurran estas cosas, pero a veces pienso que están más vigentes temas escritos hace miles de años, que soflamas y artículos de revistas de actualidad, que se quedan obsoletos en dos meses. 

En este libro, Alcibíades habla de su relación con Sócrates, y acaba proclamando entre los que acuden al banquete que, para él, Sócrates es único en el mundo, no se puede comparar a ningún otro, mientras que todos los demás hombres (nombra a Aquiles, a Pericles, etc) pueden ser comparados a otros hombres de aquella época. Eso hace que su amor por Sócrates sea inmenso, porque Sócrates es diferente a todo lo demás, incluso a él. En reconocer esa alteridad en la persona amada, su esencia, su personalidad, su diferencia con nosotros, está precisamente la clave del amor, y no en otra cosa.

Después, el libro sigue analizando las claves del desamor actual. Otra situación curiosa de hoy en día, por ejemplo, es que cuando quedamos con alguien ya sabemos, gracias a las redes y a las páginas destinadas a ello, cuales son sus gustos, sus preferencias de comida, sus aficiones, sus afinidades con nosotros. Quedamos para ver si nos enamoramos con alguien del que no vamos a tener casi sorpresas, cuando antes nos enamorábamos sin saber apenas nada de la otra persona. Primero venía el enamorarse, y luego ya la íbamos conociendo. Ahora el otro se ha convertido en un objeto de consumo, que se puede rechazar en cuanto veamos algo de él o ella que no nos gusta. Por todo ello, y muchas cosas más que vienen en el libro, cada día es más difícil que nos enamoremos, y el enamorarse, de hecho, es considerado por muchas personas como una debilidad.

Me he enamorado profundamente dos veces en mi vida. En realidad me he enamorado otras muchas, pero sin buenos resultados, por falta de correspondencia básicamente, antes de enamorarme de verdad por primera vez, y de ver que ese amor era compartido. Puede que en ese primer enamoramiento influyeran parámetros que no aparecieron para nada en el segundo. Tenía 26 años, y en mi horizonte probablemente, aunque de forma tácita, no claramente dibujada, estaba el hecho de tener hijos, hacer el amor de forma más o menos regular, y sobre todo, y eso creo que fue una de las cosas que más pesaban, no estar sólo. Fue el amor que encuadró mi vida digamos natural, el esquema que tenía y que creí que con esa persona se iba a desarrollar de la mejor manera posible, como así fue. Ella era completamente distinta a mí, pero amaba precisamente su alteridad, sus diferencias con respecto a lo que yo pensaba, y ella me amaba a mí a pesar de nuestras diferencias.


La segunda vez que me enamoré tenía 51 años, casi el doble de los que tenía cuando me enamoré por primera vez. En esta segunda ocasión, el hecho de no estar sólo ya no pesaba absolutamente nada en mis posibles motivaciones, porque ya había aprendido a estar sólo. Tampoco me podía motivar tener hijos, porque ya era mayor. Me enamoré simplemente, sin motivaciones, sin intenciones, sin nada, en un momento, además, en el que ni siquiera pensaba que existiera la posibilidad de volverme a enamorar. Fue muy curioso, lo recordaré toda mi vida. Estaba en una de las tantas obras en las que he trabajado, con el casco puesto. Me encontré a mí mismo sonriendo como un bobalicón, mirando al cielo, y pensando “joder, si me he enamorado...”.

No sé lo que es enamorarse, pero sí sé que me ha ocurrido, y que probablemente vuelva a ocurrirme, porque la naturaleza de cada uno es muy complicado cambiarla, y eso de enamorarme está en mis genes. No me importa en absoluto fracasar, ni que la otra persona no se enamore de mí, me enamoraré las veces que haga falta hasta que otra persona se enamore de mí como las dos personas que lo han hecho hasta ahora. Lo que me parece muy triste es que no seamos capaces de enamorarnos, por todo lo que explica Liv Stromquist en su libro, o por las razones que a cada uno se le ocurran. Es tan gratificante intercambiar vida con personas que nada tienen que ver con nosotros, que creo que no podemos dejar pasar esa oportunidad de conocer esa experiencia. Y sobre todo, y para terminar, no creo, ni por lo más remoto, que enamorarse sea un signo de debilidad. Creo que es mucho más débil encerrarse en la burbuja de nuestro narcisismo y andar picoteando de persona en persona sin sentir nada por ellas.

Como decía Alcibíades, la persona amada es incomparable, única en su alteridad, y será imposible encontrar otra como ella. Las dos veces que me he enamorado ha ocurrido precisamente eso, las dos mujeres de mi vida han sido incomparables, únicas en su alteridad, y jamás volveré a encontrar otra como ellas.

jueves, 24 de junio de 2021

CARTA DE UN DESCONOCIDO


No me conoces, y sin embargo llevamos años viéndonos, cada verano al menos un par de veces. Yo tampoco te conozco en realidad, pero conozco tu historia, una parte de tu vida, y de esa parte soy capaz de imaginar el resto, de sentir, en parte, lo que has sentido, lo que has vivido, y desde ese ejercicio de imaginación me creo capaz de deducir que eres feliz.

Te descubrió mi padre, y a través de mi padre te descubrí yo. A través de mi padre, de su visión de las cosas, he descubierto muchas cosas en mi vida. Mi padre era un gran amante de la belleza. De la gran belleza. Amaba con pasión la pintura, el cine, la literatura, y supo inyectarme esa pasión suya. Cada vez que descubría la belleza, como hizo contigo, le gustaba compartirla, y lo hizo conmigo. Además de amar la belleza, amaba el café en todas sus variantes, y esa era la combinación perfecta para bajar a verte, a admirarte, a veces cada día. Le encantaban tus gestos, tu pelo siempre corto, tu sonrisa, esa voz tuya que, a pesar de no entender a veces los giros en valenciano, le sonaba musical. A mi padre le encantaba la belleza, y el que le conocía de verdad era capaz de vislumbrar la pasión que sentía cada vez que, como en tu caso, se cruzaba con ella. De ti decía algo muy parecido a lo que alguien, alguna vez, dijo de Ángeles, la mujer de Delibes, el escritor: “una mujer que, con su sola presencia, era capaz de aliviar la pesadumbre de vivir”. No era exactamente eso lo que decía mi padre, pero te puedo asegurar que se parecía bastante. Con tu forma de ser alegrabas esos momentos suyos de café, helado o blanco y negro, y eso era tan importante para él como para mí, que disfrutaba cuando le veía disfrutar.

De repente, un año cualquiera, un año aciago, se presentó la tristeza, tu tristeza, y tuve que decir, cuando me lo contó mi padre, la frase que había que tenido que decir en otras ocasiones a lo largo de mi vida: “Buenos días, tristeza”.

Me enteré en pleno duelo, en un momento muy duro de mi vida. Mi mujer había fallecido pocos meses antes. Era en aquel tiempo en el que no podía contener las lágrimas cuando veía una mujer con un pañuelo en la cabeza, intentando disimular la pavorosa caída del pelo que provoca la quimioterapia.

Mi padre me lo dijo, y me fijé en ti. Creo recordar que conservabas el pelo, pero tu aspecto había cambiado. Percibí tu lucha en tus movimientos, en tus gestos, en tu falta de sonrisa, de aquella sonrisa luminosa que había cautivado primero a mi padre y después a mí, en los visibles esfuerzos que hacías para servir los helados o los cafés. Reviví al verte, con un tremendo golpe en el alma, los últimos esfuerzos de mi mujer, ese baile con los lobos que tuvo hasta el final. En aquel momento, como ya te he dicho, estaba en pleno duelo, y, sinceramente, no era capaz de vislumbrar un desenlace feliz a tu situación. Y sin embargo, percibí que luchabas, y eso me ayudó a luchar a mí. Ese año, ese verano, a mi tristeza se sumó la tuya, y esa suma de tristezas, unida a la disipación de la belleza, de la magia, hizo que me interesara profundamente por ti.

Recuerdo que, el año siguiente, lo primero que hice, nada más llegar, fue acercarme a la heladería. Allí estabas, al pie del cañón, con un aspecto todavía débil, pero mucho mejor que el año anterior, el año de la tristeza. Recuerdo que pensé, al verte, que en cierto modo los dos estábamos superando los terribles escollos que nos había “regalado” la vida, tu cáncer y mi duelo por la pérdida de la mujer a la que había amado con todas mis fuerzas durante algo más de veinte años. Y a ese año siguieron otros, y cada año te veía mejor, y yo también me iba encontrando mejor. Un año recuperaste tu sonrisa, y quiero creer, aunque probablemente no sea así, que ese año yo también recuperé la mía.

Esta mañana he salido a andar temprano. Llegamos ayer por la tarde. La heladería estaba cerrada, pero al volver he visto mesas fuera, y al fijarme te he visto tras la barra con tu sonrisa de siempre, con tu pelo corto, con esa serena madurez que te está regalando ahora la vida, en una especie de compensación por la tristeza que te regaló una vez. La vida es así, voluble y caprichosa. Luchaste, y ahora estás recogiendo los frutos de esa lucha, y recuperando la belleza, tu belleza.

Iba escuchando música mientras andaba, como siempre que lo hago sólo, y al chute de “The Passenger”, se ha unido el chute de verte otra vez, otro año más.

He sonreído sin sonreír, y he saludado a la vida. Buenos días, belleza.

domingo, 21 de marzo de 2021

MOMENTOS, LUGARES

A veces los momentos se nos quedan grabados en la memoria, como a fuego, como si formaran parte de nosotros mismos, de nuestro ADN, de nuestra naturaleza particular. El momento del que hablo ocurrió en la primavera del 2000, en un lugar, el monasterio de Santa María de Monfero, en Ferrol, situado en medio de una especia de selva impresionante, formada por eucaliptos, hayas y orballos, llamada "Las fragas del Eume", a la ribera del río que desemboca en Pontedeume. Voy a intentar que imaginéis la escena. Un día soleado, bastante raro en Galicia. Una temperatura ideal. Mis padres y yo llegamos a una especie de explanada, después de recorrer el paraje, en la que se sitúa el monasterio, un edificio semi en ruinas pero que impresiona profundamente tanto por su tamaño como por su arquitectura. Nadie alrededor. Mientras caminamos escuchamos el sonido de nuestros pasos en la gravilla de la explanada. La puerta está abierta, no hay nadie en ella, la entrada es libre. El motivo, seguramente vergonzoso, por el que una joya así se está cayendo a pedazos sin que nadie, absolutamente nadie haga nada por impedirlo, no es el tema de esta entrada.

Cruzamos el umbral de lo que era la iglesia anexa al monasterio, y al avanzar unos pasos, y sumergirnos en la penumbra, rota solamente por unos cuantos rayos de sol que penetraban por agujeros del techo, formando una atmósfera mágica, escuchamos, claramente, cada vez más potente, una música que procedía del fondo, de la zona del altar. Mi madre dijo "uy, si han puesto música", y yo me sorprendí, muy agradablemente, porque lo que se escuchaba, en todo su esplendor, era "Shine on you crazy diamond", de Pink Floyd. Imaginaos el momento. Los tres. sorprendidos ante la salvaje belleza de un lugar que en otro tiempo fue grande y que conserva su grandeza, empequeñecidos ante una arquitectura soberbia, y escuchando a Pink Floyd. Al cabo de unos minutos nos dirigimos al altar, a la zona de la que procedía la música, y a nuestro encuentro salió un individuo delgado, desnudo de torso para arriba, con barba de chivo, ojos de loco y pelo muy largo. Caminaba deprisa, nervioso, y llevaba en la mano una maqueta que estaba haciendo en barro de uno de los capiteles de aquel lugar. "Buenas tardes. Si les molesta la música puedo bajarla". "Al contrario -le digo- Nos encanta. Ha sido una sorpresa escuchar a Pink Floyd en este lugar". Se trataba del restaurador. Nos estuvo explicando durante un buen rato la historia del monasterio, su destino, su futuro. El hombre tenía su taller montado allí, seguramente pagado por la Xunta, y se entretenía en su mundo, con su música.

Cuando salimos de allí y nos metimos en el coche, recuerdo que mi padre, que estaba sentado delante, se volvió hacia atrás, sonriendo, cogió la mano de mi madre, y dijo sólo dos palabras: "qué felicidad".

El otro día soñé con él, con mi padre. En el sueño, estaba en el mismo lugar, en Monfero, con la misma luz y la misma música, pero en esta ocasión yo sólo, sin mi madre, y era él el que aparecía, en lugar del restaurador, sonriente, desde la parte del fondo del altar, silbando con su silbido particular antes de dejarse ver, y cuando llegó a mi altura, me dijo, "qué felicidad".

Soy creyente a mi manera. No creo en el cielo ni en el infierno, ni en muchos otros dogmas, pero sí que creo que los nuestros, los que se han ido, pasan a formar de alguna manera parte de nosotros. Desde el sueño del otro día, además, creo que los nuestros están en lugares concretos, en puntos en los que en algún momento de su vida han sido felices. Mi padre es una de las personas que en más lugares se encuentra ahora mismo. Además de en El Retiro, uno de los lugares que más le gustaba, seguro que podemos encontrarle en Monfero, o en el U Flecu de Praga, donde también tuvo uno de sus momentos más importantes de felicidad, o en la impresionante desembocadura del Duero, en Oporto, o en el castillo de Lisboa, o en el Balcón del Mediterráneo, cuando cantó aquel tango con otro familiar que también vivió con él muchos momentos de felicidad en Benidorm (no sé si soñaste con él al mismo tiempo que yo, hermano, pero te acordaste de él y me llamaste, y esa llamada tuya también fue un momento de felicidad). Del mismo modo que Pilar está en Granada, y en el parador de Salamanca, y en esa fábrica de vidrio soplado de Manacor en la que fue feliz una tarde, además de formar parte intrínseca de mí y de mi hijo.

No me cabe duda. Están en nosotros, y están en los lugares en los que, siendo felices, nos han hecho felices a los que hemos tenido el privilegio de conocerlos. Porque la felicidad, para mí, es que los míos sean felices, con todo lo que abarca ese concepto de "míos" (familiares, amigos, compañeros, conocidos...). No se es feliz siempre, por supuesto, porque hay momentos de tristeza, pero hasta esos momentos te hacen apreciar más y mejor los momentos de felicidad, y los lugares en los que esta se produce.

En fin, que aunque hayan pasado un par de días, feliz día del padre.  

miércoles, 20 de enero de 2021

El hogar de los libros de Umberto Eco

 

Ayer vi este video en Twitter. Se trata de Umberto Eco, paseando por su biblioteca:

https://www.youtube.com/watch?v=bF9tG5Q6NTA&ab_channel=PlzAle

Bien es verdad que en Twitter no se veía como en este enlace. Se reproducía sin música, lo que lo hacía aún más inquietante. Inmediatamente me surgieron varias preguntas. Sentí una especie de desasosiego bastante difícil de explicar, y no supe el por qué prácticamente hasta hoy. ¿Se trataba de su casa, de su hogar? Si es así, ¿dónde están los signos que marcan un hogar? Se veían cuadros, mesas, e incluso un perchero con un par de sombreros. “No – pensé aiviado -. No es su casa, es una oficina, seguramente su oficina, donde trabaja gente y ha metido todos sus libros”. Me quedé más o menos tranquilo, hasta que hoy, indagando, he leído varias páginas en las que se habla de esta biblioteca.

En efecto, era su casa, en concreto la de Milán, donde Eco tenía una colección de unos 30.000 libros, y 20.000 más en su casa de veraneo, cerca de Urbino. Un “hogar” que, más que suyo, era de los libros que coleccionaba. Cuando alguien le preguntaba “¿Los has leído todos?”, Eco contestaba “no, estos son los que tengo reservados para fin de mes. Los que he leído los tengo en mi despacho”.

Analizando el video, he llegado a varias conclusiones, relacionadas con el tema de la acumulación de cosas, con el desasosiego, con la despersonalización del “hogar” cuando te sacude una afición coleccionista, y con el propio Umberto Eco. Vayamos por partes, y empiezo por el último punto.

Umberto Eco era una persona excepcional, y un autor brutal. Escribió “El nombre de la rosa”, probablemente la mejor novela que haya leído jamás. La devoré en un mes, mientras estudiaba, y recuerdo que la leímos juntos varias personas. Nos juntábamos en el estanco de un amigo, y la comentábamos como se comenta hoy “Juego de tronos” entre los aficionados a la serie. Si alguno de los amigos había avanzado una noche algo más, y empezaba a destripar la trama, le dábamos la paliza a base de gritos y codazos para que se callara, para que no hiciera “spoiler”. Disfruté un montón de la novela y de las circunstancias en la que la leí, en un tiempo en que leer empezaba a ser algo vital para mí.

Después vino “El péndulo de Foucault”… Y ya no fue lo mismo. Me gustó, pero no era para mí como “El nombre de la rosa”. Luego leí “Baudolino”, y me ocurrió otra vez. “El cementerio de Praga”, siendo fantástica, tampoco llega a la altura de la rosa. “La misteriosa llama de la reina Loana” me entusiasmó, e incluso me inspiró una trama parecida, pero tampoco era lo mismo. Y mi pregunta era, a partir de entonces, ¿pensará igual Umberto Eco? ¿Escribirá bajo la losa de haber escrito lo mejor que puede escribir una persona? ¿Vivirá toda su vida condenado, agotado por la presión de tener que superarse a sí mismo? Viéndole pasear en ese video con los hombros cargados, a ese paso más o menos rápido, como a la búsqueda de algo, esas preguntas volvieron a mi mente, y de ahí al desasosiego hubo sólo un paso.


Una de las páginas que he leído hoy habla de la Antibiblioteca, compuesta por todos esos libros de una biblioteca personal que no se han leído, y que muchas veces tiene más libros que los que realmente se han leído. Es como una especie de reconocimiento, se decía en esa página, de todo lo que nos queda por aprender, de todo lo que nos queda por leer. La certeza palpable de que lo que hemos aprendido hasta el momento es una gota en el océano comparado con lo que no sabemos. He dejado volar la imaginación y he visto a Umberto Eco paseando eternamente por esos pasillos de la biblioteca de su casa, vaga imitación de la que aparece en su mejor novela, buscando la idea que le empujara a escribir algo más grande que “El nombre de la rosa”. Inquietante.

Me gustan los libros, no puedo negarlo, y los que me conocen lo saben. A veces he comprado libros por el aspecto, o por las ilustraciones, o porque era una edición que me gustaba más que la que tenía. Tengo tres “Nieblas”, cuatro “El río que nos lleva”, etc. Pero de un tiempo a esta parte, no sé si será por la edad o porque el pensamiento y las ideas van cambiando por un proceso natural de nuestro cerebro, no le doy tanto valor a acumular. De hecho estoy organizando seriamente la venta de un montón de libros. Hace poco, con motivo de una vivienda que tuvimos que vaciar la familia, que estaba también llena de libros, hicimos varios viajes al Retiro para dejarlos en las hornacinas que hay cerca de la estatua de Galdós y en los jardines de la casa de fieras. Llevamos un montón de libros, y no me dio ningún reparo en deshacerme de ellos. Hace tiempo que prefiero acumular experiencias, sensaciones, momentos entrañables con familia o amigos, cenas, viajes, exposiciones, paseos… Y sigo teniendo muchos libros, por supuesto, pero soy consciente de que muchos, muchísimos de ellos, no los voy a leer, y no me importa, porque seguiré leyendo y disfrutaré de los que me dé tiempo.

El caso es que estuve todo el día con el desasosiego, porque las respuestas de la gente al video eran de admiración, de aplauso al hecho de tener esos libros, en esos pasillos interminables de estanterías hasta el techo. Parecía no haber nadie con esa sensación inquietante que había tenido yo, hasta que Rosa Montero respondió más o menos que de qué servía todo eso, que Umberto se había muerto igual, y añadía unas palabras de Simone de Beauvoir: “Lo que más me tortura son todos esos libros que he leído, todo lo que he aprendido, que desaparecerá en la nada”.

Al leer la respuesta de Rosa tuve dos sensaciones. Una de consuelo, al no ser el único al que le había parecido inquietante ese video, y otra de certeza de que Rosa había escrito el tuit en un momento de bajón, porque si bien estaba de acuerdo con la primera parte de su pensamiento, que no sirve de nada acumular, no compartía ni mucho menos esas palabras de Beauvoir.

No, Rosa, en eso no puedo estar de acuerdo, porque lo que tú has leído, lo que has vivido, se plasma de alguna manera en “La hija del caníbal”, o en “la ridícula idea de no volver a verte”, o en “Te trataré como a una reina”, o en muchas otras, que mucha gente hemos leído y nos han marcado, como otros muchos libros tuyos. Porque lo que leyó Eco se plasmó en sus libros, y los que los hemos leído los hemos disfrutado y hemos aprendido. Nada de lo que leas o aprendas se pierde, porque siempre habrá alguien que lo haya asimilado simplemente por tu forma de ser, que probablemente se deba a muchos factores que nada tengan que ver con la lectura, pero también a ella. No tiene nada que ver aprender, leer, estudiar, con el hecho de acumular libros, que no es más que un síndrome de Diógenes del que poco a poco hay que ir curándose. Entre el Umberto que escribe, y el Umberto que tiene libros, indudablemente me quedo con el primero.