No me conoces, y sin embargo llevamos años viéndonos, cada verano al menos un par de veces. Yo tampoco te conozco en realidad, pero conozco tu historia, una parte de tu vida, y de esa parte soy capaz de imaginar el resto, de sentir, en parte, lo que has sentido, lo que has vivido, y desde ese ejercicio de imaginación me creo capaz de deducir que eres feliz.
Te descubrió mi padre, y a través de mi padre te descubrí
yo. A través de mi padre, de su visión de las cosas, he descubierto muchas
cosas en mi vida. Mi padre era un gran amante de la belleza. De la gran
belleza. Amaba con pasión la pintura, el cine, la literatura, y supo inyectarme
esa pasión suya. Cada vez que descubría la belleza, como hizo contigo, le
gustaba compartirla, y lo hizo conmigo. Además de amar la belleza, amaba el
café en todas sus variantes, y esa era la combinación perfecta para bajar a
verte, a admirarte, a veces cada día. Le encantaban tus gestos, tu pelo siempre
corto, tu sonrisa, esa voz tuya que, a pesar de no entender a veces los giros en
valenciano, le sonaba musical. A mi padre le encantaba la belleza, y el que le
conocía de verdad era capaz de vislumbrar la pasión que sentía cada vez que, como
en tu caso, se cruzaba con ella. De ti decía algo muy parecido a lo que
alguien, alguna vez, dijo de Ángeles, la mujer de Delibes, el escritor: “una
mujer que, con su sola presencia, era capaz de aliviar la pesadumbre de vivir”.
No era exactamente eso lo que decía mi padre, pero te puedo asegurar que se
parecía bastante. Con tu forma de ser alegrabas esos momentos suyos de café,
helado o blanco y negro, y eso era tan importante para él como para mí, que
disfrutaba cuando le veía disfrutar.
De repente, un año cualquiera, un año aciago, se presentó la
tristeza, tu tristeza, y tuve que decir, cuando me lo contó mi padre, la frase
que había que tenido que decir en otras ocasiones a lo largo de mi vida: “Buenos
días, tristeza”.
Me enteré en pleno duelo, en un momento muy duro de mi vida.
Mi mujer había fallecido pocos meses antes. Era en aquel tiempo en el que no
podía contener las lágrimas cuando veía una mujer con un pañuelo en la cabeza,
intentando disimular la pavorosa caída del pelo que provoca la quimioterapia.
Mi padre me lo dijo, y me fijé en ti. Creo recordar que
conservabas el pelo, pero tu aspecto había cambiado. Percibí tu lucha en tus
movimientos, en tus gestos, en tu falta de sonrisa, de aquella sonrisa luminosa
que había cautivado primero a mi padre y después a mí, en los visibles
esfuerzos que hacías para servir los helados o los cafés. Reviví al verte, con
un tremendo golpe en el alma, los últimos esfuerzos de mi mujer, ese baile con los
lobos que tuvo hasta el final. En aquel momento, como ya te he dicho, estaba en
pleno duelo, y, sinceramente, no era capaz de vislumbrar un desenlace feliz a
tu situación. Y sin embargo, percibí que luchabas, y eso me ayudó a luchar a
mí. Ese año, ese verano, a mi tristeza se sumó la tuya, y esa suma de
tristezas, unida a la disipación de la belleza, de la magia, hizo que me
interesara profundamente por ti.
Recuerdo que, el año siguiente, lo primero que hice, nada
más llegar, fue acercarme a la heladería. Allí estabas, al pie del cañón, con
un aspecto todavía débil, pero mucho mejor que el año anterior, el año de la
tristeza. Recuerdo que pensé, al verte, que en cierto modo los dos estábamos
superando los terribles escollos que nos había “regalado” la vida, tu cáncer y
mi duelo por la pérdida de la mujer a la que había amado con todas mis fuerzas
durante algo más de veinte años. Y a ese año siguieron otros, y cada año te
veía mejor, y yo también me iba encontrando mejor. Un año recuperaste tu
sonrisa, y quiero creer, aunque probablemente no sea así, que ese año yo
también recuperé la mía.
Esta mañana he salido a andar temprano. Llegamos ayer por la
tarde. La heladería estaba cerrada, pero al volver he visto mesas fuera, y al
fijarme te he visto tras la barra con tu sonrisa de siempre, con tu pelo corto,
con esa serena madurez que te está regalando ahora la vida, en una especie de
compensación por la tristeza que te regaló una vez. La vida es así, voluble y
caprichosa. Luchaste, y ahora estás recogiendo los frutos de esa lucha, y
recuperando la belleza, tu belleza.
Iba escuchando música mientras andaba, como siempre que lo
hago sólo, y al chute de “The Passenger”, se ha unido el chute de verte otra
vez, otro año más.
He sonreído sin sonreír, y he saludado a la vida. Buenos
días, belleza.