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domingo, 18 de septiembre de 2011

El arbol de la vida

Viene avalada por haber ganado la Palma de oro en Cannes, aunque al parecer cuando se proyectó en tan prestigioso festival los abucheos se produjeron con tanta fuerza como los aplausos, y el director técnico, según informa un medio de comunicación, coaccionó a los miembros de un jurado encabezado por Robert de Niro para que votaran a su favor, aduciendo que “la historia les juzgaría” si no lo hacían. Por ese simple hecho, por esa imagen fija del principio que muestra la concesión del premio, como si eso ya supusiera por sí solo que estamos ante La Palabra o El Verbo, no deberíamos dudar de que nos encontramos ante una verdadera obra maestra, ante una película que marca un antes y un después en la historia del cine.

Y sin embargo, no es así. Ni mucho menos. Después de verla ayer, he leído críticas, comentarios y reseñas, y nadie se pone de acuerdo. He comprobado que algunos sesudos críticos tuvieron la misma sensación que yo, y que toda la parte del big bang, que dura nada más y nada menos que media hora, está auspiciada por el mismo especialista en efectos especiales que se encargó de la maravillosa, y esa sí que lo era, “2001, una odisea en el espacio”.
Al parecer Malick, el director, estudió filosofía en Oxford y Harvard, y eso le marcó. Esta película no tiene nada que ver con las que ha filmado antes. El film consiste en vomitar durante más de dos horas sobre el espectador la empanada mental que debe de tener este buen hombre sobre el origen de la vida, la vida propiamente dicha, y el final de la misma. Voces en off, destellos y reflejos en la escena, el uso abusivo de la steady cam, la visión de un paraíso que parece más bien un anuncio de una compañía de seguros de vida prolongado hasta la saciedad (curiosamente comparto esta similitud con algún comentarista de cine), y sobre todo, y eso sí que es imperdonable, el pegote, el tremendo pegote de media hora del origen del mundo, que me recordaba en su concepto, como ya he comentado antes, a esa escena del monolito de 2001, pero llevada a extremos ridículos de duración, pretenciosidad y solemnidad.

Una de las comentaristas que alaba el film, supongo que porque viene bendecido por el máximo pontífice cinéfilo que reside en Cannes, sugiere que cuando vayamos a verla nos olvidemos de nuestro concepto de lo que debe de ser el cine y, por qué no, de todo nuestro bagaje cultural. Yo iría más allá. No sólo debemos desnudar nuestra alma, sino también cogernos una cogorza monumental antes de entrar, para poder soportar, y disfrutar, si es que ello es posible, de dos horas de delirios infumables.
En serio, amigos: soportamos los anuncios de compresas porque son más o menos cortos, y los documentales del origen del universo cuando nos los ponen en el planetario, porque solo duran un cuarto de hora. Los anuncios de seguros de vida son bonitos, aunque causen cierta inquietud. Pero todo ello, junto, alargado hasta el paroxismo, salpicado de retazos entremezclados en el tiempo y en el espacio que no vienen a cuento, aderezados con piezas musicales que en sí mismas son una joya, pero que acompañando a esta demencia pierden su grandeza, conforma una infumable pesadez, que lejos de ser una sinfonía, como dicen algunos, se convierte en un infierno. Sean Penn, uno de los actores, reconoció que no sabía muy bien cuál había sido su papel, y para rematar la faena dijo lo siguiente: “Una narración más convencional hubiese beneficiado a la película sin restarle belleza ni impacto”. Pero claro, se trata de Sean Penn. ¿Qué sabrá ese indeseable de la altura intelectual más exquisita?.

Pretenciosa, lenta, infumable, inentendible (los comentarios a la salida del cine trataban de buscarle explicación a cosas que no la tenían), delirante, deprimente y rancia. Esos son los adjetivos que me provoca la cinta. Las voces en off absurdas y sin contenido parecen más encaminadas a ir soltando frases de Bucay y otros iluminados gurús, que a aportarle algo al argumento. Un gran anuncio de más de dos horas, un eterno tráiler de sí misma, un vergonzoso intento de manipulación de la conciencia del espectador, al que se le pide desde el principio que “se desnude de prejuicios y valores adquiridos para enfrentarse a la obra maestra que está a punto de ver”. En fin, que no merece la pena gastarse para nada el dinero que vale la entrada. Por ese importe se puede comprar uno una buena botella de vino, bebérsela de un trago, y conseguir más o menos el mismo efecto.
Dicen que “La risa es el homenaje que los idiotas rinden al genio”. Ayer debía estar el cine lleno hasta arriba de necios, porque al terminar la película, el público estalló en una sonora carcajada, supongo que como colofón final al suplicio que acabábamos de vivir.

sábado, 23 de enero de 2010

"Nine", de Rob Marshall


Los maléficos lumbreras de siempre ya vaticinan su fracaso en taquilla, basándose simplemente en que en Estados Unidos no termina de arrancar. ¿Cómo espera el consejo de sabios que triunfe en el país de las palomitas una película cuyo espíritu es cien por cien europeo?

Entre otras muchas cosas, el bagaje cinematográfico que llevo a mis espaldas me ha servido para simplificar cada vez más mi acercamiento a los estrenos. No me dejo llevar por nada, ni por las críticas de sesudos expertos que se centran más en la iluminación o en el vestuario que en la historia que se nos cuenta, ni por los comentarios de mentecatos que son incapaces de reconocer que el mundo no gira ni alrededor de ellos ni alrededor de su blog. No. En esta ocasión, podría haberme dejado llevar por ese absurdo comentario que ya han esgrimido unos cuantos eruditos (“un remake del inmortal Fellini. ¿A quién se le ocurre?”), o por la reciente visión de una muestra de cine en estado puro como “Avatar”, pero no, no lo he hecho.

He decidido que la mejor manera de disfrutar de una película, es hacer una especie de cura de humildad. Sentarse en la butaca, dejar de lado nuestros conocimientos, nuestra cultura cinematográfica, nuestra mezquina existencia con ínfulas de renombrado crítico, y disfrutar, simplemente, del espectáculo. Esta noche he sentido verdadera lástima de la chica sentada a mi lado, que miraba la luz de su móvil cada treinta segundos, o del joven que, a la salida, le comentaba a su novia, con tono de “porque yo lo valgo”, que no soportaba esa manía de mezclar imágenes en blanco y negro con imágenes en color. He sentido verdadera lástima, porque me he dado cuenta de que jamás serán capaces de disfrutar de un espectáculo como “Nine”. Los árboles que tienen en la cabeza jamás les permitirán ver el bosque. Es una pena, pero es así. “Nine” no gustará a mucha gente, pero mientras existan unos cuantos que disfruten como lo he hecho yo esta noche, merecerá la pena ir al cine no sólo a comer palomitas.

“Nine” es algo más que un simple homenaje a la película 8 y medio de Fellini. Ni conozco el musical de Broadway, ni me importa. Tampoco conocía el espectáculo en el que Tim Burton basó su “Sweeney Tood”, otra joya de película, y cuando lo vi me defraudó profundamente. “Nine” es una referencia, para los que hemos visto algo de cine, a un montón de películas, tanto de Fellini como de otros directores. “Nine” recuerda en algunos números a “Cabaret”, a “Chicago” y hasta a los anuncios del hombre de Martini. La magistral mezcla de imágenes en blanco y negro con imágenes en color, de la que se quejaba mi vecino espectador, consigue un efecto de cambio temporal perfectamente equilibrado. En algún lugar he leído que Rob Marshal, el director (¿estamos ante el nuevo Bob Fosse?) deslavaza los números musicales aislándolos entre sí, no enfrentando, por ejemplo, a Sofía Loren con Penélope Cruz, como ya hiciera en Chicago. ¿Es eso un error, o una genialidad, al presentarnos a cada una de las mujeres presentes en la vida de Guido Contini como la protagonista de su propio espacio vital, de su propio número musical? Empiezo a estar un poco harto de esos críticos enfermizos, que saltan de alegría cuando descubren una sombra en un mar de luces, como ese simple que escribió que le extrañaba que las flechas de los indígenas de Avatar fueran capaces de romper un cristal de helicóptero americano.

Por favor, dejaos llevar por el espectáculo. Es imposible que el número musical de Saraghina, el personaje interpretado por Fergie, no os ponga la piel de gallina (como me recordaba esta mujer a la Volpina de Amarcord, por cierto) durante toda su duración, o que no disfrutéis con la canción interpretada por Kate Hudson, rodeada de esos “hombres Martini” tan sugerentes. “Nine” ha conseguido incluso el afianzamiento de mi reconciliación con Penélope Cruz, que empezó con “Vicky Cristina Barcelona”, perfecta en su papel de Carla, la voluptuosa amante del disperso director de cine. Su baile y la canción que canta al principio de la película darán sin duda mucho que hablar. La actriz está demostrando que será buena mientras no vuelva a dirigirla Almodóvar.

Muchos fariseos compararán a Daniel Day Lewis con Marcello Mastroianni. Resulta inevitable. Serán incapaces de darse cuenta de que, cada uno con su estilo, han personificado de una manera muy digna al trastornado director de cine obsesionado con las mujeres que han dirigido su vida. “Italia es un país dirigido por hombres a los que manipulan sus mujeres”, proclama con acierto en un momento de la película. Es otra faceta que se puede encontrar el que acuda a verla sin prejuicios, sin equipaje: las frases. Cada una de ellas podría constituir perfectamente un axioma filosófico. Las conversaciones del protagonista con Judi Dench son dignas de figurar en una antología de la relación entre hombres y mujeres. De hecho, al salir he tenido la sensación de que la película es, como ya lo era 8 y medio, un monumento perfecto a la mujer. Daniel Day Lewis camina encorvado por los pasillos de la pensión en la que ha sumergido a Carla, fuma sin darse cuenta de que está fumando, sufre, llora, pide ayuda y muestra su debilidad y fragilidad a cada momento, algo que no hacen las mujeres que forman parte de su vida (salvo Carla en el episodio de la pensión). Nicole Kidman (perfecta. Aunque no sea mi actriz preferida, lo reconozco) y Sofía Loren muestran una entereza absoluta, un dominio de la situación casi completo. Contini, el director, es el centro del Universo, un centro cambiante, variable, en ocasiones fuerte y en ocasiones enfermo, y ellas sus satélites.

La película destila también un marcado carácter mediterráneo. A veces cuesta pensar que se trate de una película americana. El ambiente romano de los años sesenta ha sido retratado a la perfección. El balneario de Anzio despierta en el espectador las ganas de perderse por unos días en un rincón tan decadente y tranquilo como ese. Los paparazzis persiguiendo en moto al director de cine, la recreación de los estudios de ciune de Cineccitá, las vistas de Roma y sus alrededores, o los continuos guiños a películas italianas de la época, conforman un ambiente muy conseguido, que logra retrotraernos a esa época de esplendor.

“Nine”, un verdadero espectáculo que no defraudará ni a los amantes del cine musical, ni a los que disfrutan con esas películas que nos muestran el cine dentro del cine, en este caso con un resultado magistral.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Los unos y los otros, de Claude Lelouch


El corazón me dio un vuelco cuando vi anunciado el pack de Lelouch en el catálogo de la Fnac. ¿Los unos y los otros? ¿Se trataría de aquella serie que vagamente recordaba haber visto, cuando la emitieron por televisión allá por los años ochenta? No podía ser, pensé. Eran tres capítulos de más de una hora, y en el pack se anunciaba como película. Ayer encontré el pack, en la tienda, lo ojeé, vi que se trataba de una película de más de tres horas... y caí en la tentación, claro. Ni siquiera me dolieron los diecinueve euros que salieron de mi bolsillo. Se trataba de “Los unos y los otros”, y de otra película que no conozco, pero que seguramente merecerá también la pena.
“Los unos y los otros”. Varias escenas se me habían grabado como a fuego, para siempre, cuando vi la serie por primera vez. Por encima de todas ellas, la magnífica coreografía que parió Maurice Béjart en los años sesenta para “el bolero de Ravel”, interpretada por Jorge Donn encima de una plataforma redonda roja. No me gusta el ballet, pero esa pieza es otra cosa, que trasciende los sentidos. La película empieza con un aperitivo de ese número, que se desarrolla en toda su magnificencia al final.
“Los unos y los otros” es un auténtico monumento. Un monumento a muchas cosas. A la música (Michel Legrand, el grande), a la tolerancia, a la solidaridad, a la paz, pero sobre todo, a la frágil existencia del ser humano, cuya única forma de inmortalidad parece residir en su perpetuación a través de los hijos. Esa es la clave de una película en ciertos momentos dura, en otros momentos terrible, pero siempre extraordinaria.
La película relata varias historias de personajes de distintos países, relacionados en todos los casos con la música. Ivonne y Simón, una violinista y un pianista, se conocen en un cabaret, y unirán sus vidas para siempre. La Segunda Guerra Mundial y la locura de Hitler les aboca a un campo de concentración, debido a su naturaleza judía. Simon sospecha algo en el mismo tren que les conduce al horror, ata a su hijo con un cinturón y lo deposita, a través del agujero del retrete, y ante el sufrimiento desesperado de la madre, en las vías de una estación francesa, aprovechando una parada del tren. No os podéis imaginar, ni por lo más remoto, lo magistralmente narrado que está el encuentro entre esa madre y su hijo, interpretado por el mismo actor que el padre, muchos años después. Sin histrionismos, con delicadeza, contemplado desde una ventana, y con la música del Bolero como fondo. Creo que pocas veces me he emocionado tanto ante una escena.
Está también la historia de la familia americana, interpretada por James Caan y Geraldine Chaplin. Él es director de una orquesta de jazz, y ella cantante. Probablemente sea la historia más sosa, pero también es de destacar el encuentro que le preparan cuando regresa a casa.
La historia del director de orquesta alemán (¿Karajan? Al parecer, todas las historias están basadas en personajes reales), que tuvo la desgracia de que el Fuhrer le estrechara la mano después de un concierto de piano en 1936, antes de que la locuras se desatase, y de que la fotografía que recogió el acontecimiento fuera utilizada contra él como arma arrojadiza. Resulta impresionante el concierto de este hombre en un enorme teatro de Nueva York, con todas las entradas vendidas... y con dos únicos espectadores, que por cierto eran críticos musicales de revistas del género. El alemán no se arredra ante la sala vacía, y dirige a la orquesta con fuerza y sentimiento. Cuando acaba, del techo del teatro caen copias de la famosa imagen suya con Hitler. Los judíos de Nueva York habían comprado todas las entradas del concierto nada más ponerse a la venta, para boicotearle no asistiendo a su concierto. Una gran historia, que se entrecruza con la de Ivonne cuando llega en un tren de deportados al tiempo que él parte en un tren de prisioneros. La profesionalidad con la que Lelouch aborda este episodio, con infinitos movimientos de cámara en una escena que jamás se corta, resulta impresionante.
Sin embargo, para mi gusto, la mejor historia, la más fascinante, la que más escarba en los sentimientos del espectador, y que es sin embargo probablemente la que menos se desarrolla, es la de la familia rusa, compuesta de Tatiana y Boris Sutovich. ¿Cómo describir la elegancia, la fragilidad de Tatiana? La película comienza con una imagen de la coreografía del Bolero de Béjart, y enlaza enseguida con la imagen de Tatiana. Está compitiendo con otra bailarina para obtener el puesto de bailarina principal del Bolshoi. Las dos mujeres bailan de una forma extraordinaria, pero sólo una se quedará con el puesto. Uno de los jueces no aparta la vista de Tatiana. Sin lugar a dudas es su preferida. El puesto es para la otra, pero Boris, que así se llama el juez, se acerca a Tatiana y la aplaude, al tiempo que se presenta. La escena cambia, y les vemos casándose. ¿Cómo describir el impacto que la Segunda guerra mundial causa en estas personas? No merece la pena intentarlo, Os pongo simplemente las palabras que le escribe Boris a Tatiana desde el frente. La carta es leída por una voz en off mientras observamos la marcha de Boris en una impresionante escena, a través del barro, rodeado de tanques deshechos y oxidados, con el cansancio reflejado en el rostro, probablemente en el transcurso de una retirada. Dejemos hablar a Boris:
“Tatiana, amor mío, un hombre que ha conocido la guerra, jamás podrá declarar otra. Los que las alimentan, los que las provocan, no tienen ni vínculos ni amor. Seguramente esta es su forma de vengarse de la felicidad de los demás. Hace un año, cuando me fui, creía que en algún lugar existiría una explicación para el enfrentamiento de los que se odian. Ahora estoy seguro de que no habrá más que perdedores. Me sostiene el pensamiento de ese primer permiso que nos prometen, para enero de 1943. Espero que hayas vuelto de Stalingrado, donde por lo visto nuestras tropas están haciendo maravillas. Sueño con el momento en que suba las escaleras, para reunirme contigo y con nuestro hijo.
El poeta Simonof está con nosotros. Acaba de escribir algo precioso. Escucha: Si tú me esperas, volveré. Pero espérame intensamente. Espera cuando la lluvia amarilla te lleve la tristeza. Espera cuando la nieve caiga sobre los tejados. Espera cuando triunfe el verano. Espera cuando el pasado se olvide y los demás ya no esperen. Espera cuando, desde países lejanos, ya no llegue el correo. Espera cuando se hayn cansado los que junto a ti esperaban”.
Soberbio, ¿no os parece? Poco después, contemplamos una de esas escenas que se me habían grabado en el cerebro como a buril. Tatiana, ataviada con un colorido traje regional ruso, baila para los soldados, probablemente en las inmediaciones de Stalingrado. Unos pases de ballet con la gracia que la caracterizan. Su naturaleza contrasta profundamente, tanto en color como en movimientos, con los aburridos uniformes y la inmovilidad de los pobres soldados que la contemplan embelesados. Una maravilla de escena, os lo aseguro. Si Tatiana fracasa con el Bolero al principio de la película, su hijo, interpretado por Jorge Donn, el bailarín fetiche de Béjart que desgraciadamente murió de Sida en la década de los noventa, triunfa apoteósicamente al final con la misma pieza. Es en esa escena final cuando las historias se entrecruzan. El director de orquesta es el alemán, los que cantan son los hijos de James Caan y el nieto de Ivonne, el que baila es el hijo de Tatiana...
Esa es, ni más ni menos, la clave de la película. Una clave que nos plantea la voz en off de nuevo, cuando los hijos de los primeros protagonistas, interpretados por los mismos actores que sus padres, coinciden en un tren. Edith, la hija de una colaboracionista, espera a su novio, que no llega. La voz en off habla:
“Qué pasaría si la historia no tuviera imaginación? Veinte años antes, veinte años después, de una guerra mundial a una guerra en Argelia. ¿Qué podía haber cambiado para que Edith no conociera los mismos miedos, las mismas estaciones, los mismos fracasos que su madre? ¿porqué no estaba allí su novio? ¿porqué la continuación es igual que el principio? ¿porqué el principio es como el fin? ¿porqué los hijos son como los padres? ¿porqué el destino se maquilla siempre igual? ¿porqué son siempre los mismos los que se encuentran solos?”.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Primera etapa de Fritz Lang




Me da cierta grima confesarlo, pero tengo que reconocer que el cine de Fritz Lang comenzó a interesarme a partir de un infumable montaje que se hizo en los años ochenta de “Metrópolis”, con escenas coloreadas en tonos chillones y música de Giorgio Moroder con algunas piezas de Queen. Por la razón que fuera, al salir del cine tuve la necesidad de ver la versión original, la buena, la auténtica, algo que conseguí muchos años después, porque “Metrópolis” no era una película que se soliera colocar en cartelera.
“Metrópolis” está basado en una novela de Thea Von Harbou, que participó también en el guión y que era, además, la esposa de Fritz Lang. Nos cuenta la historia de un mundo futurista, en el que los obreros trabajan bajo tierra para que los poderosos puedan disfrutar de la luz del sol. Las escenas de los obreros acudiendo al trabajo o manejando las máquinas que mantienen en su esplendor la superficie, son ciertamente sobrecogedoras. Parece mentira, y eso es precisamente lo que me fascina de ese tipo de cine, que alguien en 1927, con los pocos medios de que se disponía, sea capaz de filmar una obra maestra como “Metrópolis”.
Con el cine mudo me ocurre algo curioso. Mientras estoy viendo una película de esas características, pienso a veces “¿qué hago viendo esto, con los efectos especiales y el sonido envolvente que tienen las películas modernas?”, y si la película no me atrae demasiado, me levanto y me pongo “La guerra de los clones” o “Piratas del Caribe”, por poner un ejemplo. No es el caso de las películas de Fritz Lang. Existen autores de cine mudo que hay que ver porque hay que verlos, pero para mi gusto resultan infumables. No fui capaz, por ejemplo, de terminar de ver “Intolerancia”, del amigo Cecil B de Mille, por ese motivo, porque no aguantaba. Es algo que jamás me ha sucedido con Fritz Lang. Y con algunas de Murnau, otro maestro del que hablaré en otra ocasión.
Hace poco disfruté como un enano con la historia del amigo Sigfrido, las walkirias y los nibelungos. Despertó mi interés un libro de Joseph Roth, que os recomiendo encarecidamente, titulado, “la filial del infierno en la tierra”, compuesto de soberbios artículos escritos antes de que el nazismo mostrara su verdadera cara. En ese libro, el escritor judío pone en tela de juicio la sacrosanta leyenda que emplearon los nazis como seña de identidad, que procedía a su vez de leyendas medievales a las que Wagner convirtió en monumento sonoro. Os confieso que me picó la curiosidad las afirmaciones de Roth, en el sentido de que todos esos héroes de pura raza aria no eran más que unos delincuentes mentirosos y trapaceros. “¿Cómo puede ser esto, si siempre se ha considerado a Sigfrido como un modelo de belleza y honor?”, así que traté de acceder a la leyenda a través de las cuatro óperas de Wagner, que suman un total de quince horas, más o menos.
Ufffff... Amigos, reconozco, no sin cierta vergüenza, que no poseo en absoluto el espíritu operístico necesario para tragarme una ópera de esas características. Admiro a todo aquel que sea capaz de hacerlo, de verdad, pero yo no pude, lo reconozco. Creo que aguanté sólo una hora y media de la primera ópera. ¿Cómo conocer, entonces, la leyenda de los nibelungos?. Descubrí entonces “Los nibelungos”, la película que rodó Fritz Lang en 1924, que si bien es bastante larga (dos partes de más de noventa minutos cada una), se disfruta bastante más y mejor que la ópera de Wagner.
En “Los nibelungos”, Lang hace un refrito, orquestado también por su mujer, Thea Von Harbou, de varias leyendas medievales alemanas, que dan lugar a la leyenda germana por excelencia. Se dice que Lang rodó la película como respuesta a “El nacimiento de una nación”, esa exaltación a las Américas y al Ku Klux Klan que había rodado Griffith en 1915. Lang negó siempre sin embargo esa motivación. Lo que quería en realidad era rodar algo estéticamente bello, más o menos fiel a la leyenda, pero siempre sugerente, y lo consiguió con creces.
La primera parte, la que nos cuenta la historia de Sigfrido, es simplemente magnífica. Con una técnica narrativa que hasta ahora no había percibido en ninguna película muda, se nos cuenta la pelea de Sigfrido con el dragón, su encuentro con los reyes nibelungos, la petición a Gunther, el rey burgundio, de la mano de su hermana Crimilda, la treta de la que se sirbven los dos para conquistar a Brunilda, la reina de Islandia, bastante perjudicada mentalmente por cierto, el encuentro de las dos mujeres en la puerta de la iglesia, que provoca chispas y hace que se desencadene toda la tragedia, y la muerte de Sigfrido a manos de Hagen Tronje, representación absoluta del mal.
La segunda parte es más espesa. Se titula “La venganza de Crimilda”, y trata de eso, de la historia que se monta Crimilda para vengarse de la muerte de Sigfrido. Para ello se casa con Atila, y provoca un encuentro con sus hermanos que acaba en tragedia, con el hijo de Atila muerto y otros sucesos de enorme dramatismo. Lo curioso es que resulta imposible despegar los ojos de la pantalla. “Es muda, y dura más de cuatro horas, pero estoy disfrutando como un enano”, pensaba mientras la veía. Por cierto, amigos, Joseph Roth tenía razón. Toda la historia está basada en robos (a los nibelungos les roba Sigfrido su tesoro sin ningún escrúpulo), en engaños (para que Brunilda se case con Gunther, Sigfrido se pone una capucha que le hace invisible), en asesinatos y en salvajadas varias. Si esa leyenda constituye el ideal de espíritu alemán, que Dios nos pille confesados. No entiendo muy bien porqué la UFA, al frente de la cual se colocó más tarde ese maestro de ceremonias que era Goebbels, permitió que se reflejara tan crudamente esa parte de su ideario legendario.
Quiero hablar para terminar esta entrada de la primera etapa de Fritz Lang de la saga del “Doctor Mabuse”, en especial de la primera parte. El doctor Mabuse es un médico que se disfraza cada dos por tres para robar lo que se le ponga por delante, que se sirve del hipnotismo para eliminar la voluntad de las personas que se cruzan en su camino, y hacerles que bailen al son que él quiera tocar. Es una película también muy dinámica, y con muchos episodios que tienen incluso cierta ironía muy bien llevada. Mabuse es un personaje curioso. Nunca ríe, y siempre parece que le está doliendo algo. Sus esbirros realizan su trabajo de esbirros al milímetro, sin fallos, con eficacia total. Una joya que os recomiendo también. En estos días voy a ver “El testamento del Dr Mabuse”, así que ya os diré algo.
Hoy tenemos el enorme privilegio de contar con tres magníficas acuarelas, tres de esos grandes artistas que colaboran habitualmente en este blog. Juan Valdivia nos deleita con un detallado primer plano de Fritz Lang. Una pintura de auténtico profesional, con esos toques blancos que dotan a la imagen de una fuerza descomunal. Otro tanto se puede decir de la imagen que nos trae Carlos León-Salazar, que con su estilo personal y ya casi inconfundible, ha captado a un joven Fritz Lang en plena faena de rodaje. Carmen, por último, ha conseguido con esa acuarela del robot de “Metrópolis” captar toda la esencia y la inquietud de tan fascinante película.
Gracias otra vez a los tres por vuestras colaboraciones. No me cansaré de deciros que sois los mejores.

viernes, 13 de noviembre de 2009

La ola (Die welle)


Dedicado a mi sobrino Adrian



“La ola” es una película alemana, dirigida por Dennis Gansel, con un argumento sencillo, que va cobrando fuerza a medida que avanza. Ya he comentado bastantes veces que considero en cierto modo aburrido y poco agradable a los ojos en general el cine alemán, pero reconozco que de vez en cuando nos sorprende con auténticas joyas como esta. Porque “la ola”, amigos, es eso, una joya, de esas que te hacen pensar y remueven tus esquemas.


La historia es sencilla. Al profesor Rainer Wenger (interpretado por Jürgen Vogel, un actor al que no conocía, pero que a partir de esta película se ha convertido en uno de mis ídolos) le emplazan para que realice con sus alumnos un trabajo sobre la autocracia. No le gusta el asunto, porque hubiera preferido dar otra materia, pero en la primera clase, cuando sus alumnos le dicen que sería impensable un resurgimiento del nazismo, se le ocurre la idea feliz que constituye el entramado de toda la película.


Todo empieza como un juego, como un ejercicio destinado a entretener a unos alumnos que están a punto de acabar el curso, y que no quieren complicaciones. Rainer les dice que se levanten, que estiren la espalda, y que respiren profundamente. Nada más, sólo eso, pero todos al mismo tiempo. Se propone demostrar que no resulta sencillo sustraerse al atractivo de pertenecer a un grupo, y para mantener cohesionado a ese grupo, lo principal es mantener la disciplina. Una disciplina, la que sea, pero todos por igual. Esa es la clave del éxito que empieza a tener Rainer. Uno de sus alumnos les comentará entusiasmado a sus padres, durante la cena, lo bien que se lo ha pasado ese día en clase, y sobre todo, lo importante que se ha sentido. Es de destacar, y lo considero un acierto del guión, que el padre de ese muchacho pasa de lo que le está contando su hijo, lo que denota probablemente la razón de la debilidad de espíritu del muchacho.


El segundo día de clase, Rainer les hace levantarse, y les pone simplemente a andar en el sitio con paso marcial. Todos al mismo tiempo, eso es lo importante. Poco a poco, el paso se va haciendo más denso, más potente, hasta el punto de hacer temblar el techo de la clase que están dando abajo. Es el comienzo de la identidad de grupo. A lo largo de los días, se van sumando a la clase de Rainer más alumnos, entusiasmados con esa especie de experimento que está haciendo el profesor. El siguiente paso es vestirse todos con la misma ropa, una simple camisa blanca, y establecer un saludo, para reconocerse unos a otros cuando estén fuera del grupo. Estamos asistiendo, sin apenas darnos cuenta, a la creación de un movimiento totalitario, y lo terrible del asunto, lo que me puso los pelos de punta como espectador, es lo fácil que puede resultar llegar a conseguir algo así. Es abominable ser testigo de lo que se puede lograr con un poco de labia, no mucha, y un poco de disciplina. Llegas a la conclusión, viendo la película, de que la disciplina fascina, probablemente sobre todo cuando jamás se ha practicado.


El guión nace de la novela de Morton Rhue, que se basaba a su vez en el experimento que William Ron Jones, un profesor de la universidad de Palo Alto, California, realizó en 1967. Al parecer, el personaje de Rainer está inspirado en ese profesor.


Al buscar nombres para el movimiento, se impone “la ola” por encima de todos los demás. Una ola que arrasa todo a su paso, y que va creciendo, incontenible y decidida. Se van sumando cada vez más alumnos al movimiento. Es curioso, pero no pude evitar pensar que ni siquiera se daban las circunstancias en las que triunfó el nazismo en Alemania. No había paro, ni hambre, ni contubernios judeo masónicos, causas que se esgrimen a veces para intentar justificar lo injustificable. Nada de eso. Los alumnos integrantes de la ola son muchachos privilegiados, pertenecientes a una sociedad opulenta, sin problemas de ningún tipo. ¿Porqué fascina entonces tanto una aberración como la que va tejiendo Rainer?. Porque son jóvenes, y por tanto manipulables. Bueno... No estoy de acuerdo totalmente con eso. Son jóvenes, de acuerdo, pero también son inteligentes, y sobradamente preparados en lo que se refiere a los últimos adelantos informáticos y de cualquier otro tipo. ¿Porqué, entonces?. Esa es la pregunta que late desde el principio, y a la que ni yo ni creo que nadie haya sido capaz todavía de dar una respuesta del todo adecuada.


Es posible que se trate de una necesidad enfermiza de gregarismo. El propio Rainer lo apunta en uno de sus discursos. El individuo por sí sólo no vale nada, es la pertenencia al grupo lo que le protege, lo que le da fuerza. Los integrantes de “la ola” están cada vez más orgullosos de su pertenencia al grupo, y se vuelven insolentes y despectivos con los que no tienen el privilegio de compartir esa enorme dicha.


La película es alucinante, os lo aseguro. La trama va in crescendo, hasta llegar al paroxismo de la escena final en el campo de deportes, que no os voy a contar, por supuesto, porque quiero que veáis la película. Puedo deciros que uno de los aspectos más inquietantes de “la ola” es su relación espacio-tiempo. Considero un acierto de maestro del cine que el director divida la trama en capítulos, nombrando cada uno con el día en el que transcurre. Resulta monstruoso comprobar en qué se convierten los alumnos en el dilatado plazo de... ¡!una semana!!. Como lo oís. Una sola semana es el tiempo necesario para que un líder carismático sea capaz de rodearse de un ejército de fanáticos. Es increíble.


La dedicatoria de esta entrada tiene mucho sentido. Fue mi sobrino Adrian, un joven de diecisiete años, muy parecido a priori a los que protagonizan la película, quien me la recomendó. No me sorprendió que me la recomendara, porque Adrian es un gran aficionado al cine, con criterio de adulto, y se está ganando por méritos propios un puesto de honor en este mundo, sino la forma en que lo hizo. Me contó por encima el argumento, y reflejaba perfectamente la impresión que le había causado, y que fue exactamente la misma que me causó a mí después de verla. “Es increíble, tío. Parece como si de repente se volvieran todos locos”. Adrian fue quien me empujó a verla. Resulta curioso. Es posible que existan dos tipos de jóvenes, los que se dejan manipular, y los que poco a poco han ido adquiriendo un criterio propio, una forma de ser que haría impensable la vuelta a la barbarie que supondría un experimento como el de Rainer, pero a gran escala. Jóvenes que, como Adrian, son capaces de discernir, de elegir la grandeza del individuo frente a la ofuscación y oscuridad de la masa. Jóvenes que, al observarlos en sus comportamientos y actitudes, transmiten cierta tranquilidad, porque saben lo que quieran.


Adrian es de estos, por suerte, pero, ¿qué pasará con los que no son como él?