Probablemente no he sido consciente de lo que ha ocurrido con mi actividad en las redes. No, no he sido consciente de que la última entrada de mi blog la escribí en Agosto, y de que desde el 7 de septiembre no he entrado en Twitter, y de que he tenido muy poca actividad también con wasap, por lo que me dice mi teléfono con su informe semanal.
No, realmente no me había dado cuenta del asunto hasta que
hace un par de días me lo recordó una muy querida amiga, que de hecho también
reapareció en mi wasap después de esos casi tres meses, para comentarme que
había leído mi última entrada, que como ya he dicho era de agosto. Resulta
curiosa la forma en que se altera la consciencia de cada uno cuando sucede algo
inesperado, que nos supera y que nos empuja de un mazazo a sumirnos de repente
en un estado de shock. El 8 de septiembre ocurrió una de esas cosas inesperadas
con una persona que ha significado mucho en mi vida y en mi forma de ser y de
pensar. Sufrió un terrible accidente del que por suerte, a día de hoy, se está
recuperando felizmente. Eso es lo que me ha empujado hoy, animado también por
la conversación con esa querida amiga que reapareció “de entre los vivos”, a
retomar poco a poco la actividad en las redes.
Pensaba que el libro estaba completamente cerrado con esa
persona que sufrió el accidente el día ocho. Casi siempre creemos estar seguros
de nuestros sentimientos hacia los demás, como solemos estar más o menos
seguros de nuestras ideas. Lo que ocurre, lo que te hace la vida de vez en
cuando, y en mi caso no es la primera vez, es demostrarte con un mazazo que esa
seguridad tuya se puede desmoronar en un instante. Me sentía ya muy alejado de
ella, por una discrepancia bastante profunda en lo que se refiere a ideas
políticas, religiosas, morales y vitales. La diferencia de nuestra forma de
pensar derivó en el fin de la relación, y poco a poco el libro se cerró. Esa
diferencia de ideas, tan sólida y tan determinante, se disolvió de un plumazo, “como
lágrimas en la lluvia”, que diría el bueno de Roy Batty, cuando me enteré del
accidente que había sufrido. No existía la política, ni la religión, ni nada
más que la repentina y dolorosa toma de conciencia de lo frágiles que somos los
seres humanos. Durante bastantes días estuvo en la UCI, en coma, y hasta que no
salió de ese estado creo que muchas de las personas que habíamos tenido la
suerte de conocerla estuvimos en estado de shock.
Sentí impotencia, y rabia, y tristeza, mucha tristeza. Sentí
que mis ideas no valían absolutamente nada, que lo que dominaba mi mente era la
intensa toma de conciencia de la fragilidad. Por mucho que quisiéramos no podíamos hacer
absolutamente nada que no fuera desear con todas nuestras fuerzas que se
recuperara cuanto antes, que saliera de ese estado de coma.
Transmitirle de la forma que fuera nuestra energía positiva y rezar, no por
convicción, sino porque ella rezaba. Ahora ya está mucho mejor. Se está
recuperando y muy pronto saldrá del hospital para reunirse de nuevo con los
suyos y retomar su vida.
He llegado al convencimiento de que las ideas políticas,
religiosas, económicas, sociales, etc, no valen nada, absolutamente nada, ante
la inmensa fragilidad del ser humano. Somos frágiles, y cuando tomas conciencia
de ello, curiosamente, se produce la paradoja de que te haces más fuerte,
porque no necesitas amparar tu vida con un escudo político, religioso o social
para sentirte mejor, o más acompañado por otros con esas mismas ideas.
Somos frágiles, no somos dioses, somos incapaces de conseguir que alguien
cambie su vida o su forma de pensar escuchándonos. Seamos realistas: cualquier
día, en cualquier momento, la vida nos va a dar un mazazo, y en ese momento las
ideas pasarán a un segundo plano y nos pondremos en la piel del otro, o para
ser más exactos, SEREMOS el otro.
Puede incluso que tomar conciencia de nuestra propia
fragilidad ayudara a que las cosas fueran bastante mejor. Esa es la otra cara
de la moneda, la fortaleza de la que hablaba antes, esa paradoja que se produce
en el ser humano por su propia naturaleza de ser humano, con sus fallos, sus
taras y su profunda, enorme incapacidad para convertirse en un dios. Despojarse
de las convicciones políticas, económicas y religiosas, y ponerse simplemente
en el lugar del que sufre, o SER el que sufre, convertiría este mundo en algo
bastante más agradable de lo que es ahora. Seríamos mucho más humanos, y nos
preocuparíamos mucho más de los que sufren o pueden sufrir. La pandemia del
COVID se hubiera acabado hace bastante tiempo si en su gestión no primaran las
decisiones políticas, económicas, estadistas y religiosas. En el fondo de
nuestra alma tratamos de esconder nuestra fragilidad bajo una capa muy profunda
de ideas, y es precisamente cuando somos capaces de eliminar esas ideas cuando
alcanzamos a entrever la verdadera grandeza del ser humano.
A casi todos nos gusta que los demás compartan lo que a
nosotros nos resulta agradable. Cuando ves una película que te pone la carne de
gallina, te preocupas por hacerles ver a las personas de tu entorno que se
trata de una gran película. Posiblemente sea esa la razón por la que uno decide
un día escribir: para compartir gustos, ideas, experiencias, simplemente por el
placer de compartir, sabiendo de antemano que algunas personas lo apreciarán y
otras no. También puede ser una razón para escribir tratar de ordenar los
pensamientos, sacarlos de alguna forma al exterior para que no te vuelvan loco.
Durante este tiempo no he escrito en redes, pero sí para mí, como terapia para
eliminar la tristeza que me producía la situación.
El problema surge cuando alguien escribe únicamente para
forrarse, o cuando abre un canal para hacerse influencer, o se mete en política
por un irresistible deseo de poder. Aunque parezca una estupidez, sentimientos
como la codicia, o el ansia de poder no son más que irreprimibles deseos de
convertirse en un dios que ejerza su influencia sobre los demás, y eso es lo
más alejado que se puede estar de ser un ser humano, que es lo verdaderamente
grande e importante.
No, no podemos influir en los demás, y mucho menos, por esa mismo razón, tampoco podemos juzgar a nadie por lo que haga o deje de hacer, por sus ideas o por su forma de ser. Para los delitos ya están los jueces oficiales, para todo lo demás debería estar la conciencia de cada uno, pero nadie es quien para juzgar a nadie.
Da igual lo que se haga, en un sentido o en otro. Da igual
que pretendas ser un dios, o forrarte, o humillar a todo el que puedas en tu
trabajo. Más tarde o más temprano, la vida te da un mazazo, en tus propias
carnes o a través de una persona que te ha dejado una profunda huella en el alma. A menos,
claro está, que tus ideas estén lo suficientemente claras e incrustadas en tu
mente como para que un mazazo sobre alguien de tu entorno, actual o pasado, te
deje completamente indiferente, y antepongas las ideas al dolor que te produce
la situación de esa persona. En ese caso, la verdad es que no sé qué decirte.