domingo, 28 de mayo de 2023

JUSQU´ICI, TOUT VA. LA HONESTIDAD

 

— Hombre, tú por aquí. ¿Qué tal va todo, qué tal el finde?

No le había visto venir. Estaba tan concentrado en el café de media mañana, que ni siquiera cuando se sentó a mi lado noté su presencia.

— Hola Julián. Bien, bien. Ha merecido la pena.

— ¿Has hecho algo especial, o lo de siempre?

Es el tono habitual de Julián, entre irónico y ligeramente hiriente. Hay que quererle como es, a pesar de todo.

— Ya te digo que ha merecido la pena. El viernes vi una película soberbia, de esas que te cambian muchos esquemas.

— ¿Ah, sí? ¿Qué película?

— Jusqu´ici, tout va

Hizo un gesto como de escalofrío inmediato, abriendo mucho los ojos y fingiendo un temblor de sorpresa.

— Ostia, macho, vaya titulito, como para acordarse… ¿Y dónde la viste?

— Donde siempre, en los cines Zoco de Majadahonda. Bueno, donde siempre no, donde siempre desde un tiempo a esta parte.

— Mucho vas tú últimamente a los Zoco. Por algo será, porque lo que es precisamente cerca de esos cines no vives…

Me encojo de hombros

— Voy por varias razones. En primer lugar, porque tardo menos desde mi casa en ir a esos cines, que a los Renoir de Princesa o a los Verdi, por ejemplo, que son los que me gustan. En segundo lugar, porque no es sólo cine. Son eventos, charlas con directores, conciertos de jazz, presentación de varios cortos… Son personas con una inquietud cultural tremenda, que me contagiaron desde el primer momento, y me encuentro muy cómodo allí.

— ¿Y cómo fue meterte a ver esa película precisamente?

Sonrío al acordarme

— Pues precisamente por eso que te digo. Habíamos quedado Pilar y yo para meternos a ver una película, sin habernos decidido entre la de Morgan Freeman o la francesa, cuando me encontré con Jesús, uno de los directivos del Zoco, cargado con una televisión de plasma, y me saludó “Hombre, Félix, ¿qué tal estás?. ¿Vas al evento”. “¿Qué evento?”, le pregunté, y ahí empezó todo. Me contó a grandes rasgos el tema principal, me dijo que después había coloquio con el director, después vino Pilar, se lo conté, nos convencimos los dos mutuamente, y nos metimos a verla. La culpa fue de Jesús, por haber estado en ese momento en ese lugar y cruzarse conmigo.

— Mira, una de esas casualidades que conducen a algo bueno.

— Así es, esa es la verdad.

— Bueno, ¿y de qué va?

— Pues mira, la verdad es que empieza de una manera que me despistó por completo. Una chica bañada con una luz roja intensa, bailando frenéticamente un ritmo muy fuerte. Me recordó a “Titane”.

— ¿”Titane”? No me jodas… Recuerdo que me dijiste que te saliste a media película.

— Sí, es verdad. Será muy buena, pero no me gustó nada. El caso es que ese comienzo no me cuadraba con lo que me había contado Jesús. “Cine dentro del cine”, me había dicho, y ya sabes también que ese subgénero me encanta. “La noche americana”, por ejemplo, es una de mis películas de referencia.

— Sí, lo sé. Y “El crepúsculo de los dioses”, también. Me has dado la brasa con ella varias veces.

— Exacto. Por suerte ese baile dura poco, se trata de una escena que están rodando el director y su equipo. El director, por cierto, y protagonista también de la película, es Francesc Cuéllar, un hombre de treinta años con un talento especial

. Aparece Cuéllar dando unas indicaciones a las que nadie hace caso, y alguien le dice que le está esperando Lola, la actriz principal, para hablar con él. No muy convencido, y estresado porque le queda menos de una hora para rodar los tres planos que tiene que rodar, acude al encuentro con Lola. Después de unas frases corteses, de compromiso, Lola le dice que no está dispuesta a rodar la escena de desnudo que al parecer habían pactado que iba a rodar, y ahí empieza todo.

— Parece interesante. ¿Al final se desnuda?

— Julián, lo que empieza es una conversación de casi una hora. La película es la conversación de Lola y Francesc.

— ¿Una hora de conversación? No me jodas…

— No, no es una hora de conversación. Es una hora de reflexión, de introspección, de un intimismo tan absoluto por parte de los dos, Lola y Francesc, que te repites a ti mismo a cada frase, a cada gesto, a cada giro del guión, que estás asistiendo a algo grande, muy grande. Los dos personajes están tan magistralmente interpretados que no parecen personajes, sino seres humanos reales que están discutiendo delante de ti. Porque discuten, Julián, y hablan de un montón de temas que, por culpa del estrés, o si quieres por culpa del lastre que cada uno nos echamos encima aunque no queramos, tenemos perfectamente olvidados.

— ¿Cómo cuales?

— Pues mira, hablan por ejemplo de ese miedo a la mediocridad, que nos empuja a hacer, y hacer, y hacer por hacer, buscando siempre el reconocimiento de los demás, cuando la mediocridad, y eso es algo que comentó después Francesc en el coloquio, no tiene por qué ser algo directamente a despreciar. Hablan del miedo a decir que no, porque Lola dice que no va a hacer el desnudo, pero tampoco está tan convencida de que su decisión sea la correcta, y apela continuamente al sentido de ser humano de Francesc, cuya única razón a priori para meter ese desnudo en la película era que “molaba”. Poco a poco, frase a frase, Lola consigue que el alma de Francesc se desgarre, y se muestre tal como es, con sus miedos y sus miserias, con sus tristezas y sus alegrías. Y lo consigue porque sabe que en el fondo, muy en el fondo quizá, Francesc no ha podido perder la honestidad que le había demostrado al principio de su carrera, porque los dos llevan mucho tiempo trabajando juntos y se conocen perfectamente. Se puede decir que la película es un canto sublime a la honestidad al hacer las cosas, a no rendirse a lo que se lleva, o a lo que en teoría se debe hacer. A no tenerle miedo a decir que no, porque, tal como dice Lola, “decir que sí te compromete, pero decir que no te define”. Es un canto a la honestidad, y también un canto a la libertad de cada uno para elegir lo que quiere ser en la vida. En el coloquio nos dijo Francesc que tiene un amigo que hace cine comercial y gana dinero, mientras que él se gasta su dinero en hacer el cine que quiere hacer. Es lo que tantas y tantas veces hemos hablado, Julián, la vocación frente a la ambición, la plenitud frente a la banalidad, tener una vida propia frente a tener una vida fabricada por otros. Lo dice también Francesc, con una madurez brutal que no solemos atribuir, muchas veces como en este caso de forma equivocada, a personas de treinta años, “Se cataloga a las personas por su profesión, no por lo que son”. Francesc es director de cine, actor, director de teatro, escritor, filósofo y muchas cosas más de forma vocacional, lo que convierte automáticamente su profesión en su forma de vida, en su vida, en definitiva. Cuando contó la anécdota de su amigo que hace cine comercial, me recordó a Howard Roark.

— Ya. El arquitecto protagonista de “El manantial”. Otra referencia tuya

— Pues sí, porque creo que es así, que el creador de verdad no busca la fama, ni el dinero, ni tan siquiera el reconocimiento. Lo que busca el creador de verdad, y Francesc Cuéllar lo es, y de los buenos, es simplemente crear, y hacer de su creación su vida.

— Vamos, que me la recomiendas.

— Joder, Julián, si después de la brasa que te he dado, todavía dudas, es para matarte. Yo no puedo recomendar películas, sólo te digo que esta película ha hecho que se tambaleen algunas de mis convicciones, si es que me quedaba alguna sin tambalear, y ha consolidado la idea de que siempre se puede descubrir algo interesante. Y mis convicciones se tambalean del mismo modo que se tambalean también las de Lola y Francesc a medida que hablan, porque otra clave importante que tiene la película, en un mundo en el que nadie escucha ni cambia sus convicciones, es que una buena conversación, que apele al lado humano de cada uno, es capaz de hacerte cambiar de idea por muy enraizada que esa idea pueda estar en tu conciencia. En fin, Julián, ya sabes lo que suelo decir en estos casos.

— Ya, ya lo sé. Que debería ser una película de obligada visión.

— Exactamente

lunes, 22 de mayo de 2023

JULIAN VALLE. EL MISTERIO DE LAS COSAS


Lo que ha creado Julián Valle en el espacio OLumen, Claudio Coello 141, no es una exposición al uso. Se vive más bien como un viaje, como una introspección al interior de cada uno, o como una experiencia en la que el tiempo se detiene para mostrarnos la perfecta comunión del artista con la naturaleza y consigo mismo. 

Impone ya desde el principio el espacio, una iglesia desacralizada cuya majestuosidad no se intuye en absoluto desde el exterior, con un magnífico crucifijo enclavado entre tres paramentos de ladrillo oscuro llagueado de blanco, y techos inclinados de madera. Impone también la luz, perfecta, matizada, adaptada por el autor a la obra que ilumina, como formando parte indisoluble del conjunto. Impone, por último, el silencio, que contrasta, y eso es algo que percibes nada más entrar, con el exterior agresivo. 

Sin conocer todavía a Julián, emprendo desde el primer momento un viaje interior, nada más ver la obra de la entrada. El espacio que representa, una oquedad iluminada vislumbrada desde el exterior, me evoca momentos del pasado en el campo, sensaciones casi olvidadas de mis paseos por los parajes de Burgos o Guadalajara, alguna que otra película, aquel día en las Médulas cuando me dejé llevar por el placer de estar allí y tardé veinticuatro horas en regresar a Madrid. 



Antes de la visita guiada me presento a Julián. Mira a los ojos cuando te habla, con una voz suave pero intensa, y sobre todo, algo a lo que no estoy muy acostumbrado, escucha, y escucha con mucha atención, además. Tras unos minutos de cortesía, nos reunimos en corro junto a él, y Julián nos empieza a hablar de su arte, de su vida, más bien, porque su arte es vida, y su vida es arte. 

Una de las primeras cosas que se me quedan grabadas de lo que dice, es el papel que nos otorga a los espectadores. Para Julián, cada espectador crea su propia obra a partir de la suya, su propio viaje a su interior, su propia comunión con la naturaleza. Él no quiere mostrar algo dado por sentado, porque, según sus propias palabras, el arte se expone, no se impone. Es la simbiosis perfecta entre artista y espectador. 

Otra característica que me impresiona es su capacidad de improvisación, unida también a la de observación, que le permite crear un proyecto nuevo y personal a partir de un proyecto encargado. Nos habla de la materia, y de cómo deja que se exprese y le muestre a veces un camino, en su propio lenguaje, en el que probablemente no había reparado a priori. Nos habla de los eremitorios rupestres que se muestran en gran parte de las obras expuestas, a través de acuarelas sobre tela y maquetas, y de la sensación de formar un único ser con la naturaleza cuando los visita. Nos habla de las huellas del pasado visibles, intuidas o sentidas en el presente, y de la impresión que produce una zarza, o unas cuantas hojas muertas, cuando rellenan una antigua tumba al aire libre horadada en la piedra. 

Julián nos habla, y nos habla con sumo respeto, y nos transmite su pasión, ese trabajo, por llamarlo de alguna manera, que realiza de una manera vocacional y sumamente admirable. Un trabajo que más que eso es una vida, una vida propia, y plena. Una vida como debería ser la vida.

El tiempo pasa volando escuchándole, o puede más bien que incluso se detenga, por la agradable comodidad que sentimos los que escuchamos. Escuchamos, sentimos, revivimos aquellos paseos de otoño en las Fragas del Eume, cuando caminaba despacio sobre una cuna de hojas de roble, de orballo, muy parecidas a las que Julián a recubierto de porcelana azul para crear una obra que remueve el alma. 

Y por último, sus cuadernos de campo, que son obras de arte en sí mismos. Un increíble recorrido por la naturaleza con dibujos hechos a veces con elementos naturales, como bayas, higos o madera mojada, y una tipografía cuidada y especial en cada hoja. Algunos de esos dibujos, acaben o no conformando una obra de arte, reflejan perfectamente el placer que estaba sintiendo Julián en aquel momento en aquel lugar.

Parece que durante un tiempo que no hemos sabido o no hemos querido medir, hemos viajado a otro mundo, muy diferente al que solemos vivir, o más bien malvivir, cada día. Ha sido una experiencia inmersiva en el lado probablemente más enigmático de nuestra naturaleza cercana, que nos ha llevado a su vez al rincón más representativo de nuestro propio ser, de nuestra propia alma. 

 Escuchemos a Julián: 

En “El silencio del arte”, Ramón Gaya nos dice que “la obra no es un fin, sino un tránsito”, un lugar de paso. Lo podemos entender también desde la transformación espiritual que acompaña una actividad que desde siempre fue vía de conocimiento. No aspira a un decir, no se le puede añadir nada desde fuera: “el arte no es vestir, sino desnudar”

Una experiencia que no te puedes perder, porque no puedes dejar escapar la profunda huella que va dejar en el camino de tu vida.

viernes, 5 de mayo de 2023

LA CORTA VIDA DEL CORTO

Ocurrió ayer, en los Cines Zoco de Majadahonda, uno de esos pocos lugares que trascienden su propio concepto, en este caso “cine”, para transformarse en algo mucho más importante, más comprometido, más humano. Una pequeña “aldea gala” en la que los que la gobiernan luchan con vocación, y una pasión absoluta por lo que hacen, contra los embistes de una industria que valora más vender palomitas que buen cine. Un lugar vivo en el que se organizan debates, coloquios, conciertos de jazz, encuentros con los directores… Un lugar para personas que viven de lleno su afición a la cultura.

El evento estaba comisariado por dos personas, Beatriz y José Luis, en cuya concisa tarjeta de visita figura el título “Gestoría cultural”, y en letras más pequeñas “gestión, inmersión y difusión”, además de la sugerente frase "persistencia, detalle y alma" que encabeza su página web, https://www.jlbea-gestioncultural.com/ . Consistía en la emisión de cinco cortos, de temática diferente pero unidos por un nexo común: en cada uno de ellos se hacía alusión a un libro, en ocasiones de forma explícita y en otras de una forma más sutil. Tras las primeras explicaciones, en las que ya se intuía el amor por lo que estaban haciendo, se proyectaron los cortos, con un intervalo entre uno y otro de unos diez segundos en el que el público aplaudía

El primero era “The following year”, de Miguel campaña, un inquietante planteamiento de ciencia ficción que atrapa desde el primer momento, con reminiscencias de las historietas que aparecían en los años ochenta en revistas como Totem, Vampus o 1984. El segundo, “Franceska”, de Alberto Cano, propone en clave de animación una visión humorística y transgresora de la historia de Frankestein, de Mary Shelley. La imagen en blanco y negro y el ligero parecido entre este Igor y el interpretado en su día por Marty Feldman me recordaron “El jovencito Frankestein”.

El tercero fue “Lo efímero”, una maravillosa historia de Jorge Muriel, en la que dos hombres, que arrastran un pasado complicado, determinarán su futuro cuando se encuentran durante un fugaz trayecto en un vagón de metro. La fotografía, las interpretaciones, los silencios, la música… Pura poesía. Para mi gusto, el más interesante y cautivador de los cinco. El cuarto, “Adam Peiper”, de Mónica Mateo, nos muestra un futuro distópico en el que la explotación del ser humano por el ser humano sigue siendo el motor económico y político. Por último, “Casitas”, de Javier Marco, que con un punto de infinita tristeza aderezado con sentido del humor, nos sumerge de lleno en una deliciosa oda a la empatía.

Los cortos fueron interesantes, nos cautivaron a todos por completo y nos dejamos llevar por las sugerentes historias que nos contaban, pero lo mejor vino al final, cuando los dos organizadores nos comentaron diversos aspectos de la realización de cada uno de ellos, con anécdotas de rodaje, entresijos del guión, del montaje, etc. Disfrutaban de lo que contaban y lo transmitían con facilidad a los que escuchábamos, lo que supuso que se prolongara la magia del encuentro casi hasta las once de la noche.

Mientras veía los cortos emprendí un viaje al pasado, a aquellos lejanos años ochenta en los que la cultura del corto formaba parte de nuestro ADN. Recordé que antes de cada película se proyectaba siempre un corto, y que aquellos cortos se comentaban a veces con tanta pasión o incluso más que las películas a las que precedían. Aquello desapareció de nuestra cultura, como poco a poco fueron desapareciendo otras muchas cosas.

A nuestra generación se le fueron robando descaradamente un buen número de manifestaciones culturales, y no precisamente en la época dura de la dictadura, sino más bien en plena democracia. Poco a poco los cines de sesión continua fueron cerrando, llevados por la corriente de los bingos. A veces le recito de memoria a mi hijo las salas  que había en mi barrio y le parece algo increíble, impensable hoy en día. También fue cambiando radicalmente el aspecto de los kioskos, escaparate en una época de gran cantidad de publicaciones de todo tipo, comics, revistas de ciencia ficción, etc, que de repente un buen día desaparecieron del panorama cultural, como desaparecieron también los numerosos cine-forum que había en Moncloa, en las facultades, o los conciertos de los colegios mayores, o incluso actualmente los talleres de escritura que promocionaban algunas bibliotecas municipales y que hoy, alegando falta de presupuesto, han pasado a mejor vida.

Nos robaron muchas cosas, y nos hemos dejado robar, y cuando de vez en cuando, como ayer, se te reaviva en el alma la nostalgia de lo perdido, se despierta la tristeza. Al preguntarles a los organizadores la razón por la que ya no se emiten cortos antes de la película, como se hacía antes, comentaron que se trata de una razón puramente económica, porque a las salas les interesa más poner publicidad, que les aporta más ingresos. Por otro lado, la carrera del corto es corta. A las distribuidoras lo único que les interesan son los festivales de cortos, o el ganar algún premio importante. Al parecer, resulta muy complicado ver, por no decir imposible, el corto “Arquitectura emocional”, a pesar de haber ganado el Goya este mismo año. Se trata de un corto que, muy al contrario, debería emitirse incluso en colegios, dada la carga emotiva y de valores que posee, y sin embargo no es así debido al estado del mercado de cortos.

Hace unos días, una persona de un grupo de personas con inquietudes culturales entre las que orgullosamente me encuentro, colgó una entrevista a Johann Hari, en la que venía a decir que nuestro modo de vida frenético y absurdo está acabando con nuestra capacidad de atención. Es algo muy serio, y muy triste, que sin embargo se puede aliviar dependiendo menos del teléfono móvil o de la insistente tentación de hacer varias cosas al mismo tiempo. Añadiría, además, que deberíamos hacer el ejercicio, en la medida de nuestras posibilidades, de intentar recuperar lo que con tanta desvergüenza se nos ha robado sin que apenas opusiéramos resistencia. Yo iría de cabeza, por ejemplo, y con una fidelidad casi religiosa, a un cine en el que en lugar de anuncios emitieran un corto antes de la película. Es necesario primero recuperar la capacidad de atención, y después exigir que se le otorgue a la cultura un trato muy diferente al que se le está dando. Iniciativas tan atractivas como la de los gestores culturales de ayer deberían convertirse en permanentes, ser promocionadas e incentivadas por todo aquel que pudiera hacerlo, porque llegan directamente al alma de quien tiene la suerte de participar en ellas, y alimentar el alma, además de no resultar nada sencillo, tiene la virtud de crear mejores personas.

Una velada muy agradable, y muy de agradecer iniciativas como la de ayer. Bienvenidas sean siempre.

 

viernes, 7 de abril de 2023

LA PIRÁMIDE DE MASLOW Y LA CREATIVIDAD

 


Primero la teoría: Abraham Maslow (1908 ç 1970), psicólogo humanista, buscaba mejorar el desarrollo personal y entender qué hace la gente “feliz”. Entrecomillo lo de feliz porque la definición de lo que significa la felicidad para cada persona ya de por sí me parece algo indefinible. El caso es que su teoría, que se publicó en 1943, nació en forma de pirámide, una pirámide que lo que hace es jerarquizar las necesidades humanas, tal como se muestra en la imagen. Para Maslow, a medida que el ser humano va satisfaciendo las necesidades de la parte baja de la pirámide, que son las básicas, se van desarrollando nuevas necesidades y deseos. Se considera una teoría motivacional porque la persona se tiene que motivar para subir un nivel en la pirámide.

Creo que la imagen es lo suficientemente gráfica como para entenderla fácilmente. Lo primero, la base, es lo primordial, es decir, respirar, comer, tener relaciones sexuales… y la homeostasis, que no es otra cosa que mantener todo esto de una forma constante y equilibrada. Después pasamos a un nivel en el que sentimos seguridad en lo que tenemos, en nuestro trabajo, en nuestra propiedad privada… Una vez conseguido eso, podemos pensar ya en conseguir la amistad, el afecto… Aquí ya empezó a chirriarme el concepto, porque siempre he pensado que este nivel, el tercero, tenía que ser en realidad el segundo. Pero bueno, seguimos subiendo.

Pasamos al cuarto nivel: autorreconocimiento, confianza, respeto, éxito. Lo del éxito no termino de entenderlo, porque creo que ocurre lo mismo que con la felicidad. Son conceptos muy diferentes para cada persona.

En el quinto nivel, la cumbre, aparecen la moralidad, la creatividad, la falta de prejuicios, la resolución de problemas, la aceptación de hechos… las metas del pensamiento humanista, vaya.

Me hablaron de la pirámide de Maslow en una de esas charlas motivacionales que de vez en cuando se encargan de darte en tu empresa. Recuerdo que en aquella charla, en aquel momento, hacía poco tiempo que había pasado por uno de los peores trances de mi vida, la perdida de mi mujer, y si bien escuchar a Emilio Duró (os lo recomiendo) me ayudó mucho en otros sentidos, el tema este de la pirámide me dejó pensando, y mucho, porque no terminaba de verlo, hasta que ayer, viendo el documental “Albert Camus en Menorca”, de Filmin, y habiendo leído hace unos días el libro “Del color de la leche”, de Nell Leyshon, conseguí dar con las razones por las que no me parece válida la tan famosa pirámide.

En primer lugar, creo que es bastante sencillo saltar del primer al segundo nivel, pero muy complicado, para muchísima gente, pasar del segundo. ¿Y por qué ocurre esto? Porque cada vez las personas tienen más inseguridad. Inseguridad de todo tipo. Laboral, económica, afectiva… Y además, curiosamente, a medida que más se tiene, se puede tener también más inseguridad. Esto provoca que se quiera poseer más, en una carrera hacia ninguna parte (la carrera de la rata, de Kiyosaki), que nos empuja a hipotecarnos, a adquirir bienes que nos proporcionen una sensación de felicidad cuando lo que provocan en realidad es una dependencia al consumismo, a comulgar con unas condiciones laborales cada vez más perversas para seguir manteniendo ese hipotéticamente maravilloso nivel de vida que no es otra cosa que nuestra claudicación y nuestro abrazo encantado al materialismo perfecto.

Esa seguridad no llega a alcanzarse porque las “necesidades básicas” cada vez son más numerosas. Muchos se pasan la vida deseando no ya un coche, sino el último modelo de la marca más cara, y para ellos supondrá una frustración si no lo consiguen. Esa hipotética seguridad, que debería valorarse con muchas menos cosas de las que se poseen, no llega nunca, con lo que el paso al tercer nivel no interesa, porque además supone un esfuerzo, y el único esfuerzo que se permite mucha gente es el de acumular lo máximo posible. ¿Cuántas veces hemos escuchado “es que yo no pude estudiar porque me tuve que poner a trabajar muy joven”? Y no me refiero a una época en la que por necesidad puede que fuera verdad que todos los miembros de una familia tuvieran que trabajar para poder sacar a la familia adelante, no. Me refiero a nuestro entorno cercano, a personas que podían haber estudiado y no lo hicieron porque preferían tener un sueldo para salir de noche o comprarse una moto, y sobre todo, no lo hicieron porque suponía un esfuerzo.

El tercer nivel ya he comentado que para mi gusto tendría que ser en realidad el segundo, y el cuarto probablemente sea el que más sentido tiene, porque significa quererse a uno mismo, tan sencillo y tan difícil como eso.

Y llegamos al último nivel. Según Maslow, para que se desarrolle la creatividad, la espontaneidad, la falta de prejuicios o la resolución de problemas, tienes que haber pasado por todos los niveles anteriores. Y es aquí cuando Albert Camus viene a decirnos que no, que ni de coña, que la creatividad puede darse perfectamente en el nivel más bajo.

Camus era pobre. Pero pobre de pasar hambre en su Argelia natal, de tener que trabajar en casa y en otros lugares desde niño. Gracias a la escuela pública y su método de enseñanza consiguió aprender a leer y a escribir. Cuando le concedieron el Premio Nóbel, le agradeció a Louis Germain, su tutor en la infancia, todo lo que le había aportado.

Cuando supe la noticia del premio Nobel, mi primer pensamiento, después de mi madre, fue para usted. Sin usted, sin esa mano afectuosa que tendió al chico pobre que era yo, sin sus enseñanzas y su ejemplo, nada de esto hubiera ocurrido

Camus pone en duda también el concepto de felicidad cuando, además de la terrible vida que llevó con enfermedades continuas, desastres sentimentales y varios intentos de suicidio, nos transmite su inmenso amor a la vida diciéndonos

No hay amor por la vida sin desesperación por la vida

Y ahí, en esa frase, está la clave de todo en mi opinión, y no en la pirámide de Maslow, porque sin seguridad, sin las necesidades básicas cubiertas, sin autorreconocimiento y sin nada de eso, Camus, como otros tantos escritores y artistas a lo largo de la Humanidad, fueron capaces de crear, de donarle al mundo un universo de creatividad y de amor por la vida que no se hubiera dado sin esa desesperación por la vida.

Es el mismo caso de Mary, la protagonista de “Del color de la leche”, que en cuanto aprende a escribir escribe desde la desesperación la historia que quiere que sepamos, su historia. En un mundo de analfabetismo y oscuridad, de personas que viven para trabajar sin otro horizonte, ella surge con una luminosidad brutal, y grita su desesperación con la única intención de que la conozcamos, y esa es la definición perfecta de la creatividad.

No estoy nada seguro, más bien todo lo contrario, de que la creatividad surja de un estado de felicidad. Es más, creo que para que se produzca, tiene que darse esa desesperación por la vida, que unida a un potente amor a la vida les empuja a crear a los que crean. Y creo que dejarse atrapar por esa creatividad de otros nos ayuda a amar la vida como la aman ellos.

 

domingo, 12 de marzo de 2023

COMO NIÑOS

El video lo colgó una persona en el grupo del club de lectura. Se trata de la charla que da un maestro, José Antonio Fernández Bravo, a un grupo de oyentes. Es de esos videos de la serie “Aprendiendo en línea” que está difundiendo BBVA en las redes, seguro que lo podéis encontrar en internet y verlo. No obstante, os dejo por aquí el enlace.

https://www.facebook.com/100063716043247/videos/aprendiendoenl%C3%ADnea-un-maestro-nunca-deja-de-aprender-fuente-bbva/509377791104563/

En su charla, José Antonio nos viene a decir, resumiendo, que a su edad, con su mochila de maestro, todavía sigue aprendiendo de los niños. A medida que le escuchaba había, sin embargo, algo que no me cuadraba, que me chirriaba. Y no era que de vez cuando denominara a los niños con el apelativo “tesoro”, que también, sino algo más profundo. Descubrí qué era cuando dijo una frase que, siendo cierta, me dio la clave:

Muchas veces decimos que no razonan, porque desconocemos la causa por la cual se expresan

Me di cuenta en ese momento. José Antonio habla en el video de los niños a los que da clase, unas veces bien, otras veces riéndose de sus ocurrencias y provocando la risa de sus oyentes. Una veces con respeto, otras con admiración, otras con condescendencia… Pero siempre, y eso es lo que me resultó claro desde casi el principio, desde fuera del concepto de niño. José Antonio aparece, o a mí me lo pareció, como esa persona adulta, que ha sido o se ha hecho adulta en un determinado momento de su vida, dejando en ese momento de ser niño, y que ahora, por alguna extraña circunstancia del destino, o de su vida, ha descubierto que los niños no son tan tontos como parecen, o como a él le parecían cuando dejó de ser un niño. Digamos que José Antonio está volviendo, desde fuera, a recuperar ese alma de niño que en algún momento de su vida se había disipado sin saber muy bien cómo.

Los hay, claro que sí. De hecho, la mayoría de las personas son como José Antonio. Mucha gente confunde la madurez con el hecho de ser adulto, cuando una cosa no tiene nada que ver con la otra. Se puede tener madurez manteniendo siempre ese espíritu. Lo dice muy sabiamente Luis Landero en su libro “El huerto de Emerson”, en su capítulo titulado “El niño y el sabio”:

Un artista, un escritor, un científico, un filósofo, pero también cualquiera que aspire a alcanzar lo mejor de sí mismo, o un buen gustador de la vida, es el que prolonga de algún modo su infancia, y de algún modo su inocencia. Después, con los años, con la observación, con el estudio, cada cual a su modo llegará a ser un poco sabio. Pues bien, el sabio y el niño llegarán a formar un magnífico dúo. ¿Y qué puede aportar el niño al negocio común? Algo esencial para cualquiera que aspire a vivir la vida de primera mano: la intuición y el asombro. La incansable capacidad de asombro. Del asombro nace el conocimiento, como nos indica Platón”.

Siempre me han sorprendido, desde niño, esas personas que presumían de saberlo todo, de estar de vuelta de todo, de ser más adultos, más “mayores” que el resto de sus compañeros. Conozco personas que desde niños querían ser como sus padres, incluso físicamente, y abandonar ese mundo infantil que les correspondía por edad. Ahora también me encuentro con gente a la que ya no le queda nada por aprender, que han perdido esa capacidad de asombro, esa curiosidad infinita que le lleva a uno a seguir disfrutando cuando viaja, cuando se enfrenta con lo desconocido, cuando vive, en una palabra. Me cuesta asimilar esa madurez impostada que en muchos casos lleva a hacer en la vida “lo que hay que hacer, porque es lo que se debe hacer”, que lleva a muchas personas a sumergirse de lleno en una situación de infelicidad, simplemente porque han perdido no sólo esa necesaria prolongación de su infancia, sino también ese punto de rebeldía que tiene el niño ante lo que no le cuadra. Conozco gente “con la vida resuelta”, cuando la vida no se resuelve, sino que le resuelve a uno con los palos que le pega de vez en cuando. Conozco personas que no son capaces de ver que la vida te puede cambiar en un suspiro, y que de no tener esa capacidad de asombro, esa curiosidad insaciable por lo nuevo que te pueda venir, lo vas a pasar fatal por muy maduro que te creas, por muy controlado que creas que lo tienes todo.

El video de José Antonio me ha dado mucho que pensar. Hace pocos días, una persona de ese mismo club de lectura, que creo con una gran vida interior, me preguntó si sabía de dónde me venía una supuesta capacidad de introspección que ella me supone, y que realmente no sé si tengo o al menos no era consciente de que la tenía. Soy consciente de la insaciable curiosidad que tengo y he tenido durante toda mi vida, probablemente heredada de mi padre, que a día de hoy, a mi edad, me sigue impulsando a conocer personas que me puedan aportar conocimientos, sensaciones, sentimientos, alegrías y tristezas. Soy consciente de la capacidad de asombro que me produce todavía a día de hoy tirarme a la piscina por alguien que me parezca interesante, y que el riesgo de que salga mal me importe mucho menos que la oportunidad que posiblemente me hubiera perdido de no haberlo hecho, porque hasta esas cosas que salen mal forman parte de la vida, y te asombran, y te enseñan a seguir tirándote a la piscina las veces que haga falta, porque el problema surgirá, y también soy consciente de ello, cuando se disipe la curiosidad por conocer personas, lugares, momentos memorables, y se me quiten esas ganas de tirarme a la piscina.

Soy consciente, en definitiva, de que mi alma de niño sigue intacta, a pesar de todo lo vivido, de todo lo sufrido, de todas las alegrías y tristezas que he tenido, o precisamente gracias a todo eso. Soy consciente, y eso me asombra, de que mi curiosidad no sólo no disminuye, sino que se hace más potente a medida que pasan los años. Me asombro de mí mismo y me asombran los demás, con sus alegrías, sus tristezas, y su vida, y creo, sinceramente, que ese asombro, y esa curiosidad, son los que mantienen mis ganas de vivir.

Creo que nunca he dejado de aprender, porque nunca he dejado de ser niño, y cuando soy capaz de descubrir, mediante una conversación, o por una sonrisa, o por un repentino brillo de ojos ante una determinada frase, al niño o la niña que se sienta a mi lado, o pasea junto a mí, soy feliz, y me asombro, porque me siento vivo, y me siento entre los míos.

 


 

 

sábado, 21 de enero de 2023

COSAS DE LIBROS. COSAS DEL ALMA


En cada uno de los días de mi vida, desde que tengo uso de razón, en algún momento de la noche me ha arropado un libro. Cada día, desde siempre, incluso en los momentos más tristes y duros, cuando dormía en el sofá de la habitación del hospital en el que estaba ingresada Pilar, con esa extraña sensación de no poder o no querer dormir por si ella necesitaba repentinamente algo. Pues incluso en esas noches, esas muchas noches en ese sofá, en algún momento me arropó un libro. 

Tengo muchas cosas que agradecerle a mi padre. Infinidad de ellas. Podría vivir una vida entera dedicada exclusivamente a agradecerle la forma en que me construyó, los valores que me inculcó, y la libertad de pensamiento y obra que supo transmitirme, no sé todavía, y creo que no lo sabré nunca, si consciente o inconscientemente. Una de esas cosas a agradecer es la encantadora manera con la que consiguió que me interesara por la literatura, por los libros, por los tebeos. Me contaba a su manera el libro que preside esta entrada. Como si fuera un cuento, recorría con su dedo la ruta que siguió Ulises en su viaje, y justo cuando se suponía que iba a llegar a Ítaca, y el Dios Eolo desvió su barco con una tempestad, mi padre decía “mira, parece que va a llegar, ya está llegando, ya va a volver a ver por fin a Penélope y a Telémaco, pero espera… ¡Noooooo…!! ¡¡Eolo está soplando, la tempestad lo aleja!! Y vuelta a empezar”, y señalaba con su dedo justo la curva que estoy señalando yo en la fotografía, dibujada en el interior del libro. En mi recuerdo, ese libro fue el primero, y con ese libro nos pasamos mi padre y yo las horas muertas, leyendo y analizando los dibujos, sufriendo cuando el cíclope Polifemo se come vivos a unos cuantos compañeros de Ulises, y disfrutando cuando Ulises consigue por fin llegar a Ítaca y saluda a su perro Argos y a su fiel criado Eumeo. 

Después vendrían más, muchos más libros. Y tebeos, infinidad de tebeos. De hecho, hubo más tebeos que libros, lo que de alguna manera inquietó a mi padre hasta el punto que un día se las arregló para entrar al patio del colegio en el que yo cursaba, con ocho años, tercero de primaria, y coger por banda a don Jesús, mi profesor, para decirle que su hijo le preocupaba porque leía muchos tebeos. Don Jesús, sin inmutarse, le contestó “que lea tebeos, o libros, es indiferente. Lo importante es que lea”, dejando a mi padre mucho más tranquilo ya para siempre. 

Para mí, ir de visita a casa de mis primos, consistía sobre todo en coger un libro o un tebeo de su librería (mis primos también han sido siempre muy buenos lectores), y aislarme en un sillón leyendo, y rezando para que la visita no terminara antes de que yo acabara mi lectura. Y lo más curioso es que no recuerdo que nadie nunca me recriminara esa especie de insociabilidad congénita. Mis tíos y primos ya parecían tener asumido que nada más llegar iba a sacar de debajo de la cama de mi prima el cajón de madera repleto de tebeos antiguos de Bruguera, tales como Tío Vivo, Pulgarcito o DDT, a dos colores, o los libros gordos de PELÍCULAS de Walt Disney con el lomo blanco con letras doradas en casa de mis otros primos, y me sentaba para devorarlos sin ninguna consideración. 

Recuerdo una charla que Emilio Duró nos regaló a todo el personal de mi empresa. Además de las muchas ideas motivadoras que nos transmitió, se me quedó grabado lo que dijo acerca de las personas más o menos positivas, con más o menos un buen nivel de autoestima, de equilibrio anímico. Dibujó una línea recta en la pizarra, que representaba la trayectoria mental de una persona positiva. De repente bajó la línea en picado. “Aquí aparece un momento fatal, una tragedia, un suceso incontrolado en la vida de nuestra persona positiva, y la moral se va por los suelos, aparece la ansiedad, la depresión, la tristeza. La persona toca fondo, pero por poco tiempo. Nuestra persona, más tarde o más temprano, irá recuperando poco a poco su manera de ser (en ese momento dibujaba con la tiza la línea hacia arriba), hasta alcanzar el mismo nivel de felicidad que tenía antes de la tragedia, del tremendo mazazo que le ha dado la vida. Y siempre, pase lo que pase, y se hunda lo que se hunda, acabará remontando y recuperando ese nivel”. 

Creo que en mi caso siempre se ha cumplido esa regla, y de hecho, se ha vuelto a cumplir. El año pasado, después del verano más feliz y completo de mi vida, que da para otra entrada o incluso para una buena novela, tuve un periodo de cierto bajón, en el que a veces me levantaba con la famosa frase “Buenos días, tristeza”, con una sensación, y me he dado cuenta ahora que por fin he conseguido volver a coger la perspectiva que siempre he tenido sobre mi propia vida, de una ligera pérdida de autoestima, de confianza en mí mismo. Como digo, ni siquiera he sido consciente de ello hasta ahora, y lo soy porque he alcanzado otra vez, como tantas otras veces a lo largo de mi vida, la línea horizontal de mi felicidad. 

Alguien me preguntó, precisamente en ese periodo de cierta pérdida de confianza en mí mismo, si era feliz, y la verdad es que no contesté, o contesté de mala manera. Ahora soy consciente que sí, que soy feliz, y que también era feliz en ese momento, si bien posiblemente debido a la incertidumbre del trabajo era feliz un ocho en una escala de cero a diez, y era feliz porque en algún momento de la noche, durante mi estado de duermevela o en la inconsciencia, un libro me arropaba.

Salvo en esos períodos, normalmente cortos, en los que, por lo que sea, por las circunstancias o los hechos que me rodean, no soy consciente de que soy feliz, el resto del tiempo, como ahora, creo que lo soy plenamente. Hasta en esos momentos ligeramente tristes, sé que más tarde o más temprano volveré a ser el que era, el que he sido siempre. 

¿Y cómo consigo recuperarme más o menos rápido, más o menos bien, más o menos airoso, de esos períodos de tristeza? Hace bastantes años, cuando sucedió lo de Pilar, llegó un momento en que creía que no podía más, en que me costaba un mundo levantarme y afrontar el día a día, y fui a una psicóloga. A la tercera visita me dijo “tienes recursos de sobra para afrontar y superar tu tristeza. No te hace falta un psicólogo”. Salí de allí entre aturdido y relajado. Aturdido porque no era consciente de tener recursos para remontar, y tranquilo porque, si lo decía un profesional, debía de ser verdad. 

Ahora soy más consciente de esos recursos. El año pasado sufrí un mazazo relacionado con el trabajo, y lo superé visitando una exposición de pintura en la Casa de vacas del Retiro. Esa fase de tristeza que he mencionado que tuve a finales del año pasado, relacionada en parte precisamente con el trabajo, la he remontado gracias a mis charlas con Chateaubriand, a compartir las miserias y grandezas de Rafael Chirbes, a comentar con Timandra sus encuentros con Alcibíades, y a la contemplación de la belleza en bastantes, muchas exposiciones. También me han acompañado en mi penar Delibes, Flotats, y los delirantes personajes de Harold Pinter que integran ese “Retorno al hogar” que te deja de todo menos indiferente. He caminado por mis sombras al lado de Kit, y del mismo modo que ella, cuando abandona el fuerte en el que ha muerto Port, su marido, y emprende su aventura con los hombres azules por las arenas del Sáhara. Además de la familia, como siempre, me han arropado los libros. 

No es una fórmula, no es la panacea, no trato de escribir un tratado psicológico para superar la tristeza. Funciona en mi caso, porque lleva funcionando toda mi vida, pero no sé si funciona en otras personas. Lo que sí puedo decir, porque creo que es así, es que no solamente somos lo que leemos, sino que lo que leemos nos ayuda a recuperar el sentido de nuestra vida cuando por alguna razón se desvía. Y si por alguna razón, por alguna extraña circunstancia, perdemos temporalmente esa comunión con la lectura, no debemos preocuparnos, porque algo de todo lo que hayamos leído a lo largo de nuestra vida vendrá a arroparnos cada noche, hasta que recuperemos nuestra verdadera esencia, nuestra verdadera alma.

sábado, 24 de diciembre de 2022

LONDRES, MIES Y EL PRÍNCIPE CARLOS. Presentación COAM 21/12/2022

El miércoles 21 de Diciembre fue un día duro en el trabajo. De hecho, no estaba mentalizado del evento hasta que G, un amigo y vecino con una gran inquietud cultural y literaria, me llamó a las seis de la tarde con la duda de si se tenía que inscribir o no en la página del COAM para poder asistir a la presentación. Fue justo en ese instante cuando empecé a tomar conciencia de lo que me esperaba, cuando dejé de lado los problemas del trabajo para empezar a pensar en el evento. De camino al COAM, de forma precipitada, marqué en el folio que había impreso los párrafos más interesantes, las impresiones que creía que debía contar. Con eso ayudaba también a neutralizar el hipotético nerviosismo que en teoría debería sentir, y que sin embargo, para mí sorpresa, no terminaba de aparecer. A ratos me convencía de que se me iba a ir la voz, o que iba a empezar a sudar, o que iba a soltar una cagada de tal calibre que se iba a arruinar la charla por mi culpa. Nada más salir del metro me compré un paquete de caramelos Halls de los más fuertes y me comí dos de golpe, para neutralizar la hipotética pérdida de voz.

Cuando llegué, me sorprendió la poca actividad en el COAM, la tranquilidad y la penumbra. De hecho, además del vigilante de la entrada, sólo estaba G, terminando de ver la interesante exposición de Molezún, y descubriendo que en una de las vitrinas habían equivocado las etiquetas de dos objetos relacionados con la navegación. Nada más saludarle entraron también mi hermano y mi madre, a la que me hizo mucha ilusión ver, y después de presentarlos subimos al aula 5, justo al lado del auditorio, en la segunda planta. En una mesa en el exterior había dejado ya Sergio unos cuantos libros. El COAM había proyectado una imagen del libro justo detrás de la mesa desde la que íbamos a hablar. El aula 5 me pareció muy cómoda, acogedora, muy adecuada para la presentación, con una luz tenue que infundía calma. Hablábamos casi en susurros, tal era la perfecta acústica del lugar, mejorada también por la ausencia, como ya he dicho, de público en general. Daba la impresión que el COAM había abierto esa tarde exclusivamente para nosotros.

En ese momento sólo estaban Sergio, algunos amigos suyos, y miembros de mi familia, además de G y alguna que otra persona que había acudido por su cuenta. Sergio me presentó a Fernando, arquitecto y vocal del COAM, la persona que le había gestionado la presentación, un hombre muy amable y muy volcado en los temas culturales. A medida que iba llegando más gente, me iba poniendo más nervioso. Al filo de las siete y cuarto nos sentamos por fin para empezar. Fernando nos presentó uno por uno a Dani, el amigo de Sergio que iba a hacer de moderador, a Sergio y a mí. Se hizo el silencio entre el público, que en ese momento ya llenaba el aula, y Dani comenzó su presentación. Le hizo una indicación a Sergio, y Sergio comenzó a hablar.


En aquel momento, justo en ese instante, noté con fuerza que algo muy importante estaba sucediendo en mi interior. Algo que todavía hoy, al escribir estas líneas, me emociono profundamente al recordarlo. 

Al ver, al sentir, el aplomo de Sergio, la comodidad con la que hablaba, la facilidad para expresar lo que le había empujado a emprender con su libro esa aventura, ese viaje, se me escabulló el nerviosismo en el alma, se disipó por completo, para dejar su lugar a la paz, a la comodidad, a la tranquilidad. Fui plenamente consciente en ese momento de que Sergio me estaba transmitiendo directamente su serenidad, su plena confianza en lo que estaba haciendo. Fui plenamente consciente, una vez más, de que de nuevo, como en muchas otras ocasiones en los últimos años, estaba aprendiendo de mi hijo, lo que para mí constituye el máximo orgullo que puede sentir un padre.

Cuando Dani se dirigió a mí para hablar del prólogo, eligió sin duda el párrafo que más me gustó escribir del mismo, ese en el que, mirando a Sergio mientras estudiaba un panel en el RIBA, en Londres, emprendí un viaje al pasado en el que rememoré el principio, el origen de la vocación de Sergio que nos había llevado finalmente hasta ese momento, hasta ese viaje a Londres en el que disfrutamos de nuestra profesión y de otras muchas cosas. Después de leer ese párrafo, Dani me cedió la palabra y hablé tranquilo, sereno, simplemente porque estaba hablando de lo que más me gusta: mi vocación, y la vocación de mi hijo. Y mientras hablaba, y mientras veía que la gente escuchaba, muchos de ellos con una sonrisa, sentí que estábamos viviendo un momento mágico, uno de esos momentos que jamás olvidaremos.

Hablamos también de cine, de "El manantial", de "El nadador". Hablamos de las ciudades que nos gustan, de los lugares mágicos que hemos visitado, de música, de sentimientos, de pasiones, de un sin fin de elementos que probablemente no tengan nada que ver con nuestra pasión, que es el arte y la arquitectura, o quizá sí, porque es posible que sin todos esos elementos nuestra pasión hubiera sido difícilmente alimentada.

Me sentía a veces uno con mi hijo, compartiendo vivencias y conceptos que parecían interesarle al público asistente. Dani llevaba la moderación de una manera magistral, haciendo preguntas y provocando un debate que venía al hilo de la idea que quiere transmitir Sergio con su libro. Hablamos mucho de la vocación (como condena, o salvación, según matizó muy bien Dani), de lo que el libro consigue provocando a cada momento la inquietud del lector, invitándole a seguir las innumerables referencias de libros, películas, mapas de ciudades y hasta música, de la apelación a la libertad de pensamiento de cada uno, o al menos del sentido crítico, para elegir ciudad, para elegir el lugar en que vivimos. Hablamos mucho de la profesión, del papel del arquitecto en todo esto, de la transgresión por un lado, o de la aceptación por otro del camino fácil, academicista y sometido a las corrientes más conservadoras. Hablamos de muchos temas, y leí la referencia a Jacobs que escribe Sergio en el epílogo del libro, en la que el autor invita a pensar por uno mismo.

Jacobs, al final de su ensayo, proponía soluciones específicas para reconectar con ese espacio urbano que las ciudades parecían haber perdido. Al contrario que ella, más osada y directa, lo que pretendo con este epílogo es que penséis en las ciudades en las que vivimos, que penséis en el papel que estáis teniendo en decidir cómo se desarrollan

Porque eso, y no otra cosa, pretende Sergio con su libro. Que cada uno piense por sí mismo, sin dogmas, sin prejuicios, sin pensamientos preconcebidos. Algo, y no me cuesta nada admitirlo, que tanto Sergio como yo llevamos haciendo toda nuestra vida. De ahí, probablemente, nuestra visión vocacional no sólo de la Arquitectura, de nuestra profesión, sino de todo lo que nos rodea.

Alguien nos dijo, después de los aplausos y las felicitaciones, "habéis sabido transmitir perfectamente vuestra pasión por lo que hacéis". Creo que esas palabras son el mejor regalo que me han hecho en mucho tiempo, porque me parece muy complicado transmitir lo que sea, pero también creo que el miércoles, después de los nervios, y además de las palabras, también hubo magia. La magia que supieron desarrollar durante bastante más de una hora, con su simpatía, su entrega, su pasión y su profesionalidad tanto Sergio como su amigo Dani.

El único problema de todo esto es que lo pasamos tan bien, nos sentimos tan a gusto, tan cómodos, tan motivados hablando de lo que nos entusiasma, que ya estamos contando los días, las horas, para hacer la siguiente presentación. Esto no ha hecho más que empezar.

Quiero dedicarle con todo mi cariño, mi admiración y mi agradecimiento esta entrada a Fernando Landecho, arquitecto y vocal del COAM, por todas las facilidades, por su presentación, por su amabilidad, por haber estado atento en todo momento a la charla, y quiero dedicársela porque gracias a personas como él se materializan los sueños de personas como mi hijo.

Y por supuesto, se la dedico también a Dani, gran profesional y mejor persona, porque también aprendí mucho de él el otro día. Con todo mi cariño, mi afecto y mi admiración, Dani, gracias por la magia que supiste desarrollar.