No sé si fue con el Senda 7 o con el 8, aquellos dos enormes libros, con cubiertas duras de color marrón que publicó Anaya para los que, con doce años, estudiábamos BUP allá por 1973. No sé si fueron esos libros, o la pasión que ponía el Mora, nuestro profesor de literatura, pero el caso es que fue entonces cuando se me inoculó en la sangre, en el alma, el vicio de leer. Aquellos fragmentos de "La colmena", "La familia de Pascual Duarte", "La tía Tula", "Niebla" y otros muchos títulos, me empujaron a sumergirme de lleno en la literatura, con un placer al hacerlo que todavía hoy me resulta complicado explicar con palabras.
lunes, 17 de junio de 2024
EL AÑO DE LA SAL, de María Jesús Peregrín
miércoles, 15 de mayo de 2024
CORAZÓN DE ULISES
La primera película que vi fue "Ulises", una producción italiana con Kirk Douglas y Silvana Mangano. Me imagino a mí mismo con los ojos a punto de salirse y la boca abierta, aterrado pero fascinado al mismo tiempo ante la bestialidad de Polifemo, y enamorado de la maga Circe sin sospechar siquiera todavía lo que era el amor. Mi padre estaría a mi lado, contándome de vez en cuando lo que ocurría en la pantalla, como hizo poco tiempo después cuando me regaló el primer libro, la primera joya, "Las aventuras de Ulises", un volumen ilustrado editado por Teide, con tapa dura y brillante que mostraba dos ilustraciones que se quedaron grabadas para siempre en mi alma: la de la paciente Penélope tejiendo aquel tapiz eterno que deshacía por la noche, y la de la nave del héroe surcando los mares con el mismo Ulises erguido en la proa.
Con estas premisas, no es nada
extraño que la filosofía y el humanismo que desprenden "La Iliada",
pero sobre todo "La Odisea", combinados con la forma de ser de
mi padre, tan especial, hayan presidido prácticamente desde niño mi línea de
actuación, mi forma de pensar, de ser y de sentir. Durante toda mi vida he
intentado mantener, muchísimas veces sin conseguirlo, esos ideales de justicia,
nobleza, fortaleza, vocación, aventura, amor al viaje, sobriedad, pasión por lo
que hago, empatía, alegría, emoción y generosidad, a los que añadí la
superación a la adversidad que asimilé cuando otro griego, Zorba, se cruzó en
mi camino. Creo que todas esas virtudes forman en mi naturaleza pequeños
islotes en un mar de dudas y defectos, pero siempre intento tenerlos presentes
a la hora de reflexionar sobre lo que se me plantee.
Cuando cumplí cincuenta años, un
amigo del colegio me regaló "Corazón de Ulises", de Javier
Reverte, que cuenta el viaje que realizó el autor a la Grecia actual,
rememorando con su especial manera de narrar los acontecimientos y mitos de la
Grecia clásica. Lo devoré en tres días, porque me resultaba imposible
dejar de leerlo. Lo estrujé literalmente, tomé notas, lo dejaba un momento para cerrar los ojos, y saborear y
reflexionar con la lectura de un determinado pasaje... Cuando lo terminé,
compré otro ejemplar, porque el mío estaba destrozado, y se lo regalé a mi
padre. Él también lo leyó sin poder parar. Le encantó, y estuvimos una buena
temporada comentándolo. En una ocasión, mientras hablábamos de un capítulo, percibí en mi padre exactamente el mismo entusiasmo que había sentido yo de niño
cuando le contaba algo que me había impactado del libro infantil. De alguna
manera, mi padre era yo, y yo era mi padre, en una especie de círculo que se
cerraba fuera del tiempo y del espacio. Le devolví con el libro de Javier
Reverte toda la infancia que me había regalado, y fue una sensación tan intensa
que todavía la recuerdo como si hubiera sucedido ayer.
Siempre he intentado encontrar en
mi interior esas virtudes de las que os hablaba antes, ese espíritu de Ulises,
y tengo que confesar que tanto mi padre como yo las habíamos asimilado desde casi
el principio como algo masculino. Al mismo tiempo que en mí, lo buscaba en
otras personas, y lo cierto es que las pocas, las escasísimas veces que lo he
encontrado, ha sido en mujeres. La primera, mi mujer, la madre de mi hijo. La
segunda, una prima a la que le dediqué una entrada ("ESPECIALES", del
26 de septiembre de 2021).
La semana pasada, encontré “Corazón
de Ulises” en una de las numerosas librerías de la casa de una amiga, gran
lectora. El mismo libro, la misma edición, el mismo formato. Y no me sorprendió
nada, porque ella, mi amiga, es la tercera persona en la que he encontrado ese
espíritu de Ulises.
La conocí hace apenas un año, pero
la conexión fue tan fuerte, tan directa, que los dos tenemos la sensación de conocernos de toda la vida. Esta mujer ha estado trabajando en las zonas más
deprimidas del planeta con diferentes organizaciones, ayudando a los más
necesitados y llevando a cabo obras y proyectos destinados siempre a paliar
parte de la miseria de países subdesarrollados. A finales del año pasado sufrió
un ictus que le dejó paralizado el lado derecho. Después de un periodo de
recuperación, ahora vive en su casa, donde fui a visitarla.
El espíritu de Ulises de mi amiga
se refleja en su mirada, en su sonrisa, en su sentido del humor, pero también
en su fuerza, en su tremenda determinación a vivir en su casa lo que le quede
de vida, valiéndose por sí misma. Durante los dos días y medio que estuve con
ella recorrimos los alrededores, cocinó con la mano izquierda, ensayamos los
desplazamientos en su nueva silla de baterías, fuimos al cine, nos reímos hasta
perder las fuerzas y casi caernos al suelo, hablamos de viajes y proyectos futuros, de lo
divino y de lo humano, nos peleamos, discutimos sobre libros y nos contamos
nuestra vida, en colores y en blanco y negro.
El espíritu de Ulises de mi amiga
se refleja en su hospitalidad, en su generosidad, en su empatía, en la forma en
que saluda a todo el mundo y en la que la que todo el mundo la saluda a ella,
en su intolerancia ante las injusticias, sean del tamaño que sean, en su
tremendo sentido de la Humanidad, de amor al oprimido, y de resistencia frente
al opresor.
El espíritu de Ulises de mi amiga
se refleja, en definitiva, en la inmensa cantidad de espíritu de Ulises que regala a quien está a su lado, infinitamente superior a la que he podido
aportarle yo.
Viví con mi mujer, una persona muy especial, y
la perdí. Pensaba que mi búsqueda, que había comenzado mucho tiempo atrás,
terminó cuando la conocí, y sin embargo se revitalizó un tiempo después de que
ella se fuera. De alguna manera, cuando encuentro a alguien como mi amiga,
siento como si recuperara esa sensación de plenitud humana que viví con ella.
Reconforta buscar, conocer nuevas personas, conversar, reír, sentir y llorar
con ellas, porque cuando se establece ese lazo especial de amistad, muchas
veces más intenso y potente que cualquier otra relación sentimental, parece
como si resurgiera de mis cenizas, de mi propia memoria. A veces me veo a mí
mismo como aquel vampiro de la multitud de Edgar Allan Poe, que deambulaba
nervioso entre los grupos de personas que se formaban a la salida de teatros y
restaurantes en la noche de Londres para absorber su energía, su esencia. En nuestro caso no se trata de una absorción, sino del intercambio de
energía humana, de emociones y de sentimientos de una manera que me enriquece a
mí, y que quiero pensar que enriquece a la otra persona.
Merece la pena la búsqueda, merece la pena el encuentro, merece la pena el viaje, y establecer la conexión con quien esté abierto a establecerla, por supuesto. Merece la pena conocer personas tan interesantes y especiales como algunas de las que forman ese grupo de lectura en el que me introdujo mi prima, y merecerá la pena, con toda seguridad, conocer a otras personas, en otros lugares, en otros entornos y en otros momentos, y continuar con esa búsqueda, que no es otra cosa que un viaje por el alma humana que comenzó de lleno cuando abrí por primera vez aquel libro que me regaló mi padre, con toda la ilusión indestructible de aquel niño que todavía vive en mí.
domingo, 21 de abril de 2024
EL ABISMO DEL OLVIDO, de Paco Roca y Rodrigo Terrasa
A veces os he pedido, a los que leéis estas entradas, que hagáis un esfuerzo suplementario antes de empezar a leer. Normalmente ese esfuerzo consiste en olvidar por un momento la ideología, la religión, los prejuicios, las ideas, más o menos enquistadas o no, más o menos objetivas o no, que podamos tener cada uno sobre un determinado tema. En este caso, he tardado bastante tiempo en hacer ese ejercicio. Más de un mes, de hecho. Compré el libro y lo dejé en la mesa, esperando, pendiente, silencioso, pero con un silencio atronador que me llamaba cada día. Por un lado me apetecía abalanzarme sobre él, devorarlo, disfrutarlo con el sufrimiento que casi con toda seguridad me iba a causar. Por otro, tenía miedo. Miedo a enfrentarme a mis miedos, miedo a tener que odiar, miedo a remover espinas que llevo tan clavadas en el alma, que al hacerlo se podría provocar una herida mortal.
A medida que avanzaba en la lectura se iba diluyendo la hipotética dureza del asunto, para transformarse poco a poco en un potente y entrañable canto a la condición humana en estado puro, despojada de miedos, prejuicios, creencias y tabúes. Al cerrar el libro, cuando ya casi estaba amaneciendo. me quedó esa sensación de haber vivido una experiencia inolvidable, enriquecedora, y sobre todo, como ya creo que he dejado claro, profundamente humana.
lunes, 8 de abril de 2024
TODOS MIS AYERES. AUTOBIOGRAFÍA DE EDWARD G ROBINSON
Triste, porque lo he terminado. Feliz, porque lo he vivido.
Creo que esta
reflexión resume perfectamente lo que sentí anoche cuando leí la última frase,
soberbia, de "Todos mis ayeres, una autobiografía", escrito por
Leonard Spigelgass a través de los testimonios directos de Edward G Robinson, y
traducido magistralmente por Ananda Segarra. Esa frase pertenece a un discurso
del actor, un alegato final impresionante, que se lee manteniendo la emoción a
flor de piel, en el que se refleja perfectamente su inmenso amor a la
profesión, que para él era sin duda lo más importante de su vida.
Compré el
libro a primeros de marzo. No sé si habéis visto "Chocolat", con ese
alcalde puñetero interpretado por Alfred Molina, que mira de vez en cuando de
reojo y con mirada golosa los pasteles expuestos en el local de Juliette
Binoche, hasta que no puede más y se pega la gran comilona. Pues algo muy
parecido me ocurrió a mí con "Todos mis ayeres". Lo puse en cola,
después de un libro que me tenía que leer para un club de lectura, y de uno de
Landero, el último, del que llevaba un par de capítulos. Cada noche, al dejar a
Landero, veía a Edward, con esa mirada entre sonriente y displicente, con el
puro en una mano, y la otra apoyada en una repisa sobre la que había un objeto
de arte de los que tanto le gustaban. "Tienes que esperar un poco, amigo",
le decía, y él afirmaba sonriendo. A la tercera noche ya no sonreía. Me
chistaba, interrumpiendo mi lectura, y me decía con su voz peculiar "deja
ese bodrio. Te estoy esperando". "No es un bodrio, es una joya".
"Hasta que no te metas aquí no vas a saber lo que es una joya".
Pasaron varios días, y al final, cuando llegó un momento en el que no me
concentraba en el Landero, y me pareció que Edward estaba a punto de sacar una
pistola de algún rincón de su elegante chaqueta roja, dejé lo que estaba
leyendo y me zambullí de lleno en "Todos mis ayeres". Me ha pasado
eso otras veces, que un libro se cruzara en mi camino y tuviera que dejar lo
que fuera para ponerme con él, pero creo que nunca con tanta fuerza como con
este. Tenía razón Edward en abroncarme, el libro es una joya.
Lo empecé el
catorce de marzo, y lo terminé ayer. Han sido veinticinco días no sólo de
lectura intensa, probablemente la más intensa que haya tenido nunca, sino de
búsqueda, de análisis, de visionado de películas... Porque "Todos mis
ayeres" no es sólo una autobiografía, un libro de memorias lleno de
anécdotas jugosas, que también, pero no sólo eso. El libro refleja la
trayectoria vital, el viaje lleno de altibajos, tragedias, éxitos y fracasos de
una persona que, saliendo de una situación prácticamente en la miseria de su
Rumanía natal, alcanzó la cumbre en los Estados Unidos.
Resulta
imposible leer el libro sin indagar y buscar las innumerables referencias a
obras de arte que contiene. El actor fue probablemente el coleccionista más
importante de su país, y el libro nos relata esa faceta suya, sus incontenibles
deseos de comprar cuando veía algo que le gustara, normalmente de la época
impresionista, o el placer que sentía al colgar sus cuadros en su casa de
Beverly Hills. Observando los cuadros que le atraían, desde las primeras
referencias a obras que reflejaban esa Nueva York neblinosa y sombría que tanto
le impresionó a su llegada desde Rumanía, creo haber detectado un gusto por lo
melancólico, lo sobrio, colores discretos, una madurez en los temas que
probablemente fuera fiel reflejo de su carácter.
Hay que
destacar también las continuas referencias a libros, a obras de teatro, a
autores, a directores... También me ha resultado imposible no interrumpir la
lectura de vez en cuando para ver alguna de las películas interpretadas por él,
muchas de ellas desconocidas para mí, y todas ellas interesantes.
Edward G
Robinson era un actor, pero también era un coleccionista de arte, un mecenas,
una persona comprometida con las causas que consideraba justas, muy generoso y
empático, y me ha resultado una sorpresa muy agradable descubrir también que
todo ello lo asimilaba y difundía con un sentido del humor muy especial.
Resulta muy sencillo dejarse impregnar por su tremendo humanismo, procedente
sin duda de la dureza de sus comienzos, y que le convirtieron en ese hombre del
Renacimiento adaptado a la modernidad, e incluso muy adelantado a su tiempo.
Resulta
sorprendente también su visión política, tan actual, tan aguda, tan
comprometida con todo lo que pueda aliviar al ser humano. En este sentido ha
resultado un gran placer leer todo lo relativo a la época de la caza de brujas,
en la que debido a sus ideas políticas tuvo un especial protagonismo. Edward es
capaz. con su forma de contar, de transmitirnos su tristeza, la decepción y el
desasosiego que le produjo una situación absurda, fruto del miedo y de la
sinrazón, que estuvo a punto de acabar con Hollywood por una perversa
manipulación de las conciencias. No me resisto a copiar aquí unas frases suyas,
llenas de impotencia, de razón y de dolor, que me han parecido además
perfectamente extrapolables a la realidad actual:
"¿Cómo se
atreven a sugerir que sólo los comunistas se preocupan por las víctimas de los
nazis, por los negros, por los okies, por la discriminación, por Sacco y
Vamzetti?... ¿Cómo se atreven a sugerir que preocuparse honestamente por la
humanidad, es sinónimo de comunismo?".
El libro se
lee de una manera cómoda, ligera, amena. La traducción de Ananda Segarra es
perfecta, y aunque ella probablemente lo niegue, se trasluce al leer la pasión,
pero sobre todo el amor que ha volcado en ella. Ananda también ha
contribuido mucho a convertir en placer la lectura, al compartir en redes su
entusiasmo por el actor, colgando fotografías, vídeos, anécdotas, y hasta
una curiosa publicidad relacionada con la última película protagonizada por
Edward. Ha sido un placer, y seguirá siéndolo sin duda, ampliar el inmenso
legado que ya de por sí nos proporciona el libro, con las generosas y continuas
aportaciones de Ananda.
Al principio
dije que lo había cerrado, pero no, creo que me he equivocado, porque
"Todos mis ayeres" es uno de esos libros, pocos, que pasan a formar
parte de nuestro bagaje, de nuestra mochila de vida, que permanecen y van a
permanecer para siempre abiertos en nuestro corazón.
jueves, 7 de marzo de 2024
EL POR QUÉ DE TODO ESTO
Preguntas, preguntas, a veces sin respuesta, en ocasiones
retóricas, necesarias cuando el ánimo flaquea y me paso una buena temporada sin
escribir nada, sin sentir esa necesidad de transmitir. Es en esas ocasiones
cuando sigo escribiendo, pero no para compartir en redes, sino por el simple
placer de hacerlo. Placer entre comillas, porque no sé si es muy justo llamar
placer a algo que es más bien una necesidad, una adicción, o como diría un
poeta del romanticismo, un castigo divino.
Desde que empecé con el blog, en Diciembre de 2007, mucha
gente me ha hecho a veces esa pregunta, y lo cierto es que nunca he tenido
clara la respuesta, porque las razones por las que lo hago han ido cambiando
desde entonces, del mismo modo que cambia nuestra forma de pensar, nuestra
naturaleza, nuestra alma. En aquel momento suponía una válvula de escape ante
una situación familiar delicada y muy intensa, en la que pasábamos en un
instante de la euforia más desatada a momentos de bajón, que nos parecían
infranqueables hasta que aparecían otros peores. Vivíamos en una montaña rusa,
pendientes de resultados médicos, de síntomas, de novedades, y el blog me
ayudaba a sobrellevar todo eso, como una especie de terapia, de desconexión de
la dura realidad, aunque sólo fuera durante el tiempo que empleaba en escribir la
entrada. Ya por aquel entonces escribía sobre películas, sobre directores de
cine, con unas ilustraciones que me enviaba un magnífico acuarelista, Juan Valdivia.
El blog no estaba separado por temas, como ahora. Se mezclaba el pensamiento
con los comentarios de películas. Hubo muchas lagunas temporales, sobre todo a
partir de Agosto de 2008, en la que publiqué una entrada sobre el accidente en
Barajas de Spanair, y no volví a retomarlo hasta febrero del año siguiente.
Después, en el 2014, hubo un vacío de casi cinco años, hasta el 2019, y desde
entonces hasta ahora, con mayor o menor frecuencia y con algunos cambios
sustanciales, he seguido dando la paliza con mis cosas.
Algunas personas de mi entorno han aventurado las razones
por las que ellos suponen que alguien puede decidirse a exponer ante los demás
sus ideas. Todos ellos reflexionaban sobre ello casi siempre en primera persona, “yo no necesito que me aplaudan”, “yo no necesito escribir para forrarme”,
“ni necesito ni me gusta caer bien a la gente”, como dando a entender, de una
manera implícita, o incluso explícita, que esas son las razones para hacer lo
que hago, extrapolando de esa manera hacia mí los motivos por los que
probablemente ellos lo harían.
No, lo cierto es que no son esas las razones. Creo que hace
ya mucho tiempo que perdí la necesidad de caer bien a la gente. De hecho es
algo que no me importa porque no espero nada de nadie. El no tener expectativas
te da, o al menos en mi caso creo que es así, la facilidad para mostrarte tal
como eres, porque no necesitas estar fingiendo, ni crearte un “yo” que no eres,
para cautivar al prójimo. Me dan mucha lástima las personas que viven una vida
en la realidad, y otra muy distinta en redes, más atractiva, más interesante,
pero también mucho más superficial, y sobre todo falsa. No, no es el caso, no
es mi caso. Por otro lado, alguien me dijo también que mostrarte como eres te
hace más vulnerable, te pueden hacer daño con facilidad. La verdad es que, al
no tener expectativas de nadie, es muy difícil también que nadie te haga daño.
No me cuesta nada escribir sobre lo que pienso, sobre lo que soy, sobre lo que
siento ante un determinado suceso, ya sea algo triste o alegre. Escribir sobre
eso, y esa sí es una de las razones por las que lo hago, me ayuda de alguna
manera a sobrellevarlo, a asimilarlo y digerirlo de una manera más tranquila
que si no lo plasmo en el papel. Es un tópico que se utiliza mucho para hablar
sobre los que escriben, pero en mi caso es verdad que el traspasar al papel los problemas me ayuda a que se queden ahí, y no en la cabeza.
Tampoco escribo para forrarme, por supuesto. No nos
engañemos, nadie en su sano juicio escribe para forrarse. Hace poco escuché a
Landero en una entrevista hablar sobre este punto. “Si escribes para forrarte,
lo mejor es que dejes de hacerlo, porque aunque sólo sea por estadística, no
vas a llegar a nada. Pero si lo haces porque no puedes dejar de escribir,
porque para ti es como una necesidad casi física, sigue escribiendo”. En sus
mejores momentos, este blog era leído por setecientas, ochocientas personas
como mucho. Al retomarlo en 2019, esa cifra pegó un bajón terrible, entre otras razones porque había abandonado Facebook por salud mental, y ahora es
muy raro que una entrada sea leída por más de cien personas. No, no me voy a
forrar escribiendo, eso lo tengo muy claro, como también tengo claro que de
hecho no he hecho nunca nada en la vida para forrarme, más que nada porque ni
valgo para eso ni me interesa.
Es curioso. Parece mentira que una simple charla despierte
un recuerdo, y que ese recuerdo, a su vez, arrastre de otros recuerdos
similares, como si una vez liberado, sacado del abismo de la memoria, tirara
cuerdas invisibles para que se liberen sus compañeros. Aquella charla con
Ananda me trajo a mi padre, y recordé otra vez, como si hubiera ocurrido ayer,
la tarde en que me llevó entusiasmado al cine a ver “Ulises”, con Kirk Douglas,
en una de aquellas sesiones dobles de cine de barrio que, por supuesto,
repetimos en otras muchas ocasiones. Recuerdo también cuando me contaba, con los ojos brillantes, escenas
de películas que después, cuando las veía en pantalla, me parecían más
aburridas que la versión que me había escenificado mi padre. La escena que precisamente Edward G. Robinson protagoniza “Seis destinos” me la sabía de
memoria cuando la vi, porque me la había contado.
Le ocurría lo mismo con la literatura, con la música, con
todo. Su coletilla era siempre la misma: “Tenéis que escuchar esto”, “tenéis
que leer este artículo”, “no os podéis perder esta película”. Gracias a ese
mantra, en mi casa sonaba “Carmen” a todo trapo y a todas horas, se veían
muchas películas en blanco y negro en la 2 de Televisión española, y se leían
libros, tebeos y todo lo que cayera en nuestras manos. ¿Cómo iba yo a conocer
si no a Flash Gordon, al Principe Valiente o al Hombre enmascarado cuando sus
aventuras empezaron a ser publicadas por Buru Lan, si no hubiera sido porque mi
padre me había hablado antes miles de veces de ellos?
Y esa es la razón, el porqué de todo esto. La charla sobre Edward G. Robinson me trajo a la memoria a mi padre, y a su gran pasión por compartir lo que le gustaba. Ese es el motivo, y ayer lo comentaba con una buena amiga: el deseo de compartir.
No sé si una pasión se puede inocular, o viene ya de serie en el ADN, pero
en mi caso ha sido así prácticamente desde niño. Me ocurre exactamente lo mismo que a mi padre cuando
veo algo que me gusta. Me encantaría que lo viera todo el mundo, y por eso lo comparto
por medio de este medio. A pesar que muchos dicen que mi criterio no es fiable,
porque me gusta todo (y no es que me guste todo, sino que siempre encuentro
algo positivo e interesante), creo que seguiré escribiendo cuando me encuentre
con algo sobre lo que merezca la pena escribir, y con que tres o cuatro
personas de las que leen esto me digan que lo que he escrito les ha motivado
para ver una determinada exposición o una película, me daré por más que
satisfecho.
Lo que más me apena de todo esto es que en la época de mi
padre no existieran los medios que tenemos ahora para expresarnos. Habría
reventado Blogger con sus recomendaciones, ya lo creo…
lunes, 26 de febrero de 2024
EL CRACK CERO, EL BARSA, Y LA MADRE DE LANZANI
Probablemente se trate de la mejor escena que he visto en mucho tiempo. No creo que haga spoiler contándola. Se trata de la llamada telefónica que le hace la madre al personaje que interpreta Peter Lanzani en ARGENTINA 1985. Ella, miembro de una familia muy bien acomodada, con militares y personajes ilustres en su seno, y que hasta ese momento le ha estado recriminando a su hijo la postura que ha adoptado como abogado, acusando a los militares y saliéndose con ello de esa esfera social a la que pertenece, llora literalmente por teléfono cuando, una vez que se han constatado los hechos, los crímenes de la dictadura militar, reconoce, admite y asimila que aquellos hechos fueron ciertos, y le anima a su hijo a seguir adelante. Me impactó por dos razones: porque es ella la que toma la iniciativa de llamar a su hijo, y porque reconociendo el absoluto mal que han hecho los suyos, lo rechaza. Su lado humano puede más que sus ideas, que su lado político. No quiere que ese crimen, que han cometido los suyos, quede impune. Es un gesto que implica determinación, empatía, inteligencia, valentía, criterio, resignación ante la podredumbre de lo propio, y eso duele. Tiene que doler, me imagino. Como tiene que doler el hecho de reconocer que tu rival en el campo ha jugado mucho mejor que tú, y celebrarlo además aplaudiendo en el estadio.
Eso sucedió en el Bernabeu, el 19 de Noviembre de 2005,
cuando el Barsa ganó al Madrid por tres goles a cero. Hacia el final, cuando ya
mucha gente abandonaba su asiento tirando la localidad al suelo, un espectador
madridista se puso en pie de repente y empezó a aplaudir. Su gesto de
nobleza y de reconocimiento fue rápidamente imitado por una gran cantidad de personas
que se fueron sumando al aplauso. Fue algo grande, hermoso. No soy futbolero,
pero reconozco que me encantó, porque es algo que no suele darse ni en el mundo
del fútbol, ni probablemente en ninguno de los mundos que nos rodean. Es algo
que, cuando se produce, refleja de inmediato la grandeza del ser humano por
encima de todas las cosas, las simpatías o las ideas de cada uno.
Por último, en EL CRACK CERO, Germán Areta, personaje
magistralmente interpretado por Carlos Santos, dice lo siguiente: “También decía
mi padre que cuando un crimen queda impune, eso que llamamos el mundo, la
sociedad, o la vida, lo acusa, y se vuelve un poco peor”.
Resulta muy complicado reconocer el error, la culpa, la
responsabilidad ante lo que alguien de nuestro entorno, de nuestro equipo, de
nuestra ideología política, ha hecho mal. Creo que debe ser algo relacionado
con nuestra educación, con nuestra forma de ver las cosas. Estamos
acostumbrados a un cierto fatalismo que nos dice, cuando ocurre algo así, un
caso de corrupción, que el crimen va a quedar impune, como de hecho sucede, y
ha venido sucediendo, durante muchos años. Siglos de resignación, e incluso, ¿por
qué no decirlo?, de cierta admiración hacia el crimen en general, y ante el
robo de bienes públicos en particular. No, es verdad, les cuesta admitirlo, y
cuando finalmente no les que queda más remedio que asumir que la han cagado, se
escudan en un mantra surrealista, ese “y tú más”, que ya resultaba
triste y patético cuando lo lloriqueábamos en el patio del colegio, señalando
al compañero, si nos regañaban por algo. Ese “y tú más” es lo que más daño
hace, porque da comienzo con su presencia a una sarta de acusaciones de unos
contra otros, jaleadas incluso por unos simpatizantes que lo que deberían hacer
es exigir que se devolviera lo robado y que se metiera en la cárcel a los
ladrones, y no apoyar hasta la muerte a los que en teoría tienen sus mismas
ideas.
No, no reconocen la culpa, y no existen en su entorno cercano ni la madre de Lanzani ni el espectador madridista que aplaudió al Barsa. Hay que hacer un ejercicio de criterio, de liberación, de análisis de las propias ideas para poder exigir la dimisión de los responsables de algún crimen, aunque sean de un entorno en teoría afín a nosotros. Y para hacer eso, es necesario, es obligatorio, que la población esté lo suficientemente educada para ello.
Hace unos días, Raquel Lanseros, poeta y periodista, habló
en el Instituto Cervantes de la enorme riqueza intelectual y educativa que
floreció en España en la época anterior a 1936, gracias a la voluntad de reformar
el magisterio y potenciar una enseñanza pública, obligatoria, gratuita y laica.
Proliferaban instituciones como la Institución Libre de enseñanza, salones
culturales como el Ateneo, reuniones literarias, cafés culturales, escuelas de
pintura y escultura… La población tenía un acceso sencillo y directo a la
cultura, a la educación, al desarrollo de valores humanos. Todo eso se
desvaneció de un cañonazo al comienzo de la horrenda guerra civil, que dejó
convertida a España en un erial, en un desierto cultural durante más de ochenta años.
Mencionó Raquel a esas generaciones enteras de hombres y mujeres que nacieron y
murieron en ese intervalo de oscurantismo, miedo al pecado e ignorancia
institucionalizada, y no pude evitar recordar a las mujeres de mi familia, abuelas,
tías, incluso mi propia madre, que se perdieron la posibilidad de poder
educarse con voluntad, con criterio, con esa inteligencia que les hubiera
permitido no consentir la impunidad, el fanatismo o la intolerancia, no
consentir el abuso contra los más vulnerables. No consentir, en definitiva, que
alguien a quien se ha votado se lucre con el dolor de toda una población en el
peor momento de su historia, cuando una pandemia mortal se abatió sobre
nosotros.
Es complicado volver a recuperar aquel periodo de esplendor
de la educación y la cultura. Es una lucha a muerte contra la tendencia a
seguir a youtubers, influencers y tiktokers a los que lo único que les importa
es el materialismo más exacerbado, y que además se han convertido en sacerdotes
de una ambición tan obscena como los que se dedican sistemáticamente a agrandar
la brecha entre ricos y pobres. Es complicado, pero los que tenemos claro que
la única vía para mejorar la sociedad, el mundo o la vida, como dice Germán
Areta, es acabar con la impunidad, no podemos dejar de luchar, de exigir
responsabilidades, de forzar dimisiones, aunque nos tengamos que convertir en
la madre de Lanzani y arremeter contra nuestros en teoría afines.
Y ya no valen las urnas. Ya no vale esperar a que cambie
algo para que se haga justicia. La justicia tiene que ser inmediata, instantánea,
contundente y explosiva como un mazazo. Las urnas están manipuladas por la
mentira, el miedo, los medios y un sistema de corruptos que se retroalimenta a
sí mismo. Es imprescindible desterrar para siempre ese “Y tú más” que
nos convierte en cómplices. Cambiar esto depende únicamente de la educación,
del criterio y de la inteligencia de la mayoría de las personas que formamos la
sociedad, y para conseguirlo, es imprescindible que podamos convertirnos, con
un chasquido de dedos, en la madre de Lanzani o en aquel espectador madridista
que aplaudió al Barsa.
Y una vez que hayamos logrado hacer eso, volveremos a las urnas, pero en una sociedad un poco mejor.
miércoles, 28 de junio de 2023
LIBRES
En 1939, los nazis se preguntaron lo mismo, pero en pasiva.
Decidieron que los retrasados mentales, los inválidos, los nacidos con
malformaciones, no sólo no servían para nada, sino que además le costaban un
dineral al estado. Exactamente 60.000 marcos anuales, como se puede ver en el
cartel que adjunto a esta entrada. Los nazis encontraron rápidamente una
solución a este problema. Una operación, la AKTION T4, que consistía básicamente
en cargarse a estos ciudadanos que no servían para nada. Se trata de un
episodio poco conocido, poco divulgado, porque las víctimas eran los propios
ciudadanos alemanes. Las ejecuciones se llevaban a cabo en clínicas de Alemania
y Austria, como Grafeneck, Hadamar o Sonnestein, siniestros lugares que cesaron
su actividad en 1941, cuando los obispos de Berlín protestaron por estas ejecuciones.
Siniestros lugares que se convirtieron en campos experimentales de todo lo que
vino después, cuando los nazis se preguntaron ¿para qué sirve un judío?, o
¿para qué sirve un gitano?.
Sin llegar a los expeditivos métodos de los nazis, al menos
de momento (todo futuro puede ser incierto), incluso a día de hoy nos hacemos a
menudo preguntas similares. ¿Para qué sirve un anciano, por ejemplo?. No
podemos evitar pensar que los ancianos, en realidad, no aportan nada a la
sociedad, porque no hacen nada.
Sorprende casi desde el primer momento la convicción con la que estas personas, hombres y mujeres, decidieron abandonar el mundo, su
familia, su lucrativa profesión en algunos casos, para abrazar la clausura
cuando sintieron esa “llamada” de la que hablan algunos de ellos. Cuesta
entender, desde nuestra perspectiva de integrados en ese mundo, en esa sociedad
que ellos dejaron, que alguien pueda tomar una decisión así, pero eso ocurre, y
a medida que transcurría la película me di cuenta, porque nosotros estamos tan inmersos
en nuestra forma de vida, que lo único que valora es el hacer, el ser útil a la
sociedad, que no somos capaces de entender sus razones. Desde el respeto más
absoluto, sin mostrar ese lado oscuro o cuando menos pintoresco que le atribuimos
por desconocimiento a un monasterio de clausura, Santos y Javier nos sumergen
de lleno en esa realidad, usando para ello una fotografía y una música
espectaculares.
Los testimonios son diferentes, pero todos
tienen el nexo común de proceder de una decisión muy meditada y prácticamente
imposible de obviar. Cuesta entender las razones, cuesta entender las circunstancias que han llevado
a cada uno de ellos a ese lugar, pero no cuesta nada dejarse llevar, dejarse
irradiar por la enorme paz interior que muestran en todo momento.
La película transcurre como un ejercicio de meditación, de
comprensión, de empatía cada vez más acusada. A la incredulidad inicial, nacida
de un prejuicio, de una especie de temor a lo desconocido, le sigue, a base de
testimonios, imágenes, música, silencios y sonrisas, la apertura a un mundo, a
una forma de pensar que seguramente ninguno de los espectadores habíamos
pensado a priori que nos iba a impactar de esa manera. No se trata de
una película religiosa, sino, sobre todo, espiritual. Lo resumió muy bien una
espectadora en el coloquio final, “Aquí no se habla de Iglesia, ni de sus
desmanes, ni de sus problemas, ni de sus pecados. No se trata de ser creyente o
no, porque a cualquiera, sea o no creyente, no le puede dejar indiferente la
enorme espiritualidad de estas personas”
No se trata de juzgar, ni de opinar, ni tan siquiera de
tratar de entender. De lo que se trata en realidad es de abrir el alma a una
forma de entender la vida que conecta directamente con lo más puro del ser
humano como parte de la naturaleza que nos rodea. Y sobre todo, de dejarse
llevar por esa paz interior que irradia la película desde el principio hasta el
final.
Y para que, de alguna manera, dejemos de seguir preguntando
para qué sirve un ser humano.