jueves, 10 de octubre de 2024

DAVID CONTRA DAVID, O LA MUERTE DE GOLIATH


Hace pocos días, el clarividente presidente de un país del cono sur de Latinoamérica dijo algo parecido a esto: "David no venció a Goliath porque fuera débil. David venció a Goliath porque Dios estaba de su parte".

El 7 de Junio de 2017 saltó la noticia a primera hora de la mañana. El banco de Santander había adquirido las acciones del banco Popular por un euro. En el pequeño grupo de wasap familiar, mi hermano dijo "bueno, un euro por acción tampoco está tan mal". A los pocos minutos intervino mi hijo, "no, no, tío, no es un euro por acción. Es un euro por todo el banco". Yo asistía a la conversación sorprendido, mientras me preparaba para ir a trabajar, sin entender muy bien lo que estaba pasando, pero intuyendo desde el primer momento que se estaba esfumando ante nuestros ojos una cantidad de dinero que, emulando la despedida de Mercuccio, "no era tan grande como para suicidarme, pero lo suficientemente importante como para que cause dolor".

Después de unos días, semanas o meses en los que ya habiamos dado por perdidos aquellos ahorros, nos surgió la posibilidad de recuperarlos, a través de un prestigioso despacho de abogados que había decidido emprender una demanda penal contra los responsables que permitieron, propiciaron o provocaron la estrepitosa caída del banco. En poco tiempo nos juntamos más de siete mil afectados, siete mil Davices dispuestos a luchar contra Goliath, con la ilusión y la esperanza que nos proporcionaba el número (más de siete mil, repito), y sobre todo la fama, la solvencia y la eficacia del despacho de abogados que nos iba a dirigir en nuestra batalla.


La idea era enfocar el asunto por la vía penal, y el despacho no cobraría nada salvo el porcentaje habitual en caso que se ganara el caso, algo que casi con toda probabilidad ocurriría. Durante los años siguientes seguimos mi hermano y yo jugando en bolsa, si bien ya habíamos descartado la idea de invertir en bancos españoles, huyendo de la merienda de negros que supone eso. Lo que había ocurrido con el Popular olía a tufo desde lejos, lo que provocó nuestra decisión, que consiguió, invirtiendo en mercados extranjeros, que recuperáramos en poco tiempo lo que habíamos perdido en el Popular. Eso nos hizo ver la situación de otra manera. Si conseguíamos alguna indemnización sería como un regalo, un dinerillo (repito que nuestra inversión era muy pequeña) caído del cielo. No obstante, seguíamos ilusionados junto a esos más de siete mil Davices dirigidos por un prestigioso líder experto en leyes.

El jueves de la semana pasada acudimos al maravilloso despacho, para asistir a una asamblea convocada por nuestros abogados. Nos encontramos con toda la parafernalia que se suele montar en este tipo de actos. Jóvenes sonrientes impecablemente vestidos pasando lista a los asistentes, salón con exquisita decoración, muebles de diseño, pinturas atrevidas de los artistas más a la vanguardia, últimas tecnologías en lo que se refiere a pantallas, iluminación, micrófonos y pinganillos... Llevo muchísimos años en la construcción, tantos como para haber ya aprendido, a veces en mis propias carnes, que esa puesta en escena sirve en muchas ocasiones para esconder y disimular la hediondez, como esos polvos con los que se embadurnaban los nobles franceses en los siglos XVII y XVIII para ocultar su mal olor. Preferí pensar mientras tomaba asiento que no, que no era ese el caso, y que la asamblea iba a transcurrir tranquila después de la agradable noticia que nos iban a dar.


Perfecto traje, perfectos zapatos, perfectos movimientos, perfecto peinado y perfecto aspecto el del líder, uno de los socios que dan nombre al bufete. Con un gracejo y una elegancia perfectamente naturales, el hombre iba de un lado a otro, saludando a los asistentes con una sonrisa y dando las últimas instrucciones a sus colaboradores a través del pinganillo, de un color amarillo que maridaba perfectamente con el inmaculado azul de su traje.

Al principio estaba sólo en el escenario. Me dio cierta pena que solicitara varias veces a todo el que se le acercaba que le acompañara en alguna de las sillas del fondo, como si necesitara algo de calor humano, que le arroparan los suyos en aquel momento duro. Ahí, en ese instante, comencé a intuir que algo no iba bien del todo.

La asamblea se puede resumir en cinco líneas. Se ha agotado la vía penal sin resultado alguno. Ningún tribunal, ni español ni europeo, ve delito en la extraña desaparición del Banco Popular. El bufete nos propone, a los que estábamos allí en persona y a todos los que se conectaron online, que emprendamos una demanda civil, de resultado incierto, que posiblemente implique unas costas, que por supuesto asumiríamos los perjudicados.

Así de sencillo.


Mientras el líder nos contaba todo esto, me dediqué a observar a las personas que, poco a poco, se habían ido sentando en las butacas del fondo del escenario. Se trataba sin duda de abogados expertos, curtidos en cien batallas, y sin duda con una experiencia incuestionable a tenor de la edad que aparentaban , pero no pude evitar pensar en la escena más impactante de "El gatopardo", cuando la cámara nos muestra, en un lento travelling, a la decrépita familia del conde Salina, decadente y cubierta de polvo, en la iglesia de Donnafugata. Los rostros imperturbables de esos abogados profesionales no se movieron ni un milímetro cuando algunos de los asistentes expresaron su malestar y su dolor, relatando incluso la muerte que les había causado a sus padres o familiares la pérdida de su patrimonio de la noche a la mañana.

"Tenemos que asimilar que va a ser muy difícil", y "ahora es el momento para que el que no quiera seguir abandone el barco" fueron los dos mantras que, repetidos machaconamente, aletearon como cuervos sobre nuestras cabezas durante todo el acto. Puede que en aquel momento no lo viéramos del todo, pero después, ahora, tengo muy claro que el líder repetía tanto esas palabras porque intuye que va a perder, y cuando reclame las costas a los afectados, o una más que previsible provisión de fondos para hacer frente al largo proceso que se avecina, podrá decir "ya os dijimos en la reunión que iba a ser muy difícil". Después de la asamblea, tanto mi hermano como yo decidimos (cada uno por su lado. sin hablar entre nosotros) retirarnos de esta carrera hacia el precipicio de siete mil lemmings, incautos ellos, que habían soñado que iban a vencer a Goliath. Y ojalá me equivoque y lo venzan, me alegraría de corazón por ellos y por los abogados.

La realidad es que no hay por donde coger las palabras de ese loco iluminado que he citado al principio. David no venció a Goliath porque fuera el más débil, por supuesto, pero tampoco lo hizo porque Dios estuviera de su parte.

Entre otras razones, porque Goliath no existe, y porque a Dios lo hemos, lo han sustituido, por un Dios mucho más poderoso. No se puede hablar de David contra Goliath, sino de un David más débil ante un David ligeramente más fuerte, que a su vez sucumbirá ante otro David mayor. Nosotros éramos David, y el despacho de abogados lo era también, pero ¿quién era Goliath? Los máximos responsables del banco defienden su gestión, la información privilegiada que tenían los que vendieron sus acciones dos días antes del castañazo no se puede demostrar. La operación se diluye en oscuros intereses que aletean siniestramente por encima de cualquier ser humano. Gobierno, sociedades pseudoreligiosas, intereses bancarios... todos ellos, sin que exista una cabeza concreta que dirigiera aquello, provocaron la catástrofe del Popular. Por eso no existe Goliath, y por eso el prestigioso despacho de abogados, que posiblemente (y esto es una elucubración mía sin ningún fundamento porque es indemostrable) tenga alguna extraña conexión, algún interés o algún acuerdo con alguno de esos nubarrones indefinidos, ha agotado la vía de lo penal, pero no con toda la energía que debería haber empleado. Se ha dado de bruces con otros dos Davices más grandes, la Justicia española y la Justicia europea, estos ya más cercanos, pero también manipulables, al único Dios verdadero. Un Dios que se ha cepillado, de un plumazo, cualquier cualidad humana de las personas que le adoran. Un Dios que no llora ante el sufrimiento de los hombres, ante el sufrimiento de los afectados por la caída del Popular. Un Dios ante el que cualquier manifestación de la grandeza humana no tiene ningún valor.


Y ese Dios ni siquiera es el dinero. Ese Dios se llama BENEFICIO, y son muchos ya, incluso entre los Davices más vulnerables, los que se han rendido inconscientemente ante sus exigencias. Políticos, religiones, grandes corporaciones, industrias que juegan con nuestra salud... Para ellos no existe Dios, no existe el ser humano, no existe Goliath... No existe NADA que no se pueda transformar en beneficio.

 

Hace tiempo que decidí cultivar el lado humano de las cosas. Sentir, llorar, vibrar, amar, disfrutar con las creaciones de grandes seres humanos que a lo largo de la historia han decidido que su lado humano era mucho más importante que su lado material. En la asamblea del jueves pasado decidí abandonar el carro. Pierdo un dinero, pero eso no me va a desestabilizar. Lo que sí lo haría sería seguir esa carrera suicida que conduce directamente a estrellarme de cabeza contra ese becerro de oro que una pequeña parte de la Humanidad se ha dedicado concienzudamente a construír a costa de la otra. Y lo ha hecho durante siglos, practicamente desde que el mundo es mundo, porque, como también se dice en "El gatopardo", las cosas tienen que cambiar para que todo siga igual, y yo añadiría que actualmente es imposible que las cosas cambien, porque el ser humano ha sido anestesiado por ese descomunal becerro de oro, y hoy por hoy es incapaz de desprenderse de lo material para recuperar su esencia humana.

 

Probablemente Dios exista, no lo sé, pero si alguien quiere encontrarlo, lo más seguro es que haya que buscarlo en algún rincón apartado y olvidado del alma humana.

miércoles, 28 de agosto de 2024

PENSIÓN LOBO, de Ramón Lobo. PARALELISMOS CIRCULARES

Seguro que tanto Ramón como vosotros me vais a perdonar que empiece la entrada con este diminuto spoiler: al final, muere.

Además del spoiler, también advierto de antemano que vamos a hablar de la muerte, el tema estrella del libro de Lobo, y comprendo que a muchos no os apetezca abandonar por un momento el País de los Inmortales para adentraros en el oscuro País de los Mortales.

Porque “Pensión Lobo” habla de la muerte, y en concreto de la muerte anunciada de su autor, diagnosticado de un doble cáncer devastador con unas posibilidades de supervivencia que van variando a lo largo de la singladura, de ese viaje a Itaca, como el propio Lobo define ese trayecto, ese cierre del círculo de una vida que ha sido plenamente vivida.

Una parte de mí escribe palabras desde los kilómetros vividos; otra, desde los pocos que me quedan por vivir”

El libro me lo había recomendado una amiga, y me pasó un resumen en el que se podían leer las primeras ocho páginas. No me hizo falta leerlas en su totalidad. Me bastó esa frase, la primera, para comprar el libro en papel y sumergirme de lleno en la filosofía de vida, estrechamente ligada a la de muerte, de Ramón Lobo. Empecé como siempre, a subrayar las frases que me parecían más interesantes, poniendo al inicio la página en la que aparecía un subrayado. Al poco de empezar dejé de hacer eso, porque todo era subrayable. Todo me parecía interesante, tanto lo que Lobo nos cuenta desde las entrañas, como la forma de contarlo. El estilo, la prosa, ese conocimiento del poder de las palabras que ha adquirido como periodista, pero también como lector incansable, a lo largo de los años.

Pensión Lobo” recoge innumerables referencias a otros libros, algunos relacionados con el tema de la muerte y otros muchos con temas que nada tienen que ver. Ahí están Elizabeth Kubler Ross, a quien Lobo menciona en bastantes ocasiones por tratarse de una investigadora experta en el estado inmediatamente anterior a la muerte, Italo Calvino con su maravilloso libro “Las ciudades invisibles”, que también aparece mucho, y Hanna Arendt, además de Víctor Hugo, Saramago, Flaubert o Auster entre otros. Referencias literarias, complementadas perfectamente por las referencias musicales que conforman el universo inmaterial de Lobo, para quien la música formaba parte indisoluble de su alma tanto en los momentos de alegría como en los de tristeza. A medida que le leía iba elaborando una lista de Spotify con esos temas tan importantes para él.

La percepción de la inminencia del final ilumina el camino andado, le da sentido

Creo que en esta frase se resume la idea principal del libro de Lobo, lo que le empujó a escribirlo al sospechar que le quedaba poco tiempo para hacerlo. A través de sus páginas, de su historia, de sus recuerdos y, por qué no decirlo, de sus ajustes de cuentas con amigos, familia y consigo mismo, Lobo parece obsesionado por darle sentido a ese camino andado, a su vida, y lo hace sabiendo que sus palabras no van a resultarles muy cómodas a todos los que viven en el País de los Sanos, porque en ese país la muerte es algo inexistente. Todo se ha desarrollado desde tiempo inmemorial de espaldas a algo que es inherente a la propia vida, que no es más que un círculo que se cierra después de haberse abierto en el momento del nacimiento. Para Lobo es muy importante que ese círculo se cierre de una manera tranquila, saldando cuentas pendientes, consiguiendo el desapego a las cosas materiales, porque el apego alimenta el miedo a la pérdida. “Para morir bien es necesario entrenarse en la renuncia”.

Para alcanzar cierta tranquilidad ante la idea de nuestra propia muerte, nos dice Lobo, hay que centrarse en lo vivido, y no en lo que hubiéramos podido vivir. Al contrario, hay que conformarse con lo conseguido. En este sentido las experiencias vividas son más importantes que cualquier otra cosa, como esas raciones de ostras que se comía sin casi poder permitírselo un amigo de Lobo que falleció antes que él. También tienen importancia esos objetos que nos han acompañado a lo largo de nuestra vida y que ya forman parte de nosotros. Con un gran sentido del humor, algo que no falta en ningún momento a lo largo de este viaje, Lobo nos cuenta que alguno de esos objetos (camisetas, recuerdos de la playa de Omaha, trozos de madera y arena de playa…) tuvieron que pedir permiso a los objetos ya existentes para ser aceptados en ese santuario que constituía la habitación de la Pensión Lobo en Arturo Soria.

Esa referencia al círculo que se abre en el nacimiento y se cierra con la muerte ha constituido para mí la mayor enseñanza del libro. Según Lobo, “se compone de cientos de pequeños círculos que debemos de completar en el camino. Son los que dictan la sentencia de si mereció o no la pena. Debemos medirnos con la realidad vivida, no con nuestras fantasías de cómo pretendíamos vivir”. Ese intenso análisis de los círculos completados en muchos aspectos es lo que compone el libro. Como colofón a una vida plenamente vivida, Lobo nos cuenta su viaje a Venecia, aunque al emprenderlo todavía no tenía muy claro que iba a ser el último. Viajó a una Venecia vaciada de turistas, por calles que incluso en temporada alta no están muy pobladas, saboreando y haciendo suya una ciudad que amaba y que ya había visitado en varias ocasiones.

Mientras leía y disfrutaba de ese último círculo viajero que describe Lobo, no pude evitar acordarme de otro círculo, de otros más bien, que cerró una persona muy cercana a lo largo del año 2008. En aquel momento no lo sabía, no era consciente de ello porque jamás nos habían dado una fecha de caducidad, pero de alguna manera, y eso lo comprobé después, ella intuía, aunque sin decirme nada, que debía de cerrar algunos círculos. Antes, muy poco antes de irse, cerró el círculo de los viajes, probablemente lo que más le gustaba en la vida, con un maravilloso viaje a la Carretera Romántica en Alemania, en el que ya mostraba al final de cada día evidentes muestras de cansancio. Estaba cerrando círculos cuando envolvió gran parte de su ropa en un paquete que descubrí en el armario cuando ella ya se había ido, y estaba cerrando círculos cuando, dos noches antes de irse, me encomendó sonriendo y cogiéndome las manos el seguimiento de nuestro hijo, algo que en aquel momento no entendí porque no sospechaba lo que iba a ocurrir  Viví su despedida, y comprendí poco tiempo después que ella lo sabía, pero no había entendido hasta que he leído el libro de Lobo que lo que estaba haciendo ella no era otra cosa que cerrar círculos, y cerrarlos con tranquilidad, con una paz consigo misma admirable y envidiable. Con la paz que le proporcionaba el hecho de tener un carácter, una forma de ser, muy parecida a la que describe Camus en “El verano”, uno de los párrafos más bellos citados por Lobo en su obra maestra:

En medio del odio me pareció que había dentro de mí un amor invencible.

En medio de las lágrimas me pareció que había dentro de mí una sonrisa invencible.

En medio del caos, me pareció que había dentro de mí una calma invencible.

Me di cuenta, a pesar de todo, de que en medio del invierno había dentro de mí un verano invencible.

Y eso me hace feliz

Porque no importa lo duro que el mundo empuje en mi contra, dentro de mí hay algo mejor empujando de vuelta.

Todos, de alguna manera, empezamos a cerrar círculos en un momento dado. Para unos supone dedicarse a poner en orden sus empresas, su legado, a irse despegando de cosas que muchas veces no han disfrutado. Para otros, en tomar conciencia de la obra terminada en lo que se refiere a hijos que ya vuelan por su cuenta, que ya no nos necesitan. Alguno cierra el círculo dando gracias por haber completado una vuelta a la manzana sin haberse desmayado, sabiendo, cada día que la emprende, que esa vuelta puede ser la última. Alguno cierra círculos sin ser siquiera consciente de lo que está haciendo, y precisamente este libro puede ayudar a entender que estamos empezando a reconciliarnos con la idea de la muerte. Cerrar los círculos, dice Lobo, no está relacionado con la edad, sino con la toma de conciencia de que existe el País de los Mortales. De hecho, Lobo construyó su vínculo no dramático con la muerte cuando leyó “Muerte en Venecia” con quince años. A partir de ahí, su amor a la literatura, a la música, al cine y a todo el mundo del arte en general, le ayudaron a ir cerrando esos círculos que, vistos desde la perspectiva de su gran sentido del humor y su enorme humanidad, le permitieron llegar a la conclusión de que había merecido mucho la pena lo vivido.

 

 

 

 

lunes, 17 de junio de 2024

EL AÑO DE LA SAL, de María Jesús Peregrín

No sé si fue con el Senda 7 o con el 8, aquellos dos enormes libros, con cubiertas duras de color marrón que publicó Anaya para los que, con doce años, estudiábamos BUP allá por 1973. No sé si fueron esos libros, o la pasión que ponía el Mora, nuestro profesor de literatura, pero el caso es que fue entonces cuando se me inoculó en la sangre, en el alma, el vicio de leer. Aquellos fragmentos de "La colmena", "La familia de Pascual Duarte", "La tía Tula", "Niebla" y otros muchos títulos, me empujaron a sumergirme de lleno en la literatura, con un placer al hacerlo que todavía hoy me resulta complicado explicar con palabras. 


Después vinieron otros títulos, otros mundos, otras formas de narrar. "La Chanca" y "Campos de Níjar" me impactaron por su fuerza, por su mensaje, por su testimonio, cruel pero directo y respetuoso al mismo tiempo.

Al leer "El año de la sal" he tenido la misma sensación de disfrute, de placer, que cuando leí esos títulos, o cuando me sumergí por completo en "Los santos inocentes". No es una España amable la que retrata María Jesús Peregrín, como tampoco lo era, por su semejanza, la de Goitysolo. No es una España de la debamos enorgullecernos, pero es la España que le tocó vivir a la inmensa mayoría de la población, y es necesario conocerla y  vivirla, por mucho que nos desgarre el alma. Y si penetramos en ese mundo con la belleza que destila cada una de las frases, cada una de las páginas de esta obra maestra, lo estaremos haciendo de la manera más correcta y sugerente.

"Para aquellos labradores quemados por el sol y el frío, yo era una planta sin semillas. Un hombre que buscaba el rastro de un padre que no era como él. Intentaba seguir su ejemplo, pero en aquel tiempo, no había donde cobijarse para sobrevivir. El país entero se moría sin libertades, y con el estómago vacío por la hambruna. Pero yo no tenía la fuerza de mi padre para trillar la era ni para encorvar mi dolor sobre la tápena. Nunca entendí la obsesión de aquel mandamás por quitarle a un niño la alegría de la escuela y atraparlo en un infierno".

Es el lenguaje, fruto de un interesante trabajo de investigación de la autora que nos permite conocer términos ya en desuso o poco utilizados de aquel mundo rural. Es la agilidad con la que se nos cuentan los hechos narrados, que te atrapa desde el primer momento y te impide dejar de leer. Son los personajes, llenos de matices, como esa Camelia de la que caí enamorado casi desde su primera sonrisa, su primera mirada. O Matías, el incombustible amigo de Ginés, que despliega una filosofía de la vida digna de admiración y respeto. Y es Ginés, por supuesto, tan humano que hasta nos duele su humanidad a los que le hemos conocido. Ginés, que en algunos matices me ha recordado a ese "pijoaparte" rebelde y luchador de "Últimas tardes con Teresa".

"La venganza es una serpiente que se enrosca en cualquier lugar por donde corre la sangre. Que la sangre del odio nace de la serpiente cuando te mira a los ojos y dice lo que debes hacer".

La trama es importante, muy atractiva, con un suspense que mantiene en vilo al lector hasta la última página, pero a mí personalmente lo que más me ha gustado, lo que me ha hecho rememorar aquel placer que sentía cuando empecé a leer, ha sido ese tormentoso y terrible viaje de Ginés al interior de sí mismo, esa bajada a los infiernos de un alma tan atrayente como sencilla y frágil. Un viaje en el que el Universo entero parece ponerse a veces en su contra, y otras dulcifica su camino. A medida que transcurre la novela, en esa atmósfera ardiente de polvo, tierra y secarral ran bien descrita por la autora, podemos imaginarnos a nosotros mismos sumergidos en ese mundo de resignación y olor a sangre y sudor.

"Yo quería matar a todos los hombres que malograban la esperanza y el anhelo de todos los que aún tenían sueños por cumplir".

No se resigna Ginés a esa injusticia en la que se sumió todo el país, a ese desierto en el que la humanidad brillaba por su ausencia para dejar paso a una situación de semi esclavitud en la que unos pocos jugaban, sobre un tablero de hambre y pobreza, con las vidas de muchos. No se resigna Ginés a que alguien pisotee los sueños de otro por el simple placer de hacerlo.

"Me miró de arriba a abajo, con el desprecio de esos hombres que creen tener en sus manos la vida de los otros. Pero el hambre no hace estragos cuando un niño conoce las cuatro reglas". 

Desierto vital, y un gigantesco desierto cultural, que se extendió como un río desbocado desde el primer cañonazo de la guerra civil y todavía persiste. Ginés parece desenvolverse bien en ese mundo, casi desde el principio, desafiante y pícaro, y nos invita a seguirle encantados de haberle conocido.

Una novela impactante, profunda y muy enriquecedora. Es una lástima que hoy en día no se produzcan iniciativas en el entorno educativo tan interesantes como la de aquellos Sendas de Anaya, porque de ser así, "El año de la sal" debería figurar en esas antologías en un lugar de honor.

miércoles, 15 de mayo de 2024

CORAZÓN DE ULISES

La primera película que vi fue "Ulises", una producción italiana con Kirk Douglas y Silvana Mangano. Me imagino a mí mismo con los ojos a punto de salirse y la boca abierta, aterrado pero fascinado al mismo tiempo ante la bestialidad de Polifemo, y enamorado de la maga Circe sin sospechar siquiera todavía lo que era el amor. Mi padre estaría a mi lado, contándome de vez en cuando lo que ocurría en la pantalla, como hizo poco tiempo después cuando me regaló el primer libro, la primera joya, "Las aventuras de Ulises", un volumen ilustrado editado por Teide, con tapa dura y brillante que mostraba dos ilustraciones que se quedaron grabadas para siempre en mi alma: la de la paciente Penélope tejiendo aquel tapiz eterno que deshacía por la noche, y la de la nave del héroe surcando los mares con el mismo Ulises erguido en la proa.

Con estas premisas, no es nada extraño que la filosofía y el humanismo que desprenden "La Iliada", pero sobre todo "La Odisea", combinados con la forma de ser de mi padre, tan especial, hayan presidido prácticamente desde niño mi línea de actuación, mi forma de pensar, de ser y de sentir. Durante toda mi vida he intentado mantener, muchísimas veces sin conseguirlo, esos ideales de justicia, nobleza, fortaleza, vocación, aventura, amor al viaje, sobriedad, pasión por lo que hago, empatía, alegría, emoción y generosidad, a los que añadí la superación a la adversidad que asimilé cuando otro griego, Zorba, se cruzó en mi camino. Creo que todas esas virtudes forman en mi naturaleza pequeños islotes en un mar de dudas y defectos, pero siempre intento tenerlos presentes a la hora de reflexionar sobre lo que se me plantee.

Cuando cumplí cincuenta años, un amigo del colegio me regaló "Corazón de Ulises", de Javier Reverte, que cuenta el viaje que realizó el autor a la Grecia actual, rememorando con su especial manera de narrar los acontecimientos y mitos de la Grecia clásica. Lo devoré en tres días, porque me resultaba imposible dejar de leerlo. Lo estrujé literalmente, tomé notas, lo dejaba un momento para cerrar los ojos, y saborear y reflexionar con la lectura de un determinado pasaje... Cuando lo terminé, compré otro ejemplar, porque el mío estaba destrozado, y se lo regalé a mi padre. Él también lo leyó sin poder parar. Le encantó, y estuvimos una buena temporada comentándolo. En una ocasión, mientras hablábamos de un capítulo, percibí en mi padre exactamente el mismo entusiasmo que había sentido yo de niño cuando le contaba algo que me había impactado del libro infantil. De alguna manera, mi padre era yo, y yo era mi padre, en una especie de círculo que se cerraba fuera del tiempo y del espacio. Le devolví con el libro de Javier Reverte toda la infancia que me había regalado, y fue una sensación tan intensa que todavía la recuerdo como si hubiera sucedido ayer.

Siempre he intentado encontrar en mi interior esas virtudes de las que os hablaba antes, ese espíritu de Ulises, y tengo que confesar que tanto mi padre como yo las habíamos asimilado desde casi el principio como algo masculino. Al mismo tiempo que en mí, lo buscaba en otras personas, y lo cierto es que las pocas, las escasísimas veces que lo he encontrado, ha sido en mujeres. La primera, mi mujer, la madre de mi hijo. La segunda, una prima a la que le dediqué una entrada ("ESPECIALES", del 26 de septiembre de 2021).

La semana pasada, encontré “Corazón de Ulises” en una de las numerosas librerías de la casa de una amiga, gran lectora. El mismo libro, la misma edición, el mismo formato. Y no me sorprendió nada, porque ella, mi amiga, es la tercera persona en la que he encontrado ese espíritu de Ulises.

La conocí hace apenas un año, pero la conexión fue tan fuerte, tan directa, que los dos tenemos la sensación de conocernos de toda la vida. Esta mujer ha estado trabajando en las zonas más deprimidas del planeta con diferentes organizaciones, ayudando a los más necesitados y llevando a cabo obras y proyectos destinados siempre a paliar parte de la miseria de países subdesarrollados. A finales del año pasado sufrió un ictus que le dejó paralizado el lado derecho. Después de un periodo de recuperación, ahora vive en su casa, donde fui a visitarla.

El espíritu de Ulises de mi amiga se refleja en su mirada, en su sonrisa, en su sentido del humor, pero también en su fuerza, en su tremenda determinación a vivir en su casa lo que le quede de vida, valiéndose por sí misma. Durante los dos días y medio que estuve con ella recorrimos los alrededores, cocinó con la mano izquierda, ensayamos los desplazamientos en su nueva silla de baterías, fuimos al cine, nos reímos hasta perder las fuerzas y casi caernos al suelo, hablamos de viajes y proyectos futuros, de lo divino y de lo humano, nos peleamos, discutimos sobre libros y nos contamos nuestra vida, en colores y en blanco y negro.

El espíritu de Ulises de mi amiga se refleja en su hospitalidad, en su generosidad, en su empatía, en la forma en que saluda a todo el mundo y en la que la que todo el mundo la saluda a ella, en su intolerancia ante las injusticias, sean del tamaño que sean, en su tremendo sentido de la Humanidad, de amor al oprimido, y de resistencia frente al opresor.

El espíritu de Ulises de mi amiga se refleja, en definitiva, en la inmensa cantidad de espíritu de Ulises que regala a quien está a su lado, infinitamente superior a la que he podido aportarle yo.

Viví con mi mujer, una persona muy especial, y la perdí. Pensaba que mi búsqueda, que había comenzado mucho tiempo atrás, terminó cuando la conocí, y sin embargo se revitalizó un tiempo después de que ella se fuera. De alguna manera, cuando encuentro a alguien como mi amiga, siento como si recuperara esa sensación de plenitud humana que viví con ella. Reconforta buscar, conocer nuevas personas, conversar, reír, sentir y llorar con ellas, porque cuando se establece ese lazo especial de amistad, muchas veces más intenso y potente que cualquier otra relación sentimental, parece como si resurgiera de mis cenizas, de mi propia memoria. A veces me veo a mí mismo como aquel vampiro de la multitud de Edgar Allan Poe, que deambulaba nervioso entre los grupos de personas que se formaban a la salida de teatros y restaurantes en la noche de Londres para absorber su energía, su esencia. En nuestro caso no se trata de una absorción, sino del intercambio de energía humana, de emociones y de sentimientos de una manera que me enriquece a mí, y que quiero pensar que enriquece a la otra persona.

Merece la pena la búsqueda, merece la pena el encuentro, merece la pena el viaje, y establecer la conexión con quien esté abierto a establecerla, por supuesto. Merece la pena conocer personas tan interesantes y especiales como algunas de las que forman ese grupo de lectura en el que me introdujo mi prima, y merecerá la pena, con toda seguridad, conocer a otras personas, en otros lugares, en otros entornos y en otros momentos, y continuar con esa búsqueda, que no es otra cosa que un viaje por el alma humana que comenzó de lleno cuando abrí por primera vez aquel libro que me regaló mi padre, con toda la ilusión indestructible de aquel niño que todavía vive en mí. 

domingo, 21 de abril de 2024

EL ABISMO DEL OLVIDO, de Paco Roca y Rodrigo Terrasa


A veces os he pedido, a los que leéis estas entradas, que hagáis un esfuerzo suplementario antes de empezar a leer. Normalmente ese esfuerzo consiste en olvidar por un momento la ideología, la religión, los prejuicios, las ideas, más o menos enquistadas o no, más o menos objetivas o no, que podamos tener cada uno sobre un determinado tema. En este caso, he tardado bastante tiempo en hacer ese ejercicio. Más de un mes, de hecho. Compré el libro y lo dejé en la mesa, esperando, pendiente, silencioso, pero con un silencio atronador que me llamaba cada día. Por un lado me apetecía abalanzarme sobre él, devorarlo, disfrutarlo con el sufrimiento que casi con toda seguridad me iba a causar. Por otro, tenía miedo. Miedo a enfrentarme a mis miedos, miedo a tener que odiar, miedo a remover espinas que llevo tan clavadas en el alma, que al hacerlo se podría provocar una herida mortal.

Retrasaba el momento. "Hoy no es el día, hoy no estoy preparado", pensaba acariciando la portada, como intentando transmitirle al libro el convencimiento de que iba a ser abierto en otro momento más adecuado.

"Es Paco Roca - pensaba otras veces - ¿Cómo puedo dudar de que ha sabido perfectamente encauzar, humanizar un tema, por muy inhumano que se haya podido volver en algún momento?", pero seguía sin abrir el libro.

Un amigo de Twitter, del que respeto profundamente su humanismo y su buen criterio, empezó a leerlo, y a medida que lo hacía lo comentaba en la red. Colgaba imágenes con viñetas,  comentaba su viaje, hablaba de la forma de narrar de los autores... Estuvo varios días, despertó por completo mi curiosidad y mi confianza, y barrió, con elegancia pero con contundencia, algunos fantasmas que, sin ser consciente de ellos, me impedían hacer ese viaje. La buena labor de ese amigo,  y el encuentro con Paco Roca el 10 de Abril pasado en una maravillosa charla en el Thyssen, provocaron que aquella misma noche me leyera, y lo hice de un tirón, "El abismo del olvido".

Todos llevamos en nuestro interior a nuestros ausentes. A los más allegados (padres, pareja, hijos, hermanos...) fundidos en nuestra alma, en nuestro adn. A los parientes, amigos, compañeros, conocidos, o parientes, amigos, compañeros o conocidos de alguno de nuestros seres queridos, en la memoria, en las sensaciones que nos produce la visión de fotografías, en fechas señaladas, en lugares y momentos compartidos, en canciones escuchadas... Los ausentes están ahí,siempre, y seguirán estando mientras los sigamos recordando.


Una pieza importantisima de ese recuerdo es el lugar en el que permanecen cuando se han ido. Esos rincones del Retiro en que se esparcieron sus cenizas, esa tumba en un diminuto cementerio de un pueblo de la Alcarria, el nicho numerado en una determinada necrópolis... 

"Desde que neandertales y sapiens fueron conscientes de que la vida tenía un inevitable fin, dotaron de un sentido místico a la muerte. Comenzaron a hacer ofrendas a los muertos y a enterrarlos dignamente, como si tuvieran que estar bien dispuestos para la posteridad. Los rituales funerarios no sólo facilitaban el paso del difunto al otro mundo. Además, ayudaban a los que se quedaban en este a soportar el dolor de la pérdida".

Es imprescindible asimilar este párrafo, entenderlo, interiorizarlo, porque es la clave que explica el motivo de esta obra maestra, la razón por la que todo el mundo en este país, tenga la ideología que tenga, debería leerla. Se nos cuenta también, con dibujos semejantes a los de las vasijas griegas, la historia de Aquiles,  que después de vengar la muerte de su amigo Patroclo matando a Héctor, se llevó el cuerpo de este para que no recibiera las honras funerarias, y después de recibir la visita de la misma diosa Tetis, se lo devolvió arrepentido a Príamo.

Todos honramos a nuestros ausentes, desde la parte probablemente más íntima de nuestra naturaleza, y lo llevamos haciendo desde que el ser humano pudo empezar a ser llamado así. Es algo tan consustancial a nosotros, que no concebimos el no poder hacerlo, y hasta en una creación tan universal como es la Iliada, un héroe se doblega para respetar esa tradición. Imaginad lo que sintió Príamo al ver a Aquiles arrastrando con su carro el cuerpo de su hijo muerto. Imaginad lo que sentiríais si os dijeran que uno de vuestros seres cercanos (un padre, una hija, un hermano...) ha muerto, pero no se ha podido encontrar el cuerpo. Viví ese dolor en el monumento que se levantó en el hueco de las torres gemelas, al ver a una mujer y a su hija calcando en un papel las letras en relieve de la lápida conmemorativa que contenía el nombre del padre fallecido.

Imaginad todo esto por un momento. Reflexionad.

Y ahora, Imaginad que, en el momento quizá más negro, más vergonzoso, más triste de nuestra historia como país, se os niega, por razones que todavía a día de hoy se nos escapan, poder honrar a vuestros muertos.

No tiene sentido, ni precedentes, y golpea con crueldad directamente en nuestra esencia, en nuestra dignidad como seres humanos, pero aún así se hizo, y sistemáticamente, en todo el país.

Partiendo de esa base, que nada tiene que ver con las ideas políticas (se hizo en los dos bandos, aunque en la historia se nos aclara que el bando "ganador" sí que emprendió una campaña para recuperar a sus muertos), y que contradice de un mazazo cualquier idea religiosa (honrar a los muertos es probablemente el único elemento común a todas las religiones), Paco Roca y Rodrigo Terrasa nos sumergen de lleno en una historia complicada, pero imprescindible si queremos mejorar como sociedad, evolucionar, y no involucionar, como pretenden los que insisten en no querer saber nada del asunto. A estos son, precisamente, a los que invitaría a asomarse, aunque fuera poco a poco, a "El abismo del olvido".

Porque resulta muy complicado, una vez abierto el libro, no dejarse atrapar por lo que cuenta, y sobre todo por la forma en que se nos cuenta.

En la charla del Thyssen, escuchando a Paco Roca, y viendo solamente las ilustraciones que aparecían en pantalla, detecté su valor principal, la característica que ha hecho que le siga prácticamente desde que empezó a dibujar. Ese valor es la empatía.

Paco Roca tiene empatía, y mucha. Le sale por cada uno de los poros de su piel cuando habla. Pero es que además es capaz de hacer algo increíble con ella: transmitirla, traspasarla a todo aquel que se sumerja en su obra. La empatía se tiene o no se tiene, eso es algo inherente a cada uno, pero leyendo a Paco Roca se puede adquirir. Recuerdo una exposición suya en Telefónica, hace muchos años. Iba con mi pareja, que no conocía su obra. Al ver unas cuantas ilustraciones de "Arrugas", ella empezó a llorar. En aquella ocasión me di cuenta de la importancia, del tremendo poder de Paco Roca. ¿Creéis posible empatizar con un miembro de un pelotón de fusilamiento? Paco lo consigue.

A las pocas páginas, vemos a José Celda, a Pepica Celda, y sobre todo al admirable Leoncio Badía, como si fueran miembros de nuestra propia familia. Paco consigue con su forma de dibujar, con sus silencios, con sus primeros planos, y con ese maravilloso guión de Rodrigo Terrasa que, a pesar de lo ocurrido, sintamos como propios la fuerza, la determinación, el dolor, la angustia y la alegría de unas personas que, por encima de cualquier otra consideración, son seres humanos empeñados en ser tratados como tales, tal y como nos empeñaríamos cualquiera de nosotros.


A medida que avanzaba en la lectura se iba diluyendo la hipotética dureza del asunto, para transformarse poco a poco en un potente y entrañable canto a la condición humana en estado puro, despojada de miedos, prejuicios, creencias y tabúes. Al cerrar el libro, cuando ya casi estaba amaneciendo. me quedó esa sensación de haber vivido una experiencia inolvidable, enriquecedora, y sobre todo, como ya creo que he dejado claro, profundamente humana.

lunes, 8 de abril de 2024

TODOS MIS AYERES. AUTOBIOGRAFÍA DE EDWARD G ROBINSON

Triste, porque lo he terminado. Feliz, porque lo he vivido.

Creo que esta reflexión resume perfectamente lo que sentí anoche cuando leí la última frase, soberbia, de "Todos mis ayeres, una autobiografía", escrito por Leonard Spigelgass a través de los testimonios directos de Edward G Robinson, y traducido magistralmente por Ananda Segarra. Esa frase pertenece a un discurso del actor, un alegato final impresionante, que se lee manteniendo la emoción a flor de piel, en el que se refleja perfectamente su inmenso amor a la profesión, que para él era sin duda lo más importante de su vida.

Compré el libro a primeros de marzo. No sé si habéis visto "Chocolat", con ese alcalde puñetero interpretado por Alfred Molina, que mira de vez en cuando de reojo y con mirada golosa los pasteles expuestos en el local de Juliette Binoche, hasta que no puede más y se pega la gran comilona. Pues algo muy parecido me ocurrió a mí con "Todos mis ayeres". Lo puse en cola, después de un libro que me tenía que leer para un club de lectura, y de uno de Landero, el último, del que llevaba un par de capítulos. Cada noche, al dejar a Landero, veía a Edward, con esa mirada entre sonriente y displicente, con el puro en una mano, y la otra apoyada en una repisa sobre la que había un objeto de arte de los que tanto le gustaban. "Tienes que esperar un poco, amigo", le decía, y él afirmaba sonriendo. A la tercera noche ya no sonreía. Me chistaba, interrumpiendo mi lectura, y me decía con su voz peculiar "deja ese bodrio. Te estoy esperando". "No es un bodrio, es una joya". "Hasta que no te metas aquí no vas a saber lo que es una joya". Pasaron varios días, y al final, cuando llegó un momento en el que no me concentraba en el Landero, y me pareció que Edward estaba a punto de sacar una pistola de algún rincón de su elegante chaqueta roja, dejé lo que estaba leyendo y me zambullí de lleno en "Todos mis ayeres". Me ha pasado eso otras veces, que un libro se cruzara en mi camino y tuviera que dejar lo que fuera para ponerme con él, pero creo que nunca con tanta fuerza como con este. Tenía razón Edward en abroncarme, el libro es una joya.

Lo empecé el catorce de marzo, y lo terminé ayer. Han sido veinticinco días no sólo de lectura intensa, probablemente la más intensa que haya tenido nunca, sino de búsqueda, de análisis, de visionado de películas... Porque "Todos mis ayeres" no es sólo una autobiografía, un libro de memorias lleno de anécdotas jugosas, que también, pero no sólo eso. El libro refleja la trayectoria vital, el viaje lleno de altibajos, tragedias, éxitos y fracasos de una persona que, saliendo de una situación prácticamente en la miseria de su Rumanía natal, alcanzó la cumbre en los Estados Unidos.

Resulta imposible leer el libro sin indagar y buscar las innumerables referencias a obras de arte que contiene. El actor fue probablemente el coleccionista más importante de su país, y el libro nos relata esa faceta suya, sus incontenibles deseos de comprar cuando veía algo que le gustara, normalmente de la época impresionista, o el placer que sentía al colgar sus cuadros en su casa de Beverly Hills. Observando los cuadros que le atraían, desde las primeras referencias a obras que reflejaban esa Nueva York neblinosa y sombría que tanto le impresionó a su llegada desde Rumanía, creo haber detectado un gusto por lo melancólico, lo sobrio, colores discretos, una madurez en los temas que probablemente fuera fiel reflejo de su carácter. 

Hay que destacar también las continuas referencias a libros, a obras de teatro, a autores, a directores... También me ha resultado imposible no interrumpir la lectura de vez en cuando para ver alguna de las películas interpretadas por él, muchas de ellas desconocidas para mí, y todas ellas interesantes. 

Edward G Robinson era un actor, pero también era un coleccionista de arte, un mecenas, una persona comprometida con las causas que consideraba justas, muy generoso y empático, y me ha resultado una sorpresa muy agradable descubrir también que todo ello lo asimilaba y difundía con un sentido del humor muy especial. Resulta muy sencillo dejarse impregnar por su tremendo humanismo, procedente sin duda de la dureza de sus comienzos, y que le convirtieron en ese hombre del Renacimiento adaptado a la modernidad, e incluso muy adelantado a su tiempo.

Resulta sorprendente también su visión política, tan actual, tan aguda, tan comprometida con todo lo que pueda aliviar al ser humano. En este sentido ha resultado un gran placer leer todo lo relativo a la época de la caza de brujas, en la que debido a sus ideas políticas tuvo un especial protagonismo. Edward es capaz. con su forma de contar, de transmitirnos su tristeza, la decepción y el desasosiego que le produjo una situación absurda, fruto del miedo y de la sinrazón, que estuvo a punto de acabar con Hollywood por una perversa manipulación de las conciencias. No me resisto a copiar aquí unas frases suyas, llenas de impotencia, de razón y de dolor, que me han parecido además perfectamente extrapolables a la realidad actual:

"¿Cómo se atreven a sugerir que sólo los comunistas se preocupan por las víctimas de los nazis, por los negros, por los okies, por la discriminación, por Sacco y Vamzetti?... ¿Cómo se atreven a sugerir que preocuparse honestamente por la humanidad, es sinónimo de comunismo?".

El libro se lee de una manera cómoda, ligera, amena. La traducción de Ananda Segarra es perfecta, y aunque ella probablemente lo niegue, se trasluce al leer la pasión, pero sobre todo el amor que ha volcado en ella. Ananda también ha contribuido mucho a convertir en placer la lectura, al compartir en redes su entusiasmo por el actor, colgando fotografías, vídeos,  anécdotas, y hasta una curiosa publicidad relacionada con la última película protagonizada por Edward. Ha sido un placer, y seguirá siéndolo sin duda, ampliar el inmenso legado que ya de por sí nos proporciona el libro, con las generosas y continuas aportaciones de Ananda.

Al principio dije que lo había cerrado, pero no, creo que me he equivocado, porque "Todos mis ayeres" es uno de esos libros, pocos, que pasan a formar parte de nuestro bagaje, de nuestra mochila de vida, que permanecen y van a permanecer para siempre abiertos en nuestro corazón.

 

jueves, 7 de marzo de 2024

EL POR QUÉ DE TODO ESTO

¿Por qué cuando veo una película que me gusta, o un documental, o un concierto, o una exposición, o lo que sea, siento la necesidad de escribir sobre ello? ¿Por qué incluso a veces me pongo a escribir sobre un tema de actualidad, o del pasado, o sobre mi forma de pensar, de sentir, o de vivir? ¿Por qué escribo en un blog?

Preguntas, preguntas, a veces sin respuesta, en ocasiones retóricas, necesarias cuando el ánimo flaquea y me paso una buena temporada sin escribir nada, sin sentir esa necesidad de transmitir. Es en esas ocasiones cuando sigo escribiendo, pero no para compartir en redes, sino por el simple placer de hacerlo. Placer entre comillas, porque no sé si es muy justo llamar placer a algo que es más bien una necesidad, una adicción, o como diría un poeta del romanticismo, un castigo divino.

Desde que empecé con el blog, en Diciembre de 2007, mucha gente me ha hecho a veces esa pregunta, y lo cierto es que nunca he tenido clara la respuesta, porque las razones por las que lo hago han ido cambiando desde entonces, del mismo modo que cambia nuestra forma de pensar, nuestra naturaleza, nuestra alma. En aquel momento suponía una válvula de escape ante una situación familiar delicada y muy intensa, en la que pasábamos en un instante de la euforia más desatada a momentos de bajón, que nos parecían infranqueables hasta que aparecían otros peores. Vivíamos en una montaña rusa, pendientes de resultados médicos, de síntomas, de novedades, y el blog me ayudaba a sobrellevar todo eso, como una especie de terapia, de desconexión de la dura realidad, aunque sólo fuera durante el tiempo que empleaba en escribir la entrada. Ya por aquel entonces escribía sobre películas, sobre directores de cine, con unas ilustraciones que me enviaba un magnífico acuarelista, Juan Valdivia. El blog no estaba separado por temas, como ahora. Se mezclaba el pensamiento con los comentarios de películas. Hubo muchas lagunas temporales, sobre todo a partir de Agosto de 2008, en la que publiqué una entrada sobre el accidente en Barajas de Spanair, y no volví a retomarlo hasta febrero del año siguiente. Después, en el 2014, hubo un vacío de casi cinco años, hasta el 2019, y desde entonces hasta ahora, con mayor o menor frecuencia y con algunos cambios sustanciales, he seguido dando la paliza con mis cosas.

Algunas personas de mi entorno han aventurado las razones por las que ellos suponen que alguien puede decidirse a exponer ante los demás sus ideas. Todos ellos reflexionaban sobre ello casi siempre en primera persona, “yo no necesito que me aplaudan”, “yo no necesito escribir para forrarme”, “ni necesito ni me gusta caer bien a la gente”, como dando a entender, de una manera implícita, o incluso explícita, que esas son las razones para hacer lo que hago, extrapolando de esa manera hacia mí los motivos por los que probablemente ellos lo harían.

No, lo cierto es que no son esas las razones. Creo que hace ya mucho tiempo que perdí la necesidad de caer bien a la gente. De hecho es algo que no me importa porque no espero nada de nadie. El no tener expectativas te da, o al menos en mi caso creo que es así, la facilidad para mostrarte tal como eres, porque no necesitas estar fingiendo, ni crearte un “yo” que no eres, para cautivar al prójimo. Me dan mucha lástima las personas que viven una vida en la realidad, y otra muy distinta en redes, más atractiva, más interesante, pero también mucho más superficial, y sobre todo falsa. No, no es el caso, no es mi caso. Por otro lado, alguien me dijo también que mostrarte como eres te hace más vulnerable, te pueden hacer daño con facilidad. La verdad es que, al no tener expectativas de nadie, es muy difícil también que nadie te haga daño. No me cuesta nada escribir sobre lo que pienso, sobre lo que soy, sobre lo que siento ante un determinado suceso, ya sea algo triste o alegre. Escribir sobre eso, y esa sí es una de las razones por las que lo hago, me ayuda de alguna manera a sobrellevarlo, a asimilarlo y digerirlo de una manera más tranquila que si no lo plasmo en el papel. Es un tópico que se utiliza mucho para hablar sobre los que escriben, pero en mi caso es verdad que el traspasar al papel los problemas me ayuda a que se queden ahí, y no en la cabeza.

Tampoco escribo para forrarme, por supuesto. No nos engañemos, nadie en su sano juicio escribe para forrarse. Hace poco escuché a Landero en una entrevista hablar sobre este punto. “Si escribes para forrarte, lo mejor es que dejes de hacerlo, porque aunque sólo sea por estadística, no vas a llegar a nada. Pero si lo haces porque no puedes dejar de escribir, porque para ti es como una necesidad casi física, sigue escribiendo”. En sus mejores momentos, este blog era leído por setecientas, ochocientas personas como mucho. Al retomarlo en 2019, esa cifra pegó un bajón terrible, entre otras razones porque había abandonado Facebook por salud mental, y ahora es muy raro que una entrada sea leída por más de cien personas. No, no me voy a forrar escribiendo, eso lo tengo muy claro, como también tengo claro que de hecho no he hecho nunca nada en la vida para forrarme, más que nada porque ni valgo para eso ni me interesa.


Hace unos días se puso a la venta un libro que cuenta la vida de Edward G. Robinson (“Todos mis ayeres, una auttobiografía”, traducido por Ananda Segarra). Hablando con ella, con Ananda, le conté que ese actor era el preferido de mi padre, y que cada vez que ponían una película suya en la televisión, se ponía como loco contándonos lo buena que era, y que teníamos que verla.

Es curioso. Parece mentira que una simple charla despierte un recuerdo, y que ese recuerdo, a su vez, arrastre de otros recuerdos similares, como si una vez liberado, sacado del abismo de la memoria, tirara cuerdas invisibles para que se liberen sus compañeros. Aquella charla con Ananda me trajo a mi padre, y recordé otra vez, como si hubiera ocurrido ayer, la tarde en que me llevó entusiasmado al cine a ver “Ulises”, con Kirk Douglas, en una de aquellas sesiones dobles de cine de barrio que, por supuesto, repetimos en otras muchas ocasiones. Recuerdo también cuando me contaba, con los ojos brillantes, escenas de películas que después, cuando las veía en pantalla, me parecían más aburridas que la versión que me había escenificado mi padre. La escena que precisamente Edward G. Robinson protagoniza “Seis destinos” me la sabía de memoria cuando la vi, porque me la había contado.

Le ocurría lo mismo con la literatura, con la música, con todo. Su coletilla era siempre la misma: “Tenéis que escuchar esto”, “tenéis que leer este artículo”, “no os podéis perder esta película”. Gracias a ese mantra, en mi casa sonaba “Carmen” a todo trapo y a todas horas, se veían muchas películas en blanco y negro en la 2 de Televisión española, y se leían libros, tebeos y todo lo que cayera en nuestras manos. ¿Cómo iba yo a conocer si no a Flash Gordon, al Principe Valiente o al Hombre enmascarado cuando sus aventuras empezaron a ser publicadas por Buru Lan, si no hubiera sido porque mi padre me había hablado antes miles de veces de ellos?

Y esa es la razón, el porqué de todo esto. La charla sobre Edward G. Robinson me trajo a la memoria a mi padre, y a su gran pasión por compartir lo que le gustaba. Ese es el motivo, y ayer lo comentaba con una buena amiga: el deseo de compartir. 

No sé si una pasión se puede inocular, o viene ya de serie en el ADN, pero en mi caso ha sido así prácticamente desde niño. Me ocurre exactamente lo mismo que a mi padre cuando veo algo que me gusta. Me encantaría que lo viera todo el mundo, y por eso lo comparto por medio de este medio. A pesar que muchos dicen que mi criterio no es fiable, porque me gusta todo (y no es que me guste todo, sino que siempre encuentro algo positivo e interesante), creo que seguiré escribiendo cuando me encuentre con algo sobre lo que merezca la pena escribir, y con que tres o cuatro personas de las que leen esto me digan que lo que he escrito les ha motivado para ver una determinada exposición o una película, me daré por más que satisfecho.

Lo que más me apena de todo esto es que en la época de mi padre no existieran los medios que tenemos ahora para expresarnos. Habría reventado Blogger con sus recomendaciones, ya lo creo