Una maravillosa película, sin duda. La pusieron anoche en la 2. Ya me atrajo el sugerente blanco y negro del tráiler, la acertada fotografía, el título, la nacionalidad… En los comentarios iniciales, el presentador la comparó con “Sólo ante el peligro”, y es verdad. Tanto la puesta en escena, como las situaciones, los visillos apenas descorridos para atisbar sin ser visto, y sobre todo la inquietante presencia en un perdido pueblo de la Hungría Magyar en 1945 de dos judíos, recuerdan mucho el magnífico western de Fred Zinnemann. Porque la película, en definitiva, es eso, un western europeo, perfectamente equilibrado, con una tensión in crescendo que se va desarrollando a lo largo de unas pocas horas hasta la explosión final.
A un pueblo perdido de la Hungría profunda llegan en tren
dos judíos ortodoxos. Alquilan un carro para llevar dos arcones de madera a un
lugar que sólo ellos conocen. El conductor les ofrece llevarlos en el carro, pero
ellos le dicen que no, que van a ir andando. Esa imagen de los dos judíos,
caminando tras su equipaje, atravesando el pueblo en silencio hasta llegar a su
destino, es la más emblemática de la película. Sólo en sí misma es ya todo un
poema, una alegoría del regreso.
El paso de los judíos es visto con inquietud, miedo y
sorpresa por la mayoría de los habitantes del pueblo, que se preparan para la
boda del hijo del secretario general. La voz se va corriendo. “Han llegado dos
de ellos”, susurran con temor. “Han traído dos baúles llenos de perfumes”,
inventan sin haber visto en realidad el contenido de los arcones. Al paso de
los judíos con su misteriosa carga asistimos al despertar de los
remordimientos, de la ambición desmedida, de los fantasmas que muchos creían
muertos y enterrados pero que han vuelto con una misteriosa misión. Poco a poco
el espectador va tomando conciencia, a través de frases sueltas, de reproches
largamente ocultados, de cargas morales que vuelven a hacer su aparición, de
que en ese pueblo ocurrió algo terrible con los judíos, de que no queda ni uno
sólo, y que sus posesiones, casas y negocios, pertenecen ahora a otras
personas, en algunos casos a quienes les denunciaron.
La película es una alegoría del remordimiento, que explota
con una intensa fuerza sin que los dos judíos hagan otra cosa que simplemente
estar presentes, existir. No hace falta que digan nada, que hagan nada. Su mera
presencia provoca una catarsis de remordimiento increíble. En un acierto que me
parece una genialidad, el director insinúa apenas la presencia de una patrulla
rusa, el nuevo poder que en un futuro va a dominar Hungría con la misma mano de
hierro que habían utilizado antes los alemanes. La patrulla rusa, que si bien
no incide en la trama muestra cada vez que aparece su desprecio a la población
del lugar, se complementa perfectamente con la pareja de judíos caminantes.
Remordimiento, perdón… La película da mucho que pensar. Los
habitantes del pueblo parecen esperar una venganza, temen que los dos judíos
sean una avanzadilla de los muchos otros judíos que abandonaron el pueblo. De
los que fueron obligados, mejor dicho, a abandonar el pueblo dejando toda su
vida atrás. Pero no es así. O quizá sí lo sea, y los dos judíos saben de sobra
que su mera presencia es capaz de despertar el fantasma del remordimiento que
cada habitante de ese pueblo lleva dentro.
El remordimiento es algo muy peligroso. Salvando las
distancias de los habitantes de ese pueblo húngaro (lo que les habían hecho a
sus judíos era algo seguramente muchísimo más grave que lo que cualquiera de
nosotros podrá hacerle a alguien en toda su vida), el peligro que tiene el
remordimiento pone una barrera en cada uno de nosotros que, si no se supera con
valentía, nos puede arruinar a la larga la vida. Todos tenemos la sensación de
que hemos hecho daño, a alguien o a algo, en mayor o menor medida, en algún
momento de nuestra vida, ya sea en nuestra infancia o en nuestra madurez. Si
esa sensación se tiene en la infancia aparecen los traumas, que no nos dejarán
crecer, madurar y pasar página hasta que no se superen. El remordimiento hace
que aparezca con fuerza el sentimiento de culpa, o viceversa. Ambos son la peor
losa que puede soportar la conciencia de una persona, un veneno del alma que
impide por completo que la persona en cuestión sea capaz de acometer con total
libertad el único camino de desarrollarse como ser humano: amarse a sí mismo.
Puede parecer una perogrullada, pero no lo es, en absoluto. Amarse a sí mismo
es la única manera de ser capaz de amar a los demás. La culpa, o el sentimiento
de culpa de cada uno, más bien, no permite eso.
No es una cuestión de género, eso está más que claro. Por
desgracia, la culpa, el remordimiento y la tristeza del alma que provocan ambos
puede que sean los sentimientos más igualitarios que existen. Tampoco es una
cuestión de edad. Como ya he dicho, el sentimiento de culpa puede aparecer
durante la infancia, instalarse ahí, e impedir que la persona sea libre hasta
que se libere de ese mal. Conozco tres personas que viven, o han vivido, con ese
sentimiento de culpa. Dos hombres y una mujer, con edades muy diferentes, pero de
carácter a veces similar. Ninguno de los tres es consciente de lo que ocurrió,
de lo que les provocó esa culpa. Seguramente sería una insignificancia, sobre
todo si lo comparamos con lo que les hicieron a los judíos los habitantes del pueblo
húngaro de la película. Da igual. Fue algo que hicieron, o que no hicieron, o que exageran en su mente, o
algo incluso de lo que les responsabilizó un adulto, sin tener en cuenta que eran unos
niños a los que no se puede responsabilizar absolutamente de nada. Posiblemente un adulto tan enfermo de culpa y remordimiento como ellos. Un hecho
fortuito, pero que se les quedó grabado en la memoria como la primera puerta
sin cerrar.
Porque el sentimiento de culpa, o el de remordimiento, no
son otra cosa que puertas sin cerrar, que provocan en las personas que las
tienen y las van acumulando que su madurez quede en suspenso hasta que sean
definitivamente cerradas y olvidadas.
No quererse a sí mismo conlleva una serie de problemas
añadidos, de miedos que regulan muchas de las decisiones que estas personas
toman en su trayectoria vital. Miedo al compromiso sentimental, a las
relaciones de amistad, a hacer daño, a vivir su propia vida. Hasta que no se
perdonen a sí mismos, no empezarán a quererse a sí mismos, y sus relaciones con
los demás se verán perjudicadas. Para ellos, quererse a sí mismos es un síntoma
de egoísmo. Lo ven así, y no hay manera de hacerles ver que es justamente lo
contrario, que es el primer paso, como ya he dicho, para querer a los demás. Eso
les sucede a los habitantes de ese pueblo de Hungría. Han vivido con ese
remordimiento durante años, con ese miedo, y en su caso, son incapaces de
perdonarse, aún a pesar incluso de que sí lo hayan hecho sus víctimas.
De nuevo me animas a ver una película q seguramente me encantará.
ResponderEliminarEl sentimiento de culpa va intrínseco a la educación q recibimos nuestra generación y la anterior. Estoy de acuerdo en q mutila la personalidad y la autoestima durante mucho tiempo y q es necesaria mucha madurez para ir superando los estragos q nos causa. Me ha gustado el concepto de q no es egoísmo quererse a uno mismo.
Como siempre un blog q incide en la reflexión sobre la vida y los problemas q nos anclan al pasado.
No dejes de escribir, eres una inspiración. Un beso muy grande
Comentarios como los tuyos son los que me animan a seguir con esto. La clave es lo que tú dices, madurar, quererse y perdonarse. Tan sencillo y tan difícil a la vez, como la propia vida. Muchas gracias por el comentario, un beso muy fuerte!!
Eliminar