En 1939, los nazis se preguntaron lo mismo, pero en pasiva.
Decidieron que los retrasados mentales, los inválidos, los nacidos con
malformaciones, no sólo no servían para nada, sino que además le costaban un
dineral al estado. Exactamente 60.000 marcos anuales, como se puede ver en el
cartel que adjunto a esta entrada. Los nazis encontraron rápidamente una
solución a este problema. Una operación, la AKTION T4, que consistía básicamente
en cargarse a estos ciudadanos que no servían para nada. Se trata de un
episodio poco conocido, poco divulgado, porque las víctimas eran los propios
ciudadanos alemanes. Las ejecuciones se llevaban a cabo en clínicas de Alemania
y Austria, como Grafeneck, Hadamar o Sonnestein, siniestros lugares que cesaron
su actividad en 1941, cuando los obispos de Berlín protestaron por estas ejecuciones.
Siniestros lugares que se convirtieron en campos experimentales de todo lo que
vino después, cuando los nazis se preguntaron ¿para qué sirve un judío?, o
¿para qué sirve un gitano?.
Sin llegar a los expeditivos métodos de los nazis, al menos
de momento (todo futuro puede ser incierto), incluso a día de hoy nos hacemos a
menudo preguntas similares. ¿Para qué sirve un anciano, por ejemplo?. No
podemos evitar pensar que los ancianos, en realidad, no aportan nada a la
sociedad, porque no hacen nada.
Sorprende casi desde el primer momento la convicción con la que estas personas, hombres y mujeres, decidieron abandonar el mundo, su
familia, su lucrativa profesión en algunos casos, para abrazar la clausura
cuando sintieron esa “llamada” de la que hablan algunos de ellos. Cuesta
entender, desde nuestra perspectiva de integrados en ese mundo, en esa sociedad
que ellos dejaron, que alguien pueda tomar una decisión así, pero eso ocurre, y
a medida que transcurría la película me di cuenta, porque nosotros estamos tan inmersos
en nuestra forma de vida, que lo único que valora es el hacer, el ser útil a la
sociedad, que no somos capaces de entender sus razones. Desde el respeto más
absoluto, sin mostrar ese lado oscuro o cuando menos pintoresco que le atribuimos
por desconocimiento a un monasterio de clausura, Santos y Javier nos sumergen
de lleno en esa realidad, usando para ello una fotografía y una música
espectaculares.
Los testimonios son diferentes, pero todos
tienen el nexo común de proceder de una decisión muy meditada y prácticamente
imposible de obviar. Cuesta entender las razones, cuesta entender las circunstancias que han llevado
a cada uno de ellos a ese lugar, pero no cuesta nada dejarse llevar, dejarse
irradiar por la enorme paz interior que muestran en todo momento.
La película transcurre como un ejercicio de meditación, de
comprensión, de empatía cada vez más acusada. A la incredulidad inicial, nacida
de un prejuicio, de una especie de temor a lo desconocido, le sigue, a base de
testimonios, imágenes, música, silencios y sonrisas, la apertura a un mundo, a
una forma de pensar que seguramente ninguno de los espectadores habíamos
pensado a priori que nos iba a impactar de esa manera. No se trata de
una película religiosa, sino, sobre todo, espiritual. Lo resumió muy bien una
espectadora en el coloquio final, “Aquí no se habla de Iglesia, ni de sus
desmanes, ni de sus problemas, ni de sus pecados. No se trata de ser creyente o
no, porque a cualquiera, sea o no creyente, no le puede dejar indiferente la
enorme espiritualidad de estas personas”
No se trata de juzgar, ni de opinar, ni tan siquiera de
tratar de entender. De lo que se trata en realidad es de abrir el alma a una
forma de entender la vida que conecta directamente con lo más puro del ser
humano como parte de la naturaleza que nos rodea. Y sobre todo, de dejarse
llevar por esa paz interior que irradia la película desde el principio hasta el
final.
Y para que, de alguna manera, dejemos de seguir preguntando
para qué sirve un ser humano.
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