domingo, 29 de diciembre de 2019

Dolor y Gloria. Reconciliación y respeto



Una persona me comentó en Twitter que las dos películas más punteras para los Premios Goya del año que viene son “Cuando acabe la guerra”, de Amenábar, y “Dolor y Gloria”, de Almodóvar. Al leer ese tuit comenté que la de Amenábar ya la había visto (y me gustó mucho, por cierto), y que la de Almodóvar me daba pereza, la verdad. Esa persona comentó “Almodóvar te puede gustar mucho o nada. Esta es de las que te gustan”, así que decidí verla.

No con mucho entusiasmo, la verdad. Con Almodóvar la mayoría de las veces me ha ocurrido siempre lo mismo. Sus temas recurrentes (infancia en la España profunda, curas perversos en el seminario, toqueteos y escenas de sexo explícito puestas ahí para escandalizar…) llegó un momento, cuando empezaron a enranciarse, que me aburrían. Me parecía uno de esos directores que se escandalizaban, o trataban de escandalizar, por lo que ya no se escandalizaba nadie, con una mezcla de ranciedad y modernidad que se me estaba haciendo muy complicada de digerir. Conste que lo intenté muchas veces, pero a partir de “Que he hecho yo para merecer esto”, con honrosas excepciones como “Átame” o “Hable con ella”, la verdad es que siempre me pareció que hacía la misma película, su película.

El comienzo de “Dolor y gloria” no fue una excepción. Mis prejuicios mandaban. “Ya está con lo de siempre. Escena bucólica de su infancia, curas perversos en el seminario…”. Pero no. En esta ocasión esos temas estaban tratados de otra manera, como con cariño, sin malos recuerdos. Poco a poco me fui enganchando. En la conversación que Antonio Banderas sostiene con Cecilia Roth (para mí los dos son muy grandes actores, que mejoran con el tiempo) aparece lo que, después de verla, es para mí la clave de la película. Salvador (Antonio Banderas) le dice a Zulema (Cecilia) “He vuelto a ver “Sabor” (una de sus primeras películas como director) y la actuación de Alberto Crespo (Asier Etxeandía, soberbio, para mí lo mejor de la película) no me ha parecido tan mala como cuando se estrenó. La película ha envejecido bien”. Zulema le contesta “Son tus ojos los que la ven de otra manera. La película sigue siendo la misma”.

Y es eso precisamente lo que le ha ocurrido a Almodóvar, o al menos a mí me lo parece. De alguna manera su alma ha cambiado, ha limado asperezas con su vida, se ha reconciliado con un montón de cosas, y ha filmado una película soberbia, en la que la reconciliación, el perdón, la necesidad, que parece llegar a medida que se prolonga nuestra vida, de cerrar el círculo, lo impregna todo, desde el personaje de Salvador al de Alberto, pasando por el de Federico, probablemente la mejor actuación de Leonardo Sbaraglia que haya visto nunca.

Poco a poco Salvador va remontando una culpa, un episodio de su vida que indudablemente no ha superado. Un episodio entre muchos otros que le afectan que le han llevado a una especie de postración mental y física, teñida de una infinita tristeza, de la que parece querer salir pero sin saber muy bien cómo. La conversación con Zulema le lleva a visitar a Alberto, con el que no hablaba desde el estreno de “Sabor”. Esa visita le lleva a otras situaciones, a reencontrarse con otras personas que formaron parte de su pasado y que le dejaron una huella tan tremenda que le afectó en su estado de ánimo, sumiéndole en una especie de depresión de la que, hasta este momento, no se había molestado en salir. Son sus nuevos ojos, esa nueva alma, ese ver la película de otra manera, no tan crítica, y sí más entrañable, lo que le va empujando, sin que apenas sea consciente, a volver a ver la luz.

Me iba enganchando a la película, no cabía duda. Con cierta sorpresa, no demasiada, porque a Sergio, mi hijo, le había encantado, y si a Sergio le gusta una película, inevitablemente me gusta también a mí. Pero coño, es que es Almodóvar, el de siempre, el de la Movida, que a veces parecía haberse quedado anclado en el Madrid de los 80, con esporádicas salidas al pueblo en el que transcurrió su infancia. No, esta vez Sergio se ha equivocado (pensaba yo), no puede ser.

Pero no, Sergio no se había equivocado, en absoluto. 

Estaba disfrutando del intimismo de la película, de sus toques de humor (inolvidable la tertulia de la Filmoteca), de sus momentos de nostalgia, de la remontada de Salvador. Estaba gozando de la película, y de repente, llega esa escena, tan de Almodóvar, tan simple y grande a la vez, en la que Alberto (Asier Etxeandía), antes de ensayar su monólogo, el soberbio monólogo que pone la carne de gallina y que es la piedra fundamental de toda la película, enciende un casette y da unos pasos de baile con los primeros compases de la mítica versión de “La vie en rose” que interpretó en los 80 Grace Jones. En ese momento caí rendido ante el genio de Almodóvar. Es increíble que se pueda expresar tanto sentimiento, tanta serenidad del alma, con una escena que apenas dura unos segundos.

No sé cómo transmitir la tremenda sensación de paz, de tranquilidad del alma, de belleza y de sentimientos a flor de piel que me ha proporcionado la película. La reconciliación personal de Almodóvar con sus fantasmas, con unos traumas que indiscutiblemente viene arrastrando desde su más tierna infancia, ha supuesto también mi reconciliación con su cine, con su alma, con su manera de narrar. He visto sinceridad, mucha, y coraje, al desnudar su espíritu en la forma en que lo ha hecho en muchas escenas. He visto una simbiosis perfecta entre el personaje, su intérprete, y el director. En una entrevista dijo Banderas hace poco que no sabía explicar muy bien los sentimientos que había tenido a la hora de interpretar a Salvador. Se ha metido tanto en el papel, probablemente el más grande de su carrera, que no interpretaba, sino que era el mismo director de la película.

Igual es un poco tarde para recomendarla, pero si podéis no dejéis de verla. Una película extraordinaria, de esas que te remueven el alma hasta el punto de ver las cosas de otra manera mucho más serena y tranquila. Enhorabuena, maestro.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Sembrar... Recoger.


Tal fecha como hoy, hace ya seis años, fue un día triste para la familia. Se fue mi padre, sin hacer ruido, en silencio. Había decidido por su cuenta dejar de bailar, evitar lo que probablemente se le hubiera venido encima, un tratamiento duro. Me lo imagino muchas veces diciendo “¿Que me van a hacer qué? Quita, quita, yo me largo…”. Ya le dediqué una entrada por aquellas fechas, quienes le conocieron le llevan todavía en su interior, saben y aprecian lo que sembró. De los que quiero hablar ahora es de los que estuvieron en el último momento, acompañándole en el tanatorio y en la incineración, en la Almudena.

Recuerdo la soledad inicial, el amanecer de la noche en que falleció, mi hermano y yo en la habitación del hospital. Poco a poco fue llegando gente. Mi cuñada creo recordar que fue la primera, desconsolada. Después mi cuñado y mi hermana, y poco a poco todos los demás. Después de hacer las gestiones necesarias, le trasladamos al tanatorio de San Isidro.

Familia, amigos, conocidos y hasta vecinos llenaban la sala, durante todo el tiempo. Hubo abrazos, besos, charlas emotivas de la gente que le conocía, recordando anécdotas, viajes, discusiones, comidas, encuentros y desencuentros en los que él había participado. La imagen que tengo de aquel día y el siguiente es de la cantidad de gente, de la cantidad de lágrimas que se vertieron en su honor.

Recordé lo que me había dicho mi jefe durante la incineración de Pilar, mi mujer, en septiembre de 2008, a la que también acudió muchísima gente. Yo me sorprendí al ver allí no sólo a compañeros, sino incluso a personas que simplemente trabajaban en la misma obra pero que no pertenecían a mi empresa. Al comentárselo a mi jefe, este me susurró al oído “recoges lo que siembras”.

Se me quedó grabada esa frase. La recordé también el 4 de Octubre de 2017, hace poco más de dos años, cuando falleció el padre de mi novia. El escenario era diferente, un tanatorio pequeño, pero muy entrañable, a las afueras de Benalmádena, pero el sentimiento era idéntico. Cuando llegamos allí, desde Madrid, en el primer AVE que salió de Atocha, todavía era pronto, pero a medida que avanzaba el día, aquel pequeño rincón se fue llenando de gente, de familia llegada de Barcelona, de Cádiz, de Valencia… De amigos, de compañeros de trabajo del Ayuntamiento, de clientes… Todos recordaban a aquel hombre con cariño, y contaban anécdotas, vivencias, manías, rasgos de su carácter… Exactamente igual que con mi padre. Vidal también había sembrado, y mucho. No coincidí con él demasiado, ni por la distancia ni por el tiempo, pero era una de esas personas que por su forma de ser dejan huella profunda en el alma.

Pilar, Jose Luis, Vidal, Raimundo, Enriqueta y muchos otros… Ellos sembraron. Cada uno de los que les hemos conocido les llevamos en nuestro interior. Y no hablo en un sentido metafórico, no. En muchas ocasiones somos ellos, actuamos exactamente igual que ellos. Están en nosotros, y en muchos de los que llenaron también la sala del tanatorio, de los que abarrotaron el comedor de su casa cuando todavía no era muy usual el uso de los tanatorios, de los que formaron cuando se fueron un ejército de personas que les lloraba, pero que también sonreían recordando su vida, su forma de ser. Llorar porque se han ido, reír por haber tenido la inmensa suerte de haberles conocido. Personas que siembran, personas que recogen.

No recuerdo la fecha. Ni siquiera el año. Tenemos tendencia a olvidar los sucesos que nos han amargado, y aquel fue probablemente el que más tristeza me ha causado en toda mi vida. El padre de un supuesto amigo había fallecido, y estaba en el tanatorio de una ciudad fuera de Madrid. No fui por el amigo, sino por aquel hombre entrañable, al que yo había conocido cuando era niño, en el colegio, cuando era compañero de ese supuesto amigo. Creo que jamás he sentido una angustia tan profunda como cuando entré en la sala de aquel tanatorio. El supuesto amigo estaba sentado en un sillón, con su mujer al lado, mientras su hija pequeña jugaba con unas muñecas en una mesita supletoria.
No había nadie más.

Tuve una sensación muy extraña, de profunda pena. Ni por lo más remoto me hubiera imaginado algo así. Recuerdo que pensé que aquel hombre no merecía aquello, que su carácter jovial, siempre con una anécdota que contar con aquella agradable voz que todavía recuerdo, siempre generoso a la hora de mostrar sus sentimientos, tenía que haber sembrado por fuerza en el alma de muchas personas, como lo habían hecho Pilar, mi padre, Vidal, mi abuela… No podía ser, no es justo que una persona esté tan poco acompañada en su partida. No me entraba en la cabeza. Después de dar el pésame, salí con mi supuesto amigo a la puerta del tanatorio. Allí, sentados en un banco, mi supuesto amigo aprovechó la ocasión para pedirme dinero prestado. Le negué el préstamo, le saludé, le di un apretón de manos, y me marché. No he vuelto a verle más, por suerte. No me molestó, no me dolió, más bien, que me pidiera dinero, sino que le hubiera robado a su padre, con sus acciones y su comportamiento, la oportunidad de recoger lo que, sin ninguna duda, aquel hombre había sembrado a lo largo de su vida.

Ayer estuve leyendo unas notas de mi padre, escritas con esa letra suya tan peculiar. Anécdotas de una Semana Santa en Gandía, con nuestros hijos todavía niños dando la brasa ("¿Cuándo llegamos? ¿Cuándo comemos? Me meo…"), pensamientos de grandes hombres que copiaba de libros o del ordenador… Siembra.

Hoy es un día triste, porque se fue, pero también es un día alegre, porque está ahí, a nuestro lado. Muchas personas se obsesionan por dejar algo para la posteridad, por ser ricos y famosos, por ser recordados, como Aquiles, o por dejar una cuantiosa herencia… Yo me conformo con sembrar un poco, aunque sea la décima parte de lo que han sembrado en mi alma las personas a las que he tenido la inmensa fortuna de conocer.