En esta ocasión voy a trabajar poco. Es un poco largo, pero merece la pena perder unos minutos para leerlo y otros tantos para reflexionar. Con un artículo tan magnífico como el que os presento, sobran las palabras. Os dejo las de David Santos Orcero:
memento mori
Sábado, 23 de Septiembre de 2006
Por mi post anterior en el blog, ya pueden imaginarse mi interés por la ética del periodo republicano de Roma. Este va tambien de lo mismo.
Hablando con unos amigos de una persona que ha llegado hace poco a su cargo de gran responsabilidad en una empresa muy importante en su sector de ámbito nacional, uno de ellos comentó: “fulanito ha comenzado a levitar demasiado pronto”. Curiosa forma de definir la acción de una persona.
Desgraciadamente algunas personas cuando ocupan un puesto de poder o de responsabilidad -la ya comentada potestas-, comienzan a hacer tonterías que ninguna persona en su sano juicio habría realizado. Me recuerda a una viñeta cómica de Brasil, donde un Fernando Henrique Cardoso -ex-presidente de Brasil-, en pleno auge de su mandato, desde el palco y contemplando una manifestación, le pregunta a su vice: ¿Quien es aquel que grita tanto allá al fondo de la manifestación? Es usted hace diez años, le responde su vice.. Por haber mencionado un ejemplo de una viñeta cómica de un político, no debemos pensar que esto es un problema de los políticos: muy al contrario, afecta a las personas independientemente del estrato cultural y del poder alcanzado, y tiene más que ver con el hecho de haber adquirido la potestas sin el periodo de “combate en las trincheras” necesario para adquirir auctoritas. Dale un pito a un tonto, dice el dicho castellano, y tendrás un tirano.
Algunas personas, desgraciadamente -para ellos y para las empresas para las que trabajan- una vez que alcanzado un cargo ejecutivo, comienzan a distanciarse de la realidad; su percepción de esta comienza a alterarse, y comienza a creerse el centro del universo y que sus opiniones, por tener un cargo ejecutivo, son correctas per se. Y los humanos de a pie que lo escuchan ven su disociación de la realidad; pero nadie quiere gritar que el rey está desnudo. Esto es la levitación, que desgraciadamente es una enfermedad que afecta a algunas personas con poder real. Todos hemos tenido al inicio de nuestra carrera profesional algún jefe tipo “Jefe de Dilbert”. Años más tarde, cuando ascendemos en la empresa y conocemos a antiguos colaboradores de sudodicho iluminado, descubrimos que muchas veces este jefe fue una persona inteligente, aguda y competente en algún momento pasado; y su visión comenzó a disociarse de la realidad en algún momento después de adquirir la potestas. Otras veces nos confirman que ya venía imbécil de fábrica, y que lo único que ha pasado es que ha tardado en descubrir su vocación: tengo particularmente en la cabeza ahora a un middle-management de la banca, reconvertido a otro sector, y que vive levitando, mientras que salta de la empresa grande en la que trabajaba y que ha sumergido en el caos a otra pequeña, sumerge en el caos a la pequeña, y retorna a la grande para seguir esparciendo caos. En base a mi experiencia, no es el primero ni el último al que la potestas le sienta muy mal.
También encontramos empresarios, de gran experiencia profesional y valía, muy competentes, que ante una situación de crisis comienzan a creerse su propia propaganda. Y van cantando, victoria tras victoria, hasta la derrota final. Han olvidado que la realidad es terca, y se suele imponer a su propia propaganda.
Algunos pueden pensar que esto es una derivación del principio de Peter, o del más moderno -y más depresivo- “principio Dilbert”. Sin embargo, si vamos un poco más al pasado, veremos que estos dos principios están completamente descaminados: el despegue de la realidad por parte de algunas personas que tienen poder efectivo es tan antiguo como el mundo.
Volvamos a Roma. Porque ya ellos sabían de este problema, y tenían una curiosa forma de plantear una solución. En la época de la república romana, existía una ceremonia, denominada Triunfo, con unas características muy interesantes. Antes de que degenerara durante el Imperio en una ceremonia de exaltación del Imperator, el Triunfo era un evento culturalmente muy interesante para el tema que nos toca. Vamos a hablar de este tema, con el enfoque que supone algo que se hacía hace dos milenios.
En la época republicana, era potestad exclusiva del senado el otorgar el triunfo a una legión; y se notaba en todos sus detalles: el triunfo era una ceremonia en la que se enaltecía el trabajo por la república realizada por una unidad militar, siempre según el principio de la virtus romana. Las condiciones para celebrar un triunfo eran muy estrictas: la primera, que el dux -comandante de las tropas- debía haber adquirido la potestas de consul o praetor; estas son dos potestas que necesitan toda una vida de ejercicio de las virtudes romanas para ser obtenidas. Además, el dux y las legiones aclamadas debían haber ganado una victoria sobre extranjeros: no valía una victoria sobre legiones romanas en una guerra civil, algo que no era visto por los propios romanos como una victoria. Los romanos nunca vieron una victoria de sus legiones sobre los propios romanos como una victoria; sino como una derrota, ganara quien ganara.
La victoria debía haber sido rotunda: al menos, debía haber exterminado a 5000 soldados enemigos. 5000 soldados enemigos, para la época, eran muchos soldados enemigos; sobre todo si tenemos en cuenta que no contaban, por supuesto, víctimas de pillaje ni civiles. Masacrar poblaciones civiles no daba derecho al triunfo. Vencer a una fuerza militar superior sí. Por si fuera poco, solamente se podía celebrar el triunfo si la mayor parte de las tropas propias volvían. Una victoria pírrica, o una batalla sangrienta no daba triunfo. Recordemos que las legiones en la época republicana aún no estaban profesionalizadas, por lo que la muerte de una legión era un daño para muchos sectores de la ciudad. Es curioso, pero si un romano de la época republicana viese uno de nuestros proyectos tipo “marcha de la muerte” los consideraría un fracaso, aunque se terminase el proyecto correctamente: comenzar con veinte programadores, y terminar con seis, de los cuales la mitad no comenzaron contigo, y contabilizando conque dentro del equipo ha habido un divorcio, tres rupturas con novios o novias, dos ex trabajadores con depresión, varios con terrores nocturnos, uno con eccemas cutáneos por estres, tres úlceras de estómago -una sangrante- y todos los programadores completamente quemados, no puede ser considerados por nadie como un triunfo. Ni siquiera por el jefe de equipo que se gana un bonus y es ascendido por su habilidad con el látigo y el mobbing. Los romanos, al menos, no lo considerarían meritorio del triunfo.
El triunfo incluía en la cabecera los símbolos republicanos, incluyendo las ágilas de las legiones homenajeadas -las ágilas eran esos bastones con un águila en la punta, donde ponía S.P.Q.R., que son las siglas de Senatus Populusque Romanus, el senado del pueblo de Roma-. Estos signos simbolizaban que la legión no había ido a guerrear a beneficio del dux, sino en nombre del senado. ¿Cuantos proyectos y cuantas decisiones se toman a beneficio de un cargo intermedio en una empresa, en lugar de por el bien del conjunto? Como representación del senado, la pérdida de un águila conllevaba la ejecución de parte de los soldados. Pero esto es otra historia, de la que ya hablaremos.
Detrás del águila iban todos los recursos que, como parte del tratado de rendición, los rendidos habían “cedido”. Oro, gemas, y otros productos preciosos, que pasaban a pertenecer al pueblo de Roma. Frente a lo que dice la mitología popular, ni el dux ni la legión se beneficiaba del pillaje de las ciudades conquistadas; los legionarios cobraban su paga todos los meses, y al final un interesante paquete de jubilación. Esto permitía evitar que las tropas se diesen al pillaje en lugar de ser disciplinadas cuando no debían serlo. No somos conscientes de la cantidad de batallas que se han perdido porque los soldados se han dedicado al pillaje con las poblaciones civiles, en lugar de a la lucha contra los ejércitos enemigos.
Inmediatamente detrás iban encadenados los prisioneros de guerra y los esclavos. Los romanos tenían la costumbre de que si tomaban una ciudad por rendición o con poca violencia, respetaban a las poblaciones autóctonas. Si la resistencia era especialmente fiera, los más valientes de los enemigos capturados eran prisioneros de guerra, que serían ejecutados. Los supervivientes eran vendidos como esclavos.
Después iban porteadores con grandes pendones con los momentos más críticos de la batalla bordados.
Finalmente, las legiones homenajeadas y el dux.
Muchos pensamos que en este evento encontraríamos una exaltación del dux, y apenas una representación mínima de las tropas, y las tropas apenas para cubrir hueco. De hecho, así era en la época imperial, y en la época moderna: en la actualidad cuando una empresa tiene un éxito, las felicitaciones orales y monetarias suelen ir para los “dux”, no para las legiones. Y las medallas se las cuelgan los “dux”. Pero no era así en la república. En el triunfo de la república, era una fiesta del pueblo de Roma a todos y cada uno de los heroicos legionarios. Todos los legionarios participaban de la celebración.
¿Y el Dux?
El dux no desfilaba en su caballo, lo que hubiese sido razonable -y más heroico-, sino una biga -un carro ligero como los empleados por las unidades de arqueros egipcias, de dos caballos-. Esto no era honroso, ni glorioso.
¿Por qué?
La razón de emplear una biga para llevar al dux es que no podía ir solo en un triunfo jamás. Siempre debía llevar un esclavo en el carro. El esclavo -lo más bajo de la sociedad romana- debía sujetar una corona de laurel encima de la cabeza del dux, que no podía tocar la cabeza del dux, y debía estar repitiendo constantemente en los oidos del dux la frase “Memento mori”. Literalmente: Recuerda que vas a morirte.
Lo del esclavo era un punto más importante y simbólico de lo que puede parecer. La sociedad romana tenía una serie de puntos muy negativos: era muy esclavista, y muy clasista. Lo más bajo de la sociedad era un esclavo. Lo más alto en aquel momento era el dux, además en pleno triunfo. Y era un esclavo, el más bajo de la sociedad, el que repetía insistentemente al dux en lo que probablemente sería lo más alto y memorable de su carrera política que iba a morir. El laurel era el símbolo del triunfo; pero nunca podía tocar la cabeza del dux. Al dux durante el triunfo no se le reconocía el privilegio de portar la corona de laurel; sólamente podía tenerla de forma temporal sobre la cabeza, sin tocarla; y además sujeta por un esclavo, hasta llegar al templo de Jupiter Optimum Máximum, donde se le ofrecía el triunfo a la triada capitolina, como símbolo de que el triunfo realmente le correspondía a los valores romanos, simbolizados por la triada capitolina. El culto a la triada capitolina se confundía con los valores romanos hasta el punto que “impietas” era indistintamente no respetar a los dioses de la triada capitolina, desobedecer al senado o traicionar a los valores de la propia Roma.
Dejando a un lado que ya sabemos de donde viene la costumbre de entregarle el triunfo de la liga de fútbol a una virgen, hay una serie de enseñanzas muy interesantes que podemos extraer. Dejando a un lado la vena salvaje que teníamos hace dos mil años -incluyendo guerras y esclavitud-, hay una serie de valores que debemos aprender del mundo romano; porque independientemente de sus errores, son aplicables al mundo moderno.
La primera enseñanza que podemos extraer de la ceremonia del triunfo es como entendían los romanos el triunfo: el triunfo de una empresa es algo que debe agradecérsele no sólamente al que “manda”; es un esfuerzo de todo el conjunto de la empresa, obtenido gracias a muchos sacrificios de todos sus pertenecientes. El triunfo no es propiedad del directivo, sino es algo de todos y que se ofrece a la empresa y a la sociedad. Para llegar el triunfo, han participado gran cantidad de personas como piezas de un engranaje. Lo que ha marcado el triunfo ha sido el equipo, no el individuo.
La segunda enseñanza es la importancia que tenía el individuo en el mundo romano: el triunfo se podía celebrar solamente si las tropas volvían. Una de las “modas” en “management” es pensar en el equipo técnico ya no como recursos, sino además como recursos fungibles. Quemarlos hasta que se vallan, y confiar en que habrá sustitutos en el mercado. Es cierto que los técnicos son sustituibles, tal y como repite incesantemente una parte del “management” que ha cosificado a sus empleados. Pero ojo: el equipo directivo también es reemplazable. Nadie es imprescindible, aunque el costo de la sustitución por la pérdida de Know-how y por el desgaste de la moral de la plantilla hace que no sea una estrategia inteligente quemar, desgastar y echar a la gente valiosa.
Por último, la enseñanza más importante hasta en el momento más álgido de su carrera, el directivo siempre tiene que recordar “memento mori”. Recuerda que vas a morirte. Ser consciente que quien es el verdadero artífice del triunfo, a quien pertenece este, y que aún en la posición más alta dentro de la cadena de mandos uno es mortal. Esto es imprescindible para no convertirse mañana en el jefe de Dilbert, o simplemente en otro que de un momento a otro comenzará a levitar.
¿Un consejo no solicitado? Evita sufrir la levitación. Evita que se convierta en tu enfermedad laboral. Mucha gente con muchísima potestas no padece levitación, por lo que es posible evitarla: basta con tener la responsabilidad para escuchar a tu equipo, y la humildad para aprender de ellos, especialmente cuando alguno de nuestros empleados nos recuerda que el rey está desnudo. No debemos jamás reprender al que te dice la verdad en lugar de lo que queremos oír. Por el contrario, debemos apreciarlo. Él es el único que tiene el valor, el coraje y la integridad profesional de recordarnos al oído: “memento mori”. Este empleado será nuestro ancla a la realidad.
¿Qué os parece? Creo que esto es aplicable a todos los estamentos de la sociedad, no sólo a los directivos. Me refiero al hecho de levitar. Todos levitamos en algún momento, cuando los tiempos que corren obligan a bajar a tierra, clavar bien hondo los pies en el suelo, y empezar a arrimar el hombro. No podemos seguir soportando que los listos, los pícaros, los fanáticos, los radicales, los racistas, los ladrones, los absentistas laborales profesionales, los vagos, los chulos, los que nos toman por idiotas mientras se lucran con nosotros, los déspotas, los acosadores, los sobornables, los codiciosos, los imbéciles, los miserables, y todos los que en general levitan y son incapaces de producir absolutamente nada, nos sigan restregando encima por la cara su nauseabunda forma de moverse por la vida.
Os dejo el enlace por si queréis echarle un vistazo en su versión original. merece la pena:
Un fuerte abrazo a todos
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