No sé si fue con el Senda 7 o con el 8, aquellos dos enormes libros, con cubiertas duras de color marrón que publicó Anaya para los que, con doce años, estudiábamos BUP allá por 1973. No sé si fueron esos libros, o la pasión que ponía el Mora, nuestro profesor de literatura, pero el caso es que fue entonces cuando se me inoculó en la sangre, en el alma, el vicio de leer. Aquellos fragmentos de "La colmena", "La familia de Pascual Duarte", "La tía Tula", "Niebla" y otros muchos títulos, me empujaron a sumergirme de lleno en la literatura, con un placer al hacerlo que todavía hoy me resulta complicado explicar con palabras.
Después vinieron otros títulos, otros mundos, otras formas de narrar. "La Chanca" y "Campos de Níjar" me impactaron por su fuerza, por su mensaje, por su testimonio, cruel pero directo y respetuoso al mismo tiempo.
Al leer "El año de la sal" he tenido la misma sensación de disfrute, de placer, que cuando leí esos títulos, o cuando me sumergí por completo en "Los santos inocentes". No es una España amable la que retrata María Jesús Peregrín, como tampoco lo era, por su semejanza, la de Goitysolo. No es una España de la debamos enorgullecernos, pero es la España que le tocó vivir a la inmensa mayoría de la población, y es necesario conocerla y vivirla, por mucho que nos desgarre el alma. Y si penetramos en ese mundo con la belleza que destila cada una de las frases, cada una de las páginas de esta obra maestra, lo estaremos haciendo de la manera más correcta y sugerente.
"Para aquellos labradores quemados por el sol y el frío, yo era una planta sin semillas. Un hombre que buscaba el rastro de un padre que no era como él. Intentaba seguir su ejemplo, pero en aquel tiempo, no había donde cobijarse para sobrevivir. El país entero se moría sin libertades, y con el estómago vacío por la hambruna. Pero yo no tenía la fuerza de mi padre para trillar la era ni para encorvar mi dolor sobre la tápena. Nunca entendí la obsesión de aquel mandamás por quitarle a un niño la alegría de la escuela y atraparlo en un infierno".
Es el lenguaje, fruto de un interesante trabajo de investigación de la autora que nos permite conocer términos ya en desuso o poco utilizados de aquel mundo rural. Es la agilidad con la que se nos cuentan los hechos narrados, que te atrapa desde el primer momento y te impide dejar de leer. Son los personajes, llenos de matices, como esa Camelia de la que caí enamorado casi desde su primera sonrisa, su primera mirada. O Matías, el incombustible amigo de Ginés, que despliega una filosofía de la vida digna de admiración y respeto. Y es Ginés, por supuesto, tan humano que hasta nos duele su humanidad a los que le hemos conocido. Ginés, que en algunos matices me ha recordado a ese "pijoaparte" rebelde y luchador de "Últimas tardes con Teresa".
"La venganza es una serpiente que se enrosca en cualquier lugar por donde corre la sangre. Que la sangre del odio nace de la serpiente cuando te mira a los ojos y dice lo que debes hacer".
La trama es importante, muy atractiva, con un suspense que mantiene en vilo al lector hasta la última página, pero a mí personalmente lo que más me ha gustado, lo que me ha hecho rememorar aquel placer que sentía cuando empecé a leer, ha sido ese tormentoso y terrible viaje de Ginés al interior de sí mismo, esa bajada a los infiernos de un alma tan atrayente como sencilla y frágil. Un viaje en el que el Universo entero parece ponerse a veces en su contra, y otras dulcifica su camino. A medida que transcurre la novela, en esa atmósfera ardiente de polvo, tierra y secarral ran bien descrita por la autora, podemos imaginarnos a nosotros mismos sumergidos en ese mundo de resignación y olor a sangre y sudor.
"Yo quería matar a todos los hombres que malograban la esperanza y el anhelo de todos los que aún tenían sueños por cumplir".
No se resigna Ginés a esa injusticia en la que se sumió todo el país, a ese desierto en el que la humanidad brillaba por su ausencia para dejar paso a una situación de semi esclavitud en la que unos pocos jugaban, sobre un tablero de hambre y pobreza, con las vidas de muchos. No se resigna Ginés a que alguien pisotee los sueños de otro por el simple placer de hacerlo.
"Me miró de arriba a abajo, con el desprecio de esos hombres que creen tener en sus manos la vida de los otros. Pero el hambre no hace estragos cuando un niño conoce las cuatro reglas".
Desierto vital, y un gigantesco desierto cultural, que se extendió como un río desbocado desde el primer cañonazo de la guerra civil y todavía persiste. Ginés parece desenvolverse bien en ese mundo, casi desde el principio, desafiante y pícaro, y nos invita a seguirle encantados de haberle conocido.
Una novela impactante, profunda y muy enriquecedora. Es una lástima que hoy en día no se produzcan iniciativas en el entorno educativo tan interesantes como la de aquellos Sendas de Anaya, porque de ser así, "El año de la sal" debería figurar en esas antologías en un lugar de honor.