La eterna pregunta, a la que nadie, ni persona, ni religión,
ni ciencia, ha conseguido dar jamás respuesta. ¿Qué ocurre cuando mueres?
¿Existe el cielo o el infierno? ¿Se libera el espíritu para volar libre por
otro espacio y otra dimensión? ¿Te reencarnas, según los actos que hayas hecho
en tu vida, en un ente superior o inferior? ¿No ocurre nada, fin y ya está? Clint
Eastwood plasmó su idea en “más allá de la vida”, recreando de paso las teorías
de la doctora canadiense Elizabeth Kubler Ross. Los que hemos sufrido la pérdida
de un ser querido buscamos afanosamente algo a lo que agarrarnos, aunque sea de
una forma “cogida por los hilos”, que demuestre que existe algo más allá, que
no se acaba todo. Nos resulta triste pensar que cuando la persona a la que
amamos se va, se convierte simplemente en polvo.
Al fin y al cabo, nadie sabe lo que ocurre después, porque
nadie ha regresado. Hace tiempo mantuve una conversación con alguien que me
dijo “convéncete, no hay nada”. Me sorprendió sobre todo la rotundidad de la
afirmación. Me lo dijo sin fisuras, sin matices, basando su afirmación en su
profunda creencia en lo científico, totalmente desligada de cualquier
influencia religiosa. Creía en eso, y se aferraba a ello con convencimiento.
¿Por qué la gente se aferra con uñas y dientes a una idea?, recuerdo que pensé
entonces. ¿Qué hay de malo en dudar? Para mí, dudar es creer, y en el caso del
tremendo dolor que supone la pérdida de un ser querido, creo incluso que dudar
no sólo es sano, sino necesario. No, no me puedo convencer de que no hay nada,
a menos que me lo dijera alguien venido del más allá, lo cual ya sería un
contrasentido en sí mismo
.
Comienzas a asimilar la pérdida cuando la persona que se ha
ido aparece en tus pensamientos o en tus sueños tal y como era antes del final,
de la larga enfermedad, o del momento del accidente. Suele pasar un tiempo de
más o menos tres meses desde que se va hasta que empiezas a recuperarla de
nuevo. Es curioso. Una compañera de trabajo me dijo una vez, tan convencida
como la que me dijo que no había nada, que durante un tiempo vagan perdidos en
el más allá, desorientados, hasta que su vida pasa ante ellos, rinden cuentas,
y se reúnen con parientes y amigos que fallecieron antes que ellos. ¿Tendrá
esto algo que ver con lo de los tres meses que, al menos en mi caso, tardé en
recuperar a mis seres queridos?
A partir de ese momento los sueñas, los vives, los recuperas
tal y como eran, con sus risas, sus alegrías y tristezas, pero también con sus
enfados, sus manías y sus cabreos. En más de una ocasión me he despertado al
grito de “!Arriba, arriba!” que solía darme mi mujer mientras me quitaba las
sábanas para que me levantara de la cama. Hasta ahora pensaba que esto se
conseguía por el recuerdo, por una especie de mecanismo de defensa del cerebro,
que sustituía las imágenes tristes de los momentos finales y más duros de la
pérdida, por los momentos más felices vividos junto al otro. Hasta ahora, digo, porque algo ha cambiado.
El otro día, mi madre tuvo una reacción muy curiosa. “Es el
recuerdo”, pensé al principio, pero no, se trataba de algo mucho más profundo.
Actuó exactamente igual que mi padre cuando vivía. Era una tontería, algo que
mi padre hacía de vez en cuando y que a mí me cabreaba bastante. Sentí
exactamente el mismo cabreo. En aquel instante, mi madre era mi padre.
Cuando salí de su casa estuve pensando mucho en ello. Me
analicé a mí mismo, y descubrí reacciones instintivas, reflejos, formas de
actuar no influenciadas por el recuerdo, sino por mi propia naturaleza. Al
principio, cuando falleció mi mujer, me sorprendía a mí mismo pensando, ante
determinadas situaciones relacionadas con mi hijo, “¿Qué haría ella en este
caso?”, y más de una vez actuaba tal y como lo habría hecho ella. Poco a poco
ya no lo pensaba. Era ella, como si al dejarnos hubiera dejado una huella
indeleble de sí misma en nosotros.
No se van a ninguna parte. Pasan a formar parte intrínseca
de nuestra propia naturaleza. Esa es la conclusión a la que he llegado después de
darle vueltas al asunto durante un par de días. Yo soy mi mujer en muchas
ocasiones, y ahora empiezo a ser mi padre. No es que le sienta dentro, es que
actúo, siento y vivo como él. Los dos forman parte de mí.
Me he remontado incluso más allá en el pasado. La primera experiencia
traumática que tuve fue la muerte de mi abuela. Prácticamente la veía todos los
días. Ahora que lo pienso, más de una vez he revivido en mí mismo su sentido
del humor, su integridad, la fortaleza que tuvo que desarrollar para sacar
adelante a sus cinco hijas. En alguna reunión de trabajo me ha salido su
tremenda ironía, sin buscarla, sin pensar en ella siquiera. ¿Por qué? Porque
forma parte de mí desde que se fue. Leo exactamente igual que mi tía Bebi.
Ensimismado, con la mirada clavada en el libro, sin desmayo, concentrado. A
todas horas. La recuerdo siempre así, con su libro, pegado a los ojos a causa
de una vista que se le había ido mermando probablemente y precisamente por esa
afición a la lectura. Y lo hago sin acordarme de ella, simplemente porque mi
tía, al fallecer, pasó a formar parte de mí y de todos los que la queríamos. Y
lo mismo ocurre con mi tía Isabel, cuya bondad aderezada con explosiones de
carácter que te podían dejar clavado en la silla, aparece también de vez en
cuando. O mi tía Pura, o mi tío Félix, la abuela Tomasa, el tío Pepe… De todos
y cada uno de ellos puedo encontrar, a poco que rebusque un rasgo definitorio
de mi personalidad.
No se van. Se quedan con nosotros, en nuestro interior, en
nuestra alma, forjando nuestra manera de ser, de pensar, de vivir. Viven en el
recuerdo, en las fotografías, en las conversaciones en las que suelen aparecer,
pero también en cada una de nuestras reacciones ante la vida. Es su huella lo
que nos hace caminar, lo que forja nuestra alma.
Pensadlo. Puede parecer una tontería, un delirio provocado
por la pérdida, por supuesto, pero seguro que si escudriñáis un poco en vuestro
interior, en vuestro ser más íntimo, descubriréis rasgos, emociones,
sentimientos y formas instintivas de actuar que pertenecían a vuestros seres
queridos que ya no están.