jueves, 27 de febrero de 2014

Huellas

La eterna pregunta, a la que nadie, ni persona, ni religión, ni ciencia, ha conseguido dar jamás respuesta. ¿Qué ocurre cuando mueres? ¿Existe el cielo o el infierno? ¿Se libera el espíritu para volar libre por otro espacio y otra dimensión? ¿Te reencarnas, según los actos que hayas hecho en tu vida, en un ente superior o inferior? ¿No ocurre nada, fin y ya está? Clint Eastwood plasmó su idea en “más allá de la vida”, recreando de paso las teorías de la doctora canadiense Elizabeth Kubler Ross. Los que hemos sufrido la pérdida de un ser querido buscamos afanosamente algo a lo que agarrarnos, aunque sea de una forma “cogida por los hilos”, que demuestre que existe algo más allá, que no se acaba todo. Nos resulta triste pensar que cuando la persona a la que amamos se va, se convierte simplemente en polvo.

Al fin y al cabo, nadie sabe lo que ocurre después, porque nadie ha regresado. Hace tiempo mantuve una conversación con alguien que me dijo “convéncete, no hay nada”. Me sorprendió sobre todo la rotundidad de la afirmación. Me lo dijo sin fisuras, sin matices, basando su afirmación en su profunda creencia en lo científico, totalmente desligada de cualquier influencia religiosa. Creía en eso, y se aferraba a ello con convencimiento. ¿Por qué la gente se aferra con uñas y dientes a una idea?, recuerdo que pensé entonces. ¿Qué hay de malo en dudar? Para mí, dudar es creer, y en el caso del tremendo dolor que supone la pérdida de un ser querido, creo incluso que dudar no sólo es sano, sino necesario. No, no me puedo convencer de que no hay nada, a menos que me lo dijera alguien venido del más allá, lo cual ya sería un contrasentido en sí mismo
.
Comienzas a asimilar la pérdida cuando la persona que se ha ido aparece en tus pensamientos o en tus sueños tal y como era antes del final, de la larga enfermedad, o del momento del accidente. Suele pasar un tiempo de más o menos tres meses desde que se va hasta que empiezas a recuperarla de nuevo. Es curioso. Una compañera de trabajo me dijo una vez, tan convencida como la que me dijo que no había nada, que durante un tiempo vagan perdidos en el más allá, desorientados, hasta que su vida pasa ante ellos, rinden cuentas, y se reúnen con parientes y amigos que fallecieron antes que ellos. ¿Tendrá esto algo que ver con lo de los tres meses que, al menos en mi caso, tardé en recuperar a mis seres queridos?

A partir de ese momento los sueñas, los vives, los recuperas tal y como eran, con sus risas, sus alegrías y tristezas, pero también con sus enfados, sus manías y sus cabreos. En más de una ocasión me he despertado al grito de “!Arriba, arriba!” que solía darme mi mujer mientras me quitaba las sábanas para que me levantara de la cama. Hasta ahora pensaba que esto se conseguía por el recuerdo, por una especie de mecanismo de defensa del cerebro, que sustituía las imágenes tristes de los momentos finales y más duros de la pérdida, por los momentos más felices vividos junto al otro. Hasta ahora, digo, porque algo ha cambiado.

El otro día, mi madre tuvo una reacción muy curiosa. “Es el recuerdo”, pensé al principio, pero no, se trataba de algo mucho más profundo. Actuó exactamente igual que mi padre cuando vivía. Era una tontería, algo que mi padre hacía de vez en cuando y que a mí me cabreaba bastante. Sentí exactamente el mismo cabreo. En aquel instante, mi madre era mi padre.

Cuando salí de su casa estuve pensando mucho en ello. Me analicé a mí mismo, y descubrí reacciones instintivas, reflejos, formas de actuar no influenciadas por el recuerdo, sino por mi propia naturaleza. Al principio, cuando falleció mi mujer, me sorprendía a mí mismo pensando, ante determinadas situaciones relacionadas con mi hijo, “¿Qué haría ella en este caso?”, y más de una vez actuaba tal y como lo habría hecho ella. Poco a poco ya no lo pensaba. Era ella, como si al dejarnos hubiera dejado una huella indeleble de sí misma en nosotros.

No se van a ninguna parte. Pasan a formar parte intrínseca de nuestra propia naturaleza. Esa es la conclusión a la que he llegado después de darle vueltas al asunto durante un par de días. Yo soy mi mujer en muchas ocasiones, y ahora empiezo a ser mi padre. No es que le sienta dentro, es que actúo, siento y vivo como él. Los dos forman parte de mí.

Me he remontado incluso más allá en el pasado. La primera experiencia traumática que tuve fue la muerte de mi abuela. Prácticamente la veía todos los días. Ahora que lo pienso, más de una vez he revivido en mí mismo su sentido del humor, su integridad, la fortaleza que tuvo que desarrollar para sacar adelante a sus cinco hijas. En alguna reunión de trabajo me ha salido su tremenda ironía, sin buscarla, sin pensar en ella siquiera. ¿Por qué? Porque forma parte de mí desde que se fue. Leo exactamente igual que mi tía Bebi. Ensimismado, con la mirada clavada en el libro, sin desmayo, concentrado. A todas horas. La recuerdo siempre así, con su libro, pegado a los ojos a causa de una vista que se le había ido mermando probablemente y precisamente por esa afición a la lectura. Y lo hago sin acordarme de ella, simplemente porque mi tía, al fallecer, pasó a formar parte de mí y de todos los que la queríamos. Y lo mismo ocurre con mi tía Isabel, cuya bondad aderezada con explosiones de carácter que te podían dejar clavado en la silla, aparece también de vez en cuando. O mi tía Pura, o mi tío Félix, la abuela Tomasa, el tío Pepe… De todos y cada uno de ellos puedo encontrar, a poco que rebusque un rasgo definitorio de mi personalidad.

No se van. Se quedan con nosotros, en nuestro interior, en nuestra alma, forjando nuestra manera de ser, de pensar, de vivir. Viven en el recuerdo, en las fotografías, en las conversaciones en las que suelen aparecer, pero también en cada una de nuestras reacciones ante la vida. Es su huella lo que nos hace caminar, lo que forja nuestra alma.


Pensadlo. Puede parecer una tontería, un delirio provocado por la pérdida, por supuesto, pero seguro que si escudriñáis un poco en vuestro interior, en vuestro ser más íntimo, descubriréis rasgos, emociones, sentimientos y formas instintivas de actuar que pertenecían a vuestros seres queridos que ya no están.    

lunes, 17 de febrero de 2014

Dos grandes autoras: Antonia J Corrales y Mayte Esteban

El viernes pasado se celebraron en LA LIVRERIA, un lugar que se está convirtiendo por méritos propios en toda una referencia (teatro, coloquios, exposiciones, poesía, libros y una barra para tomar algo mientras te empapas de cultura) situado en la calle Martínez Izquierdo nº 9, muy cerquita de Manuel Becerra, dos eventos entrelazados: la presentación de la novela “Detrás del Cristal”, de Mayte Esteban, y el club de lectura sobre “As de corazones”, de Antonia J. Corrales. Dos ESCRITORAS, así, con mayúsculas, a las que considero amigas, que charlaron largo y tendido no sólo sobre las novelas objeto del debate, sino sobre sus proyectos, sus ilusiones, su forma de hacer, de crear personajes, de entrelazar tramas… Las dos novelas son mucho más que recomendables. Os invito y recomiendo encarecidamente su lectura. No creo que se puedan encuadrar en un génro determinado, por mucho que se empeñen algunos defensores a ultranza de determinados géneros en hacerse con ella. No. Tanto “As de corazones” como “Detrás el cristal” trascienden, por su calidad y su contenido, cualquier clasificación al uso. Son simplemente literatura, con todo lo que comporta esa palabra, y de la buena, de la que te mantiene pegado al libro hasta el final.

No voy a hablar de las dos novelas. Existen otros lugares mucho mejores que yo y más cualificados para reseñar libros. Os recomiendo leerlas, eso sí, pero si queréis más información tendréis que buscarla por vuestra cuenta. Voy a hablar de las personas. 

Conocí a Mayte después de leer “La arena del reloj”, un libro suyo que me marcó. Se lo dije una vez y se lo repito hoy en esta entrada: aquel libro me removió las entrañas hasta el punto de volver a levantarme y empezar de nuevo a vivir con más ganas. Algo así es muy difícil de olvidar. Me encantó el libro, y me encantó ella, su ilusión, su filosofía de vida, su afán por escribir, por transmitir sus emociones, que son muchas, al papel. Se puede decir que Mayte es literatura en estado puro, siempre imaginando, dando vueltas a lo que escribe, perfeccionando un arte que sin duda lleva metido en la sangre.

Otro tanto puedo decir de Antonia J Corrales, aunque a ella la conozco en persona desde hace menos tiempo que a Mayte. Su forma de escribir es contundente, directa, dotada de una gran belleza lingüística, de frases que se te quedan grabadas para siempre en la memoria. Su literatura es como ella. Comprometida, marcada por ese destino siempre incontrolable, y por el amor, que también lo es. “Hay tres cosas que no se pueden controlar: nacer, morir y enamorarse”, dice Antonia.

El viernes acompañamos a dos autoras que hablaban de sus libros, pero había más, mucho más en aquel encuentro. Se vio la ilusión por el trabajo bien hecho, y los sentimientos a flor de piel, la pasión por escribir. Se detectaron la admiración y el respeto, por parte de los lectores, hacia todo aquel que se decide a sentarse un buen día ante una hoja de papel en blanco y se dispone a arrancarse sin compasión un trozo de su alma, porque eso, es, en definitiva, el amor por la literatura. No se está en esto por dinero, o por prestigio. No. Se está por necesidad, porque tanto Mayte como Antonia necesitan exteriorizar toda la grandeza de alma, de imaginación y de pensamiento que llevan en su interior. Ellas son mucho más creíbles que bastantes dinosaurios de la literatura, superventas mundiales, que lo único que hacen es escribir como forma de negocio. Eso no es literatura.

Un placer leerlas, y un lujo inmenso conocerlas en persona. Os invito a disfrutar de su compañía.

Os dejo el enlace de la página de la Livrería, en la que la terremoto Pepa, de “Pepa entre libros” (Pepa, no paras, eres un torbellino de actividad, jajajaja!!) os atenderá con todo el cariño de alguien también enamorado de la cultura y los libros.



Un fuerte abrazo a todos