viernes, 20 de diciembre de 2013

José Luis Jaime, mi padre

“¿Qué es lo que queda?”, nos preguntamos siempre ante la pérdida de un ser querido. “¿Qué ha dejado para la posteridad? ¿Cuáles han sido sus obras?”. Recuerdos, vivencias… En tu caso, además, innumerables cuadros, dibujos, cuadernos escritos con esa letra tuya tan particular, llenos de pensamientos, de cultura, de arte… Cuando te pones a pensar, descubres un legado casi inagotable.

Nos regalaste la mejor infancia que se puede desear. Esa que se recuerda con un brillo en los ojos y una sonrisa permanente. Una infancia llena de viajes de diecisiete horas a Cádiz, o de algo menos a Alicante, al principio en los coches de los tíos que venían de Alemania en verano, y más tarde en ese R8 que escupía correas del ventilador cada cincuenta kilómetros. Una infancia llena de despertares mágicos, con los cinco (tú, mamá y nosotros tres) metidos hasta más de media mañana, los sábados y los domingos, en una cama de matrimonio que parecía ensancharse milagrosamente para aguantarnos mientras planeábamos el fin de semana. Una infancia llena de trastadas, que provocaban tu risa y la desesperación de mamá, como cuando aquella vez que llenamos la pared de rallajos de rotulador, tú le dijiste a ella tan tranquilo “no me negarás que tienen madera de artistas”.

Jamás trataste de imponernos tus ideas, salvo una. La mejor que se puede transmitir, con la libertad y esa tolerancia tuya que te caracterizaban: la capacidad para que tuviéramos las nuestras propias. Nos inculcaste la necesidad de pensar por nosotros mismos, para que eligiéramos nuestro propio camino, para que supiéramos vivir. ¿Existe algo más importante que inculcarle a alguien la vida?

Nos enseñaste a pensar, a valorar las pequeñas cosas, a ilusionarnos perpetuamente, incluso en nuestra madurez. Nos transmitiste el placer por el arte, por la cultura, por el cine, con aquellas sesiones de dos películas con cena incluida. Nos enseñaste a reírnos de los problemas, a encontrar situaciones graciosas y entrañables incluso en los peores momentos. A contemplar la situación desde cierta perspectiva, para obtener la visión más positiva y el camino a seguir. A distinguir el valor y el inmenso poder de la sencillez, que es lo realmente grande, como decía Balzac en una frase que tú anotaste en uno de tus cuadernos. A saber que nadie es nada si no tiene humildad y no sabe ponerse en el lugar del otro. A que darle más importancia a lo que se tiene, y no a lo que se es, no conduce a nada.

Nos diste una curiosidad infinita, que te provocaba ese placer que sentías al viajar, para conocer mundo y abrir la mente ante otras gentes y otras culturas. Nos enseñaste a trabajar para vivir, y no a vivir para trabajar. Llenaste tus años de vida, y no tu vida de años. Viviste como quisiste, y te has ido cuando has querido, en el momento adecuado, tranquilo, con serenidad, sin dolor, con la tarea hecha y la obra terminada. Y muy bien terminada, papá.

Así pues, ¿qué queda? Queda la obra, y la obra es buena. Mira a tu alrededor. Tu obra somos nosotros. Observa a la gente que te acompañó en el tanatorio, o en el funeral, o de corazón, aunque no estuvieran presentes. Has dejado huella en todo aquel que haya tenido la suerte, el honor de conocerte. Es imposible no encontrar alguna cualidad tuya en cualquiera de nosotros. Todo el mundo me decía siempre que eras especial, y es verdad, lo eras, y nos has hecho especiales a los demás.

“El río llega al mar. No lo ves, pero ahí está”. No se me ocurre otra frase más emotiva que esta, de mi amigo y hermano Rafa Navidad, para definir de alguna manera tu trayectoria vital. Has llegado al mar, papá, tras una vida propia, plena, serena y tranquila. Y lo que es más importante, elegida y construida por ti mismo. No te vemos, pero estás ahí, en cada uno de nosotros, en esas lágrimas que vertemos al recordarte, en nuestros gestos y en nuestras acciones. En la honradez y en la nobleza de tus nietos, fuertes y decididos, como cuando Adrian se sentó el otro día, llorando, en tu lugar en la mesa, al ver que ninguno de nosotros nos decidíamos a ocuparlo. En la bondad y la empatía que has transmitido a los que te han conocido, y a los que sin duda has hecho un poco mejores de lo que eran antes. Esa es tu obra, papá, y es una gran obra.

Cada uno se imagina a los seres perdidos de una manera. Personalmente, yo te imagino ahora sentado a una mesa, con una taza de café y un chupito de whisky, conversando amigablemente con el tío Félix, y los tíos Fernando, Germán y Gregorio. Te imagino también bailando esa música de tango, que tanto te gustaba, con Isabel, con Pura, con María, con Bebi o con Pilar. Francamente, papá, me cuesta no imaginarte mirándonos desde arriba, riéndote de la travesura que nos has hecho al emprender el viaje. Feliz al haberte salido con la tuya, dejando este mundo. Seguramente porque ya te apetecía, por esa curiosidad tuya que antes mencionaba, conocer otro.


Hasta siempre, papá. Ahora lloramos, pero dentro de poco nos haremos más fuertes al recordarte tal y como eras, tal y como has sido siempre, y sonreiremos otra vez, como tú nos has enseñado.

Mi padre falleció el día 11 de Diciembre a los 86 años de edad. Era un hombre bueno, y sobre todo, VIVIÓ.