sábado, 16 de febrero de 2013

IBERIA

Tengo que reconocer que me toca la fibra ese anuncio de Balay en el que un hombre jubilado, que trabajó allí, visita la fábrica y rememora situaciones entrañables, como cuando le dice a una empleada actual “y en esa cadena trabajaba tu padre”. Se quiere transmitir la impresión, y se consigue, de que ese hombre está visitando un lugar que le emociona, su segunda casa, el lugar en el que se ha desarrollado gran parte de su vida. Se quiere transmitir, y se transmite, que el valor más importante de cualquier empresa es su potencial humano, las personas que trabajan en ellas. Ocurre algo parecido cuando Nadal, en el anuncio de Mapfre, declara “personas que trabajan para personas”. Porque las empresas son eso, no nos olvidemos, personas, que viven, actúan, se mueven y son susceptibles de sufrir o disfrutar de las mismas emociones que cualquiera de nosotros.

El caso de Iberia no es diferente. Ni mucho menos. Recuerdo con auténtico placer un vuelo a Londres, hace unos ocho años, cuando mi hijo era pequeño. El piloto, que era compañero y seguramente amigo de un amigo común, nos invitó a mi hijo y a mí a la cabina cuando regresamos a Madrid. Mi hijo disfrutó como el niño que era de aquel momento, de las charlas del piloto y sus tripulantes, de las bromas que se gastaban entre ellos mientras la inmensidad del cielo, que encontrábamos por primera vez desde ese punto de vista, nos dejaba con la boca abierta. Recuerdo que pensé que aquel hombre era piloto, pero primero era persona, y buena persona, que disfrutaba con la alegría de mi hijo.

Recuerdo también el trato de la tripulación de a bordo, siempre amable, siempre atenta, dispuesta a suavizar en todo momento la inevitable sensación de nerviosismo de casi todo aquel que coge un avión. En alguna ocasión he escuchado “A, no, yo siempre vuelo con Iberia. Aunque salga algo más caro, me siento mucho más cómodo”, y actualmente añaden “y seguro”.

Conozco a algunas personas que trabajan en Iberia. Personas sobradamente preparadas, que tuvieron que aprobar una dura prueba de varios exámenes para conseguir un puesto de trabajo que durante toda la vida se ha considerado respetable y hasta envidiable. Personas cuyo potencial humano, su capacidad para estar pendiente de los requerimientos del pasaje, para organizar los vuelos, el equipaje, el ocio a bordo, las comidas, el tránsito por los pasillos, a poco que uno repare en ello, es digna de admiración y respeto. Azafatas siempre dispuestas a llevarle un vaso de agua a un pasajero sediento, a cambiar sus hábitos de sueño en función de los vuelos en los que tengan que trabajar, sobrecargos que desarrollan su trabajo con paciencia, amor y profesionalidad, porque se encuentran, como el jubilado de Balay, en su segunda casa.

O se encontraban, mejor dicho.

Hoy, esas personas asisten impotentes al desmoronamiento de su casa, de su trabajo, de su vida, provocado por una directiva inepta para la que el valor humano de una empresa no significa nada, para la que los trabajadores cualificados de su plantilla no son sino números a los que eliminar, a los que vender. Esas personas a las que conozco, tan profesionales, tan válidas y tan seguras antaño de sí mismas, con esa cualidad humana tan admirable y tan escasa hoy en día como es la empatía hacia el pasaje que cuidan como su fuera su familia, son hoy en día víctimas de la incertidumbre, del miedo a su futuro, de la angustia que provoca una situación que al parecer a nadie responsable de este país le importa un carajo. Esas personas, que nadan con su admirable naturaleza humana entre las mediocres aguas de unos sindicatos y una patronal a los que lo único que les importa es el beneficio inmediato, los números y otros valores relacionados con esa gran imbecilidad que son los mercados, asisten impotentes al mangoneo y a las malas prácticas, encaminadas a engordar los bolsillos de unos pocos y a hundir una compañía que ha sido pionera en su sector durante toda la vida.

Maldita sea por siempre la empresa, la asociación o el partido político que se olvide por un momento de que el valor más importante de cualquier asociación es su valor humano. Maldita sea la empresa que provoque entre sus trabajadores el malestar y la incertidumbre. Maldita sea la empresa, en definitiva, que nos prive a los ciudadanos de la sensación, como se ha tenido hasta ahora, de estar en buenas manos. Una empresa que no es deficitaria no puede convertirse en una cabeza de turco para ninguna compañía, ni extranjera ni nacional. No puede, no se debe consentir que poco a poco nos dejemos arrebatar lo mejor de nosotros mismos. El caso de Iberia no es un caso aislado. Innumerables empresas están en la misma situación, en manos de agentes a los que el potencial humano no les importa en absoluto.

Si existe algo de dignidad en este país, si todavía queda un resquicio de orgullo, de admiración por el trabajo bien hecho, de respeto hacia el trabajo de personas que realmente se ocupan de personas, no deberíamos permitir que Iberia, y tantas otras empresas como ella, se vayan al carajo de la forma tan humillante en que se están yendo.