lunes, 25 de febrero de 2013

"El hombre de Grafeneck". Balance de reseñas

Ha pasado un año desde que publiqué “El hombre de Grafeneck” en Amazon, allá por febrero del 2012. En ese año la novela me ha dado más alegrías que tristezas, más estímulos para seguir escribiendo que para dejarlo. A mediados de año me llamó la editora del sello Tagus, la marca digital de Casa del Libro, perteneciente al grupo Planeta, que comenzaba su andadura. Estaban interesados por la novela, que había quedado finalista en un concurso de novela histórica, y fue publicada por ellos en septiembre. Tanto en Amazon como en Tagus, la novela se ha desenvuelto bien y ha cosechado nada más y menos que diecinueve reseñas, todas ellas fantásticas, todas rigurosas, todas objetivas y acertadas. Empezando por la de Blanca Miosi (la primera persona que se leyó la novela, y que me regaló unas cuantas ideas para mejorarla), siguiendo por Montse, paradigma de la honestidad y la objetividad, y terminando por Eva, que no sólo tuvo la generosidad de reseñar, sino de organizar una lectura conjunta de la novela, cada una de las reseñas ha provocado en mi ánimo un subidón de adrenalina, un estímulo para seguir escribiendo, una alegría ante el hecho de que alguien, unas veces amigo y otras no, se tome la molestia no sólo de leer la novela, sino de comentarla.
No se puede describir con palabras lo que se siente al leer la reseña de un libro propio. Un reseñador no es un familiar, que siempre va a alabar tu trabajo aunque no valga para nada. Se trata de alguien riguroso, acostumbrado a leer, con un gusto literario sólido, objetivo y en muchas ocasiones exigente, que no te conoce de nada, salvo como mucho a través de las redes, que coge tu libro y se lo lee, y que, encima, tiene la generosidad, el enorme gesto de comentarlo en su página o en su blog. No soy capaz de expresar la emoción que me producen los comentarios que van surgiendo de los seguidores de esos blogs de reseñas, que suelen ser muchos, y muy sensibles al feeling literario de la persona que conduce el lugar con criterio y rigurosidad.
Seamos serios y coherentes. Los que estamos en este mundillo, los que publicamos en amazon o somos repescados en alguna ocasión por una editorial importante, pero de forma esporádica, estamos jugando en la tercera división de la literatura. Lo dijo hace poco un compañero de penurias que está a punto de ascender de categoría, y creo que tenía toda la razón. Nos movemos en aguas turbulentas. Los agentes, que empiezan a llamar a mi amigo ahora que empieza a descollar y que ha escrito un libro acojonantemente bueno, pasaban antes de él, y de todos nosotros, como de la mierda. No nos engañemos a nosotros mismos. Y una vez comprendido eso, valoremos como se merece la actuación, solitaria, completamente altruista, objetiva y minuciosa de los reseñadores, porque sin ellos, creedme, los que escribimos en esta tercera división no veríamos jamás la luz.
Creo que están todas las reseñas de la novela, colocadas por orden de aparición. Si me he olvidado de alguna, por favor, que alguien me avise. Mi torpeza manifiesta para todo lo relacionado con la tecnología es ya legendaria.
http://labibliotecademontse.blogspot.com.es/2012/03/el-hombre-de-grafeneck-jaime-cortes.html

A todos los reseñadores, gracias, porque si alguna vez ascendemos los que jugamos en esta categoría, será en gran parte gracias a vuestra fantástica valor. Un fuerte abrazo.

sábado, 16 de febrero de 2013

IBERIA

Tengo que reconocer que me toca la fibra ese anuncio de Balay en el que un hombre jubilado, que trabajó allí, visita la fábrica y rememora situaciones entrañables, como cuando le dice a una empleada actual “y en esa cadena trabajaba tu padre”. Se quiere transmitir la impresión, y se consigue, de que ese hombre está visitando un lugar que le emociona, su segunda casa, el lugar en el que se ha desarrollado gran parte de su vida. Se quiere transmitir, y se transmite, que el valor más importante de cualquier empresa es su potencial humano, las personas que trabajan en ellas. Ocurre algo parecido cuando Nadal, en el anuncio de Mapfre, declara “personas que trabajan para personas”. Porque las empresas son eso, no nos olvidemos, personas, que viven, actúan, se mueven y son susceptibles de sufrir o disfrutar de las mismas emociones que cualquiera de nosotros.

El caso de Iberia no es diferente. Ni mucho menos. Recuerdo con auténtico placer un vuelo a Londres, hace unos ocho años, cuando mi hijo era pequeño. El piloto, que era compañero y seguramente amigo de un amigo común, nos invitó a mi hijo y a mí a la cabina cuando regresamos a Madrid. Mi hijo disfrutó como el niño que era de aquel momento, de las charlas del piloto y sus tripulantes, de las bromas que se gastaban entre ellos mientras la inmensidad del cielo, que encontrábamos por primera vez desde ese punto de vista, nos dejaba con la boca abierta. Recuerdo que pensé que aquel hombre era piloto, pero primero era persona, y buena persona, que disfrutaba con la alegría de mi hijo.

Recuerdo también el trato de la tripulación de a bordo, siempre amable, siempre atenta, dispuesta a suavizar en todo momento la inevitable sensación de nerviosismo de casi todo aquel que coge un avión. En alguna ocasión he escuchado “A, no, yo siempre vuelo con Iberia. Aunque salga algo más caro, me siento mucho más cómodo”, y actualmente añaden “y seguro”.

Conozco a algunas personas que trabajan en Iberia. Personas sobradamente preparadas, que tuvieron que aprobar una dura prueba de varios exámenes para conseguir un puesto de trabajo que durante toda la vida se ha considerado respetable y hasta envidiable. Personas cuyo potencial humano, su capacidad para estar pendiente de los requerimientos del pasaje, para organizar los vuelos, el equipaje, el ocio a bordo, las comidas, el tránsito por los pasillos, a poco que uno repare en ello, es digna de admiración y respeto. Azafatas siempre dispuestas a llevarle un vaso de agua a un pasajero sediento, a cambiar sus hábitos de sueño en función de los vuelos en los que tengan que trabajar, sobrecargos que desarrollan su trabajo con paciencia, amor y profesionalidad, porque se encuentran, como el jubilado de Balay, en su segunda casa.

O se encontraban, mejor dicho.

Hoy, esas personas asisten impotentes al desmoronamiento de su casa, de su trabajo, de su vida, provocado por una directiva inepta para la que el valor humano de una empresa no significa nada, para la que los trabajadores cualificados de su plantilla no son sino números a los que eliminar, a los que vender. Esas personas a las que conozco, tan profesionales, tan válidas y tan seguras antaño de sí mismas, con esa cualidad humana tan admirable y tan escasa hoy en día como es la empatía hacia el pasaje que cuidan como su fuera su familia, son hoy en día víctimas de la incertidumbre, del miedo a su futuro, de la angustia que provoca una situación que al parecer a nadie responsable de este país le importa un carajo. Esas personas, que nadan con su admirable naturaleza humana entre las mediocres aguas de unos sindicatos y una patronal a los que lo único que les importa es el beneficio inmediato, los números y otros valores relacionados con esa gran imbecilidad que son los mercados, asisten impotentes al mangoneo y a las malas prácticas, encaminadas a engordar los bolsillos de unos pocos y a hundir una compañía que ha sido pionera en su sector durante toda la vida.

Maldita sea por siempre la empresa, la asociación o el partido político que se olvide por un momento de que el valor más importante de cualquier asociación es su valor humano. Maldita sea la empresa que provoque entre sus trabajadores el malestar y la incertidumbre. Maldita sea la empresa, en definitiva, que nos prive a los ciudadanos de la sensación, como se ha tenido hasta ahora, de estar en buenas manos. Una empresa que no es deficitaria no puede convertirse en una cabeza de turco para ninguna compañía, ni extranjera ni nacional. No puede, no se debe consentir que poco a poco nos dejemos arrebatar lo mejor de nosotros mismos. El caso de Iberia no es un caso aislado. Innumerables empresas están en la misma situación, en manos de agentes a los que el potencial humano no les importa en absoluto.

Si existe algo de dignidad en este país, si todavía queda un resquicio de orgullo, de admiración por el trabajo bien hecho, de respeto hacia el trabajo de personas que realmente se ocupan de personas, no deberíamos permitir que Iberia, y tantas otras empresas como ella, se vayan al carajo de la forma tan humillante en que se están yendo.