domingo, 25 de diciembre de 2011

Navidad




Todo empezaba de nuevo, y ya era el cuarto año tras la pérdida.

Los primeros signos, como siempre, empezaron a mediados de octubre. Empezó a sentir la desazón al contemplar las mesas cargadas de turrones y productos navideños, colocadas en el centro del pasillo principal del supermercado al que solía acudir a comprar. La crisis, de repente, se había eclipsado totalmente ante el demoledor empuje de la Navidad. Los jamones de patanegra colgaban de sus ganchos arracimados por todas partes, junto a los productos de limpieza, o pegados a la sección de zapatería.

A los pocos días, hicieron su aparición las primeras guirnaldas de colores, colgadas de todas partes, soltando esos pelillos plateados ante la acción del aire acondicionado. Decidió entonces acudir al lugar sólo cuando resultara imprescindible, e hizo acopio de productos con la vana esperanza de resistir en su casa hasta que toda aquella locura desapareciera. Resultaba imposible. Cada dos o tres días tenía que volver, cuando se le acababa algo con lo que no contaba o cuando su hijo le pedía algún producto nuevo. Sudaba cada vez que entraba en aquel lugar, del que se había apoderado la locura.

El correo de su ordenador empezó a llenarse de mensajes de paz y buena voluntad, algunos muy bien hechos, como el de esos pitufos de color verde que bailaban espasmódicamente alrededor del árbol, con la cara de unos cuantos compañeros de trabajo. Otros trascendenetes, preciosas presentaciones de power point con lapidarias frases de Paulo Coelho o Jorge Ducay sobre fotografías de un magnífico sol naciente o poniente. De cada cuatro mensajes que le entraban, en tres de ellos le felicitaban las fiestas.

La primera tarde que escuchó “We wish you a merry christmas” le temblaron las piernas. Sonaba estridente, como procedente de una lata, enseñoreándose de toda la atmósfera del lugar, a un volumen diez veces por encima de lo que hubiera sido lo normal. Hasta que alguien se dio cuenta de que aquello no estaba convenientemente regulado, y bajó el volumen. La música pareció constituir el pistoletazo de salida oficial. Al menos, prefería esa tortura a los infumables peces en el río. Se estaba alcanzando un cierto nivel. En algún comercio caro había escuchado el año anterior a Frank Sinatra y Bing Crosby. A todas horas, eso sí, pero lo prefería al tamborilero.

Las cuatro ancianas que parecían vivir en el supermercado, o al menos esa era la impresión que le producían cuando se cruzaba con ellas, que era constantemente, corrieron por los pasillos como gallinas enloquecidas, a la caza de barras de turrón que arrojaban a la cesta entre el manojo de puerros y el detergente en oferta.  Los yogures que él colocó en la banda negra de la caja, parecían acomplejados ante los plateados envoltorios de los alfajores y las bolsas de polvorones que les rodeaban. Las miradas que le dirigían sus vecinos de fila no dejaban lugar a dudas. Sin hablarle, le estaban diciendo “¿no te llevas unas hojaldrinas?”, “¿Agua con gas en lugar de sidra “El gaitero”?”. El paroxismo se transformó en terror cuando le llegó el turno.

—Hola. ¿Tarjeta de cliente?

Miró a la cajera. El a todas luces desproporcionado gorro de Papá Noel que llevaba puesto parecía un alien que le había saltado a la cabeza para apoderarse de su voluntad. Aquella terrible visión le provocó un ahogo en el pecho que le impedía respirar con normalidad.

—N…No, no tengo.

La banda blanca del gorrito destacaba intensamente sobre la morena piel de la mujer. Observó que todas las cajeras llevaban el mismo gorro, adornados algunos con guirnaldas de colores, de esas que soltaban pelillos plateados. Algún inconsciente había colocado cables con luces de colores alrededor de las cajas, despreciando el peligro de cortocircuito que tantos watios procedentes de un producto chino podían provocar.

Corrió a casa con sus cuatro yogures. La sonrisa absurda se había instalado ya en los rostros de las personas con las que se cruzaba. Una sonrisa que duraría hasta el 9 de Enero. No había solución. Sólo le cabía resignarse, agazaparse en un rincón, intentar evitar los recuerdos, y esperar a que toda esta locura se disipara cuanto antes.

Al abrir el buzón se encontró varios sobres. La mayor parte de ellos eran felicitaciones de centros comerciales, seguros de vida, bancos y otros lugares en los que a lo largo de todo el año él se dejaba una buena cantidad de pasta. Ni siquiera las miraba. No había nada que le pareciera más patético que una felicitación de El Corte Inglés colocada encima de la televisión, la misma que esa empresa enviaba a varios millones de clientes más.

Entre felicitaciones y facturas, encontró de repente un sobre, con su dirección y el remitente escritos a mano, en tinta azul. ¿Puede existir algún loco, en el mecanizado mundo actual, que todavía escriba cartas a mano?  

Y entonces cayó en la cuenta. Claro que todavía quedaba algún loco de esos.

Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro al abrir el sobre y contemplar a un curioso Papá Noel con gafas que se dejaba llevar colgado de una estrella. Abrió la tarjeta y leyó la felicitación. Su hermano y la mujer de su hermano debían de ser de los pocos que quedaban que mantenían la tradición de la felicitación personalizada. Al leerla, se agolparon en su mente los recuerdos, aquellas salidas mañaneras de su hermano al estanco para comprar los sobres y los sellos, y a la papelería “La estrella” para elegir la felicitación de un desvencijado álbum que la dueña del negocio le enseñaba en el mostrador. Recordó la Navidad, otra Navidad, la procedente de las personas a las que amaba, que nada tiene que ver con la Navidad desnatada de los centros comerciales. Recordó aquellas salidas por el centro de Madrid, para contemplar las luces de colores con la boca abierta, y la nariz y las manos de él y sus dos hermanos pegadas al escaparate de una juguetería, y ese “Me lo pido” musical que solía acabar en media trifulca cuando alguno de ellos se pedía un juguete que le gustara a otro. Y recordó las comidas y las cenas en casa de sus tíos y de su abuela, cuando se juntaban todos a asesinar villancicos (aquello no se podía decir que fuera cantar).

Y recordando, recordando, mientras sujetaba en la mano la felicitación que le habían enviado su hermano y su cuñada, la recordó a ella.

Y recordó lo que a ella le gustaba la Navidad, lo feliz que se sentía cuando le enviaba a él al trastero a coger la caja de cartón, ya medio rota, en la que se guardaban las bolas de colores, el árbol, y las figuritas del belén. Y recordó lo feliz que se sentía ella organizando comidas y cenas para la familia, mirando el periódico para conocer el horario de la cabalgata, comprando adornos (cada año caía algo) para el centro de la mesa, o manteles con motivos navideños, o servilletas… Recordó la visita que hicieron en verano del 2008 a una tienda de objetos navideños en un pueblo de Alemania, y el brillo que se instaló en sus ojos al estar rodeada de todo aquello.

Y descubrió por fin, después de algunos años, contemplando aquella felicitación que su cuñada y su hermano habían escrito sólo para él y su hijo, personalizada de verdad, con su nombre escrito a mano y no mediante un programa informático, que la Navidad era ella, y su hermano, y su cuñada, y sus amigos, y su familia, y el reencuentro con todos ellos.

Y gracias a aquella felicitación, a aquel simple papel que encerraba sin embargo todo un aluvión de cariño y de recuerdos, empezó a recuperar de nuevo la Navidad, y a recuperarla a ella.

Feliz Navidad a todos.

Para Leticia y Jose Luis, con todo mi cariño.