domingo, 13 de noviembre de 2011

"El baile de los vampiros". Un gran musical

Las perspectivas no se presentaban demasiado halagüeñas que digamos. Mi hermana Laura, la misma que nos embarcó a toda la familia a ver “el árbol de la vida” (algo que estuvo a punto de provocar un cisma familiar tan terrible como los que se pueden ver en series como “Gran reserva”, por poner un ejemplo), conoce a un técnico de luces que participa en un grupo de teatro. “Vamos a ver la función, que está muy bien”, decía ella “bueeeennno…”, decíamos todos los demás, hasta que reservó las entradas la muy tunanta y ya no había marcha atrás.
El teatro está en el colegio salesiano San Miguel Arcángel, cerca del Paseo de Extremadura. La sala es grande, con sillas de cuero más o menos deterioradas y una sobria decoración, prácticamente inexistente. Suelo de terrazo, techo de escayola… Prácticamente como el cien por cien de los salones de actos de innumerables colegios, pero con una salvedad, que me extrañó desde el principio: el escenario era magnífico, muy grande. Más grande, me pareció, que muchos escenarios de los teatros de la Gran Vía en que se representan musicales.
Me extrañaron también el programa, y el puesto de venta de camisetas. Todo ello muy cuidado, me pareció, para tratarse de un grupo de teatro de aficionados. La obra era “El baile de los vampiros”, un musical basado en la película de Roman Polanski, una de mis películas preferidas. Eso al menos me proporcionaba cierto consuelo.
Nada más empezar la representación, todas mis malas expectativas se vinieron abajo de inmediato. Al levantarse el telón comprobé que el escenario no sólo era grande, sino profundo, muy profundo. Comprobé también que los decorados no parecían hechos para una función infantil o de colegio, sino que habían sido elaborados de una forma absolutamente profesional. Comprobé también la perfecta coreografía, la indumentaria y las buenas voces de unos actores que eran auténticos profesionales. Las luces se movían de forma profesional, creando una atmósfera muy sugerente. Todo eso lo comprobé desde el primer momento, en un número en el que unos aldeanos de Transilvania cantan las loas del ajo, bueno para la salud y para muchas otras cosas. Dios santo… ¿Qué era aquello? Pensaba encontrarme con una representación de aficionados, y estaba asistiendo a un montaje digno de cualquier teatro de la Gran Vía, o incluso superior en muchos aspectos. Desde el primer momento disfruté profundamente de una magnífica representación, más profesional que muchas de las que he visto, y que son unas cuantas. Me repantingué en mi asiento y me mantuve atento durante las tres horas que dura el espectáculo. En ningún momento me aburrí, en ningún momento decayó la atención, y eso es algo que no siempre se consigue. Todos los números eran perfectos, tanto los individuales de los actores protagonistas, como aquellos en los que participaba un buen número de personas, siempre perfectamente coreografiadas. Descubrí a personajes magistralmente interpretados, como el Barón Von Krolock, el vampiro protagonista cuyas apariciones siempre provocan inquietud, Alfred, el ayudante del profesor, Sarah, la chica de la que se enamora y que es raptada por el vampiro, el profesor Abronsius, siempre despistado y con una simpatía desbordante, Chagal, el padre de Sarah, al que como vampiro no le afectan los crucifijos porque es judío, Magda, su amante y compañera de ataud, Rebeca, la madre de Sarah, y Herbert, un curioso personaje, hijo de Krulock, que protagoniza un par de números que me parecieron estupendos.
El espectáculo transcurrió con todo su esplendor. Los efectos especiales, el humo que no dejaba de salir del escenario, los cambios de decorado, las subidas y bajadas de telón… Quiero hacer especial mención a las luces, magistralmente controladas, de forma más que profesional, por Rafael Justo.
Lo que no me esperaba, ni por lo más remoto, fue lo que sucedió al final. Tras el último número, magnífico, lleno de vampiros perfectamente ataviados con ropajes antiguos que danzaban de forma frenética, el público rompió a aplaudir. A todos nos había encantado, no cabía duda. Habíamos asistido a un musical profesional que además había salido redondo. Después de eso llegaron las presentaciones, primero la gente del coro, luego los protagonistas… Ellos saludaban mientras nosotros aplaudíamos hasta que empezaban a dolernos las manos. Al final, se colocaron todos en un par de filas, y siguieron saludando. Fue entonces cuando mi cuñado me dijo “mira, ese de ahí está llorando”. Me fijé, y era verdad. Uno de los actores estaba llorando a lágrima viva. “Mira, ahí hay otro, en la segunda fila”, dije yo. Y otro, y otro… Era increíble. Me emocioné. Ahora mismo, mientras lo recuerdo, me sigo emocionando. En aquel momento descubrí lo que estaba pasando. Actores llorando en el escenario de pura emoción, de puro sentir el teatro en el alma y en las venas. Eso era. Aquellos chicos y chicas eran actores con mayúsculas, más actores que muchos que se jactan de serlo. Habían disfrutado tanto interpretando, como nosotros al contemplarlos. Se había producido la simbiosis perfecta entre actor y espectador, algo que no suele producirse muy a menudo.
El grupo de teatro se llama “Amorevo”. Para los curiosos, mencionaré, porque lo he leído en su página web, que el nombre procede de “amorevolezza”, el principio que aplicaba para educar Don Bosco, el santo fundador de los salesianos, basado en el amor, nunca en el castigo. Son jóvenes, llenos de ilusión y de profesionalidad, que además, y eso es lo más importante, consiguen transmitir al que los contempla. Después de lo de ayer, creo que son capaces de atreverse con todo, con cualquier representación por complicada que pudiera resultar. El amor al teatro desborda por los poros de todos ellos, y por los de Ignacio Cano, un jovencísimo director que al final nos adelantó lo que viene.  Os dejo el enlace a su página, que es de lo más interesante:


No se les puede perder la pista. A la gente capaz de despertar nuestras emociones, hay que mimarla.