domingo, 18 de septiembre de 2011

El arbol de la vida

Viene avalada por haber ganado la Palma de oro en Cannes, aunque al parecer cuando se proyectó en tan prestigioso festival los abucheos se produjeron con tanta fuerza como los aplausos, y el director técnico, según informa un medio de comunicación, coaccionó a los miembros de un jurado encabezado por Robert de Niro para que votaran a su favor, aduciendo que “la historia les juzgaría” si no lo hacían. Por ese simple hecho, por esa imagen fija del principio que muestra la concesión del premio, como si eso ya supusiera por sí solo que estamos ante La Palabra o El Verbo, no deberíamos dudar de que nos encontramos ante una verdadera obra maestra, ante una película que marca un antes y un después en la historia del cine.

Y sin embargo, no es así. Ni mucho menos. Después de verla ayer, he leído críticas, comentarios y reseñas, y nadie se pone de acuerdo. He comprobado que algunos sesudos críticos tuvieron la misma sensación que yo, y que toda la parte del big bang, que dura nada más y nada menos que media hora, está auspiciada por el mismo especialista en efectos especiales que se encargó de la maravillosa, y esa sí que lo era, “2001, una odisea en el espacio”.
Al parecer Malick, el director, estudió filosofía en Oxford y Harvard, y eso le marcó. Esta película no tiene nada que ver con las que ha filmado antes. El film consiste en vomitar durante más de dos horas sobre el espectador la empanada mental que debe de tener este buen hombre sobre el origen de la vida, la vida propiamente dicha, y el final de la misma. Voces en off, destellos y reflejos en la escena, el uso abusivo de la steady cam, la visión de un paraíso que parece más bien un anuncio de una compañía de seguros de vida prolongado hasta la saciedad (curiosamente comparto esta similitud con algún comentarista de cine), y sobre todo, y eso sí que es imperdonable, el pegote, el tremendo pegote de media hora del origen del mundo, que me recordaba en su concepto, como ya he comentado antes, a esa escena del monolito de 2001, pero llevada a extremos ridículos de duración, pretenciosidad y solemnidad.

Una de las comentaristas que alaba el film, supongo que porque viene bendecido por el máximo pontífice cinéfilo que reside en Cannes, sugiere que cuando vayamos a verla nos olvidemos de nuestro concepto de lo que debe de ser el cine y, por qué no, de todo nuestro bagaje cultural. Yo iría más allá. No sólo debemos desnudar nuestra alma, sino también cogernos una cogorza monumental antes de entrar, para poder soportar, y disfrutar, si es que ello es posible, de dos horas de delirios infumables.
En serio, amigos: soportamos los anuncios de compresas porque son más o menos cortos, y los documentales del origen del universo cuando nos los ponen en el planetario, porque solo duran un cuarto de hora. Los anuncios de seguros de vida son bonitos, aunque causen cierta inquietud. Pero todo ello, junto, alargado hasta el paroxismo, salpicado de retazos entremezclados en el tiempo y en el espacio que no vienen a cuento, aderezados con piezas musicales que en sí mismas son una joya, pero que acompañando a esta demencia pierden su grandeza, conforma una infumable pesadez, que lejos de ser una sinfonía, como dicen algunos, se convierte en un infierno. Sean Penn, uno de los actores, reconoció que no sabía muy bien cuál había sido su papel, y para rematar la faena dijo lo siguiente: “Una narración más convencional hubiese beneficiado a la película sin restarle belleza ni impacto”. Pero claro, se trata de Sean Penn. ¿Qué sabrá ese indeseable de la altura intelectual más exquisita?.

Pretenciosa, lenta, infumable, inentendible (los comentarios a la salida del cine trataban de buscarle explicación a cosas que no la tenían), delirante, deprimente y rancia. Esos son los adjetivos que me provoca la cinta. Las voces en off absurdas y sin contenido parecen más encaminadas a ir soltando frases de Bucay y otros iluminados gurús, que a aportarle algo al argumento. Un gran anuncio de más de dos horas, un eterno tráiler de sí misma, un vergonzoso intento de manipulación de la conciencia del espectador, al que se le pide desde el principio que “se desnude de prejuicios y valores adquiridos para enfrentarse a la obra maestra que está a punto de ver”. En fin, que no merece la pena gastarse para nada el dinero que vale la entrada. Por ese importe se puede comprar uno una buena botella de vino, bebérsela de un trago, y conseguir más o menos el mismo efecto.
Dicen que “La risa es el homenaje que los idiotas rinden al genio”. Ayer debía estar el cine lleno hasta arriba de necios, porque al terminar la película, el público estalló en una sonora carcajada, supongo que como colofón final al suplicio que acabábamos de vivir.