viernes, 2 de julio de 2010

El espíritu de "Invictus"

Partamos de la base de que no soy en absoluto futbolero. No simpatizo con ningún equipo, si exceptuamos todo aquel que juega contra otro gran equipo, plagado de estrellas, y que a priori le va a dar una soberana paliza a su rival. En ese caso sí suelo tomar partido por el débil, y me alegro infinito si gana al equipo favorito. No sigo la liga, ni la Champion, ni la Copa del Rey, ni ningún otro trofeo similar. No conozco la vida y milagros de los jugadores, ni de los entrenadores, ni de los presidentes, excepto la de algunos pocos de estos últimos que en su delirio sobrepasan los meros límites del universo futbolístico, para meterse de lleno en terrenos como el político. Unos cuantos borrachos del poder que le han otorgado los jugadores a los que representan, por el mero hecho de pegarle patadas a un balón. Ocurre en casi todos los campos de la vida. Los que se llevan las medallas, los bocazas incontrolables, son los que dirigen al equipo, sin asumir humildemente que su única función debería ser la de firmar talones para contratar a tal o cual estrella, y quedarse calladito mientras su equipo mete goles o gana títulos.

Partiendo de esa base, me ocurre sin embargo algo curioso cada cuatro años (en realidad cada dos, si contamos la Eurocopa): me engancho al Mundial de fútbol, desde la primera fase hasta la final, y disfruto con cada partido, incluso los primeros, como un niño con zapatos nuevos. Recuerdo los tiempos gloriosos en los que no había que pagar para ver los partidos. Me tragaba prácticamente todos, porque además el evento solía coincidir con algún período vacacional. Me resultaba muy grato ver jugar a las 12 de la mañana a Camerún contra Austria, por ejemplo, en aquel fatídico mundial en el que las selecciones de Alemania y Austria se pusieron de acuerdo para empatar su partido a cero y dejar a Camerún fuera. Recuerdo perfectamente el gol de Cardeñosa, la metedura de pata de Arconada, el labio partido de Luis Enrique y la desesperación, una y otra vez, cuando no pasábamos a octavos a pesar de todos los esfuerzos y de esa supuesta “furia española”, que ni nos llevaba a ninguna parte ni nadie sabía muy bien en realidad en qué consistía. Me daba igual que nos eliminaran. Yo seguía viendo los mundiales hasta el final, hasta ese partido electrizante en el que Zidane le pegaba un cabezazo a Materazzi, hasta ese partido en el que siempre rogaba porque ganara Holanda, y nunca lo conseguía.

Desde la Eurocopa del 2008 noté que algo había cambiado. Nuestra selección puede que no tenga “furia española”, ni puñetera falta que le hace. Lo que sí tiene, y creo que a raudales, es espíritu ganador, una gran cohesión como equipo, y esa humildad que te hace respetar al contrario para conocerle bien. Empecé a entreverlo cuando ganamos en el 2008 a Italia a los penaltis. ¡La campeona del mundo había caído!. En aquel momento pensé que podíamos hacerlo, que era posible ganar la Eurocopa, como así fue. El gol de Torres a Alemania nos dejó prácticamente afónicos a toda la familia de tanto celebrarlo.

Me está gustando España en estos mundiales, y mucho. Me está gustando hasta el punto de haberme comprado una camiseta de la selección. Me está algo pequeña. Ayer me la probé y parecía un tomate (voy a tener que investigar a ver dónde se la compró Manolo el del bombo, que debe ser más o menos de mi talla). Cada vez que juega España resulta todo un acontecimiento familiar. Mi hijo y mis sobrinos se han comprado el kit de animación, consistente en bufanda, banderín, trompeta y gran bandera que hemos desplegado en la ventana. El primer gol de Villa a esa despistada selección chilena que se iba para adelante sin ningún sentido me pareció un acto de inteligencia y de profesionalidad futbolística digno de pasar a los anales.

Se están vislumbrando varias cosas con la trayectoria que está siguiendo España en el Mundial. En primer lugar, se detecta en la selección espíritu de equipo, de saber lo que se está haciendo en cada momento. Cada uno en su lugar, y sobre todo, y eso es para mí lo más importante, perfectamente compenetrados con jugadores que, fuera del mundial, juegan en equipos rivales, y muy rivales a veces. No he escuchado todavía a nadie, y he hablado con mucha gente desde que empezó el campeonato (reconozcámoslo: a día de hoy, el Mundial es el tema de conversación por excelencia), hacer la más mínima mención a que Xabi, Iniesta o Piqué son del Barsa, ese equipo odiado en Madrid, o que Llorente sea vasco. Para todo el mundo, incluso para los madridistas acérrimos (conozco a unos cuantos), Xabi, Iniesta y Piqué son de la Selección, son de España, y Llorente hizo un partidazo el otro día ante Portugal. En ese sentido, me parece muy acertado ese anuncio de Cruzcampo que dice que no es una selección, sino un país, la que nos representa en los mundiales. Se acallan a toque de balón los absurdos comentarios sobre el Estatut, por ejemplo, o sobre el caos que se está organizando en Madrid con la huelga de transporte, con sindicatos y Comunidad enfrentados hasta el insulto. El espíritu de equipo de la Selección está por encima de todo eso.

Deberíamos reflexionar un poco sobre lo que la Selección española ha conseguido y, con un poco de suerte, está a punto de conseguir. Jamás había visto tantas banderas de España en la calle, en los coches, en las ventanas. Una bandera que se había intentado hace años emplear como símbolo político y como arma arrojadiza para denostar al partido o partido que en teoría se la apropiaba, se convierte por arte de gracia en un motivo de orgullo, en un símbolo de simpatía hacia la selección. Ocurre lo mismo con la camiseta. “La roja”, cuyo sólo nombre hubiera levantado ampollas no hace mucho, es posiblemente la prenda más vestida en estos días. La alegría cada vez que España se deshace de un rival se detecta en las calles, en las casas, en las familias. Una alegría que buena falta nos hace ante la crisis que tenemos encima. El consumo respira. Quien más, quien menos, se compra una televisión para ver a la roja, o se gasta unos euros tomando el aperitivo en el bar de abajo para ver el partido. Todos parecemos formar parte de un equipo, de un gran equipo en el que la Selección española, que lo está haciendo muy bien, resultaría ser la punta del iceberg.

La Selección nos está demostrando que se pueden hacer las cosas bien, por encima de las diferencias de procedencia, cultura, religión o axiomas políticos. Más de uno debería aplicarse el cuento, y adoptar ese espíritu. Al fin y al cabo, una selección no resulta muy diferente de una familia, una comunidad de vecinos, una provincia o un país. Si lo que se quiere es sacar las cosas adelante, se puede, como están demostrando en otros muchos países de nuestro entorno. Si lo que uno busca es su parcelita de poder, el insulto al contrario, la comodidad y los privilegios en el puesto de trabajo, haciendo para todo ello el menor esfuerzo posible, lo más probable es que no se llegue a ninguna parte. Parece una simpleza y una perogrullada, pero es así. Anteponiendo el esfuerzo, el sacrificio y un cierto espíritu ganador que creo que jamás hemos tenido como colectividad, se consigue muchísimo más que con los prejuicios, la intolerancia, y ese apartheid mental al que algunos se someten voluntariamente, en un intento, que jamás he entendido, de amargarse la vida.

Las perspectivas son positivas. Haga lo que haga, la Selección nos está alegrando en cierto modo la vida estos días. Mañana juega contra Paraguay, y volverá a ser un acontecimiento, un punto de encuentro, una descarga de emociones y sentimientos positivos, tanto si gana como si pierde.

¿Y si ganamos el Mundial?. Creo que me equivoco poco si afirmo que cambiaría bastante el panorama actual de nuestro país. Nos vendría muy bien que el espíritu de “Invictus” se instalara por una buena temporada en nuestros corazones.