lunes, 28 de diciembre de 2009

El clan


Escucho casi sin querer que en los restaurantes de las zonas turísticas de Madrid existen dos cartas, una para españoles (o madrileños, o del centro, vaya usted a saber) y otra para extranjeros, bastante más disparatada en cuanto a los precios que la otra. Escucho también los desmanes que cometen los taxistas con todo aquel que tenga pinta de guiri o de paleto. Es normal. No me extraña nada. Desde hace mucho tiempo, soy consciente de que, en España, si no perteneces al clan, estás perdido. Completa y absolutamente perdido.



Haces una reparación en el coche. Lo llevas al taller de confianza. Ya te has tomado unos cuantos cafés con el dueño, y te invitó incluso al cumpleaños de su hijo. Está hecho, ya perteneces a su clan. Compruebas con sorpresa que a otro caballero, que además había llegado antes que tú, le hacen esperar el doble, le hacen lo mismo que a ti, y le cobran cuatro veces más. Normal. ¿Qué narices esperaba, si es un desconocido?.

Haces una gestión en cualquier ministerio. El que sea. Colas interminables, formularios absurdos, y al final, un individuo de mirada lateral te dice “todo esto se podría agilizar si usted quiere”, o “si le hubiera hecho en mi estudio el proyecto de reforma, ya estaría aprobado”, o cualquier otra propuesta que, si perteneces al clan, te ahorras.

La corrupción en España es un mal endémico desde siempre, y a todos los niveles. Te engaña el funcionario, el del taller, el del puesto de la fruta. Te engaña tu compañero de estudios, que se presenta al examen cuando todos han decidido no hacerlo, te engaña tu compañero de trabajo, poniéndote la zancadilla ante tu jefe para escalar posiciones. Es acojonante. A veces, no basta con pertenecer al clan. Además hay que morder, por si acaso.

Las tramas Gurtel, Pulpí, etc, son sólo la punta del iceberg de lo que se mueve entre bambalinas. Cuando te has tomado un par de cafés con alguien que trabaja en la Comunidad, la que sea, te susurrará al oído que están en bancarrota, y que todo lo que se ha hecho (Madrid, Barcelona, Valencia...) ha sido con dinero de los fondos europeos, un dinero que se ha terminado para España. Te quedas sorprendido, entre otras cosas porque ese conocido se pasa todo el santo día sin dar un palo al agua, y nadie hace nada.

Pertenezco al clan de la construcción. Hay una crisis terrible, pero los promotores,los constructores o hasta los simples propietarios de una empresa de fointanería, siguen gastándose dinero en comidas, para amigos o clientes, de doscientos euros el cubierto, y viajando en business privado a sus dominios. Hay crisis, pero las grandes cadenas de ropa o de lo que sea siguen abriendo tiendas por todo el mundo. ¿A base de qué? Pues a base de pagar sueldos de mierda a sus empleados, que sin embargo están contentos por estar trabajando para una gran cadena.

El clan es fruto de la ignorancia y el miedo, y el miedo y la ignorancia generan paranoia. El clan es el que gobierna nuestros destinos, el que tapiza con un manto de ceguera cualquier cosa que se haga en su nombre. Es normal robar al que no pertenece al clan. Vivimos como en los tiempos de la Prehistoria, con clanes con todos lados, que soportan a sus miembros pero desprecian a los que no lo son. Los nacionalismos, los partidismos absurdos que buscan culpables antes que soluciones, las actitudes como la de no hacer nada esperando a que alguien falle para poder echarle la culpa de que el barco se hunda, sin plantearse siquiera la posibilidad de impedir ese hundimiento. Lo estamos viendo a cada momento, en el trabajo, en el bar de la esquina, en el banco, en ese restaurante en el que se permiten el lujo de pasar de atenderte, colando a los amiguetes, simplemente porque no perteneces al clan. ¿Cómo vamos a ser capaces de pedir esfuerzos a nuestros políticos, si a nosotros mismos nos encantaría tocarnos las narices como ellos?

Gerald Brenan lo definía perfectamente en “El laberinto español”. La actitud española está dominada por el caciquismo, el amiguismo, la desidia, y los delirios de grandeza procedentes de un desaparecido pasado imperial. ¿Cómo voy a llevarme yo comida a la oficina? Es algo que hemos escuchado en miles de ocasiones, cuando en Londres ves que los altos ejecutivos van en el metro con sus tarteras. Claro, tal vez la solución sea la de no viajar.

Odiamos al que tenemos enfrente si es catalán y nosotros madrileños, y dentro de Madrid, odiamos a los del sur si somos del norte, y viceversa. Cuando yo era niño, organizábamos guerras de piedras día sí y día también con los niños de “la otra calle”. Es inevitable, lo llevamos en la sangre. Ese cuadro de Goya con dos tipos que se dan de garrotazos con las piernas enterradas, sin posibilidad de escapatoria, nos define perfectamente.

Para acabar con el clan hay que abrir la mente, y para abrir la mente hay que fomentar la educación. No es posible evolucionar si no se cuida como a un hijo un campo tan importante como ese. Nuestras políticas universitarias y escolares están llegando a ser las más atrasadas no ya de Europa, sino del mundo. No creo que existan jóvenes más zopencos y superficiales en la faz de la tierra que los que aparecieron en “Curso del 63” o en cualquier programa de tv a los que les dejen asomarse. Estamos abocándonos a un auténtico desastre con la venda en los ojos, tratando de sobrevivir de mala manera y sin ningún resquicio a la esperanza.

Cuando llegue el momento del caos, el clan no nos va a salvar.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Los unos y los otros, de Claude Lelouch


El corazón me dio un vuelco cuando vi anunciado el pack de Lelouch en el catálogo de la Fnac. ¿Los unos y los otros? ¿Se trataría de aquella serie que vagamente recordaba haber visto, cuando la emitieron por televisión allá por los años ochenta? No podía ser, pensé. Eran tres capítulos de más de una hora, y en el pack se anunciaba como película. Ayer encontré el pack, en la tienda, lo ojeé, vi que se trataba de una película de más de tres horas... y caí en la tentación, claro. Ni siquiera me dolieron los diecinueve euros que salieron de mi bolsillo. Se trataba de “Los unos y los otros”, y de otra película que no conozco, pero que seguramente merecerá también la pena.
“Los unos y los otros”. Varias escenas se me habían grabado como a fuego, para siempre, cuando vi la serie por primera vez. Por encima de todas ellas, la magnífica coreografía que parió Maurice Béjart en los años sesenta para “el bolero de Ravel”, interpretada por Jorge Donn encima de una plataforma redonda roja. No me gusta el ballet, pero esa pieza es otra cosa, que trasciende los sentidos. La película empieza con un aperitivo de ese número, que se desarrolla en toda su magnificencia al final.
“Los unos y los otros” es un auténtico monumento. Un monumento a muchas cosas. A la música (Michel Legrand, el grande), a la tolerancia, a la solidaridad, a la paz, pero sobre todo, a la frágil existencia del ser humano, cuya única forma de inmortalidad parece residir en su perpetuación a través de los hijos. Esa es la clave de una película en ciertos momentos dura, en otros momentos terrible, pero siempre extraordinaria.
La película relata varias historias de personajes de distintos países, relacionados en todos los casos con la música. Ivonne y Simón, una violinista y un pianista, se conocen en un cabaret, y unirán sus vidas para siempre. La Segunda Guerra Mundial y la locura de Hitler les aboca a un campo de concentración, debido a su naturaleza judía. Simon sospecha algo en el mismo tren que les conduce al horror, ata a su hijo con un cinturón y lo deposita, a través del agujero del retrete, y ante el sufrimiento desesperado de la madre, en las vías de una estación francesa, aprovechando una parada del tren. No os podéis imaginar, ni por lo más remoto, lo magistralmente narrado que está el encuentro entre esa madre y su hijo, interpretado por el mismo actor que el padre, muchos años después. Sin histrionismos, con delicadeza, contemplado desde una ventana, y con la música del Bolero como fondo. Creo que pocas veces me he emocionado tanto ante una escena.
Está también la historia de la familia americana, interpretada por James Caan y Geraldine Chaplin. Él es director de una orquesta de jazz, y ella cantante. Probablemente sea la historia más sosa, pero también es de destacar el encuentro que le preparan cuando regresa a casa.
La historia del director de orquesta alemán (¿Karajan? Al parecer, todas las historias están basadas en personajes reales), que tuvo la desgracia de que el Fuhrer le estrechara la mano después de un concierto de piano en 1936, antes de que la locuras se desatase, y de que la fotografía que recogió el acontecimiento fuera utilizada contra él como arma arrojadiza. Resulta impresionante el concierto de este hombre en un enorme teatro de Nueva York, con todas las entradas vendidas... y con dos únicos espectadores, que por cierto eran críticos musicales de revistas del género. El alemán no se arredra ante la sala vacía, y dirige a la orquesta con fuerza y sentimiento. Cuando acaba, del techo del teatro caen copias de la famosa imagen suya con Hitler. Los judíos de Nueva York habían comprado todas las entradas del concierto nada más ponerse a la venta, para boicotearle no asistiendo a su concierto. Una gran historia, que se entrecruza con la de Ivonne cuando llega en un tren de deportados al tiempo que él parte en un tren de prisioneros. La profesionalidad con la que Lelouch aborda este episodio, con infinitos movimientos de cámara en una escena que jamás se corta, resulta impresionante.
Sin embargo, para mi gusto, la mejor historia, la más fascinante, la que más escarba en los sentimientos del espectador, y que es sin embargo probablemente la que menos se desarrolla, es la de la familia rusa, compuesta de Tatiana y Boris Sutovich. ¿Cómo describir la elegancia, la fragilidad de Tatiana? La película comienza con una imagen de la coreografía del Bolero de Béjart, y enlaza enseguida con la imagen de Tatiana. Está compitiendo con otra bailarina para obtener el puesto de bailarina principal del Bolshoi. Las dos mujeres bailan de una forma extraordinaria, pero sólo una se quedará con el puesto. Uno de los jueces no aparta la vista de Tatiana. Sin lugar a dudas es su preferida. El puesto es para la otra, pero Boris, que así se llama el juez, se acerca a Tatiana y la aplaude, al tiempo que se presenta. La escena cambia, y les vemos casándose. ¿Cómo describir el impacto que la Segunda guerra mundial causa en estas personas? No merece la pena intentarlo, Os pongo simplemente las palabras que le escribe Boris a Tatiana desde el frente. La carta es leída por una voz en off mientras observamos la marcha de Boris en una impresionante escena, a través del barro, rodeado de tanques deshechos y oxidados, con el cansancio reflejado en el rostro, probablemente en el transcurso de una retirada. Dejemos hablar a Boris:
“Tatiana, amor mío, un hombre que ha conocido la guerra, jamás podrá declarar otra. Los que las alimentan, los que las provocan, no tienen ni vínculos ni amor. Seguramente esta es su forma de vengarse de la felicidad de los demás. Hace un año, cuando me fui, creía que en algún lugar existiría una explicación para el enfrentamiento de los que se odian. Ahora estoy seguro de que no habrá más que perdedores. Me sostiene el pensamiento de ese primer permiso que nos prometen, para enero de 1943. Espero que hayas vuelto de Stalingrado, donde por lo visto nuestras tropas están haciendo maravillas. Sueño con el momento en que suba las escaleras, para reunirme contigo y con nuestro hijo.
El poeta Simonof está con nosotros. Acaba de escribir algo precioso. Escucha: Si tú me esperas, volveré. Pero espérame intensamente. Espera cuando la lluvia amarilla te lleve la tristeza. Espera cuando la nieve caiga sobre los tejados. Espera cuando triunfe el verano. Espera cuando el pasado se olvide y los demás ya no esperen. Espera cuando, desde países lejanos, ya no llegue el correo. Espera cuando se hayn cansado los que junto a ti esperaban”.
Soberbio, ¿no os parece? Poco después, contemplamos una de esas escenas que se me habían grabado en el cerebro como a buril. Tatiana, ataviada con un colorido traje regional ruso, baila para los soldados, probablemente en las inmediaciones de Stalingrado. Unos pases de ballet con la gracia que la caracterizan. Su naturaleza contrasta profundamente, tanto en color como en movimientos, con los aburridos uniformes y la inmovilidad de los pobres soldados que la contemplan embelesados. Una maravilla de escena, os lo aseguro. Si Tatiana fracasa con el Bolero al principio de la película, su hijo, interpretado por Jorge Donn, el bailarín fetiche de Béjart que desgraciadamente murió de Sida en la década de los noventa, triunfa apoteósicamente al final con la misma pieza. Es en esa escena final cuando las historias se entrecruzan. El director de orquesta es el alemán, los que cantan son los hijos de James Caan y el nieto de Ivonne, el que baila es el hijo de Tatiana...
Esa es, ni más ni menos, la clave de la película. Una clave que nos plantea la voz en off de nuevo, cuando los hijos de los primeros protagonistas, interpretados por los mismos actores que sus padres, coinciden en un tren. Edith, la hija de una colaboracionista, espera a su novio, que no llega. La voz en off habla:
“Qué pasaría si la historia no tuviera imaginación? Veinte años antes, veinte años después, de una guerra mundial a una guerra en Argelia. ¿Qué podía haber cambiado para que Edith no conociera los mismos miedos, las mismas estaciones, los mismos fracasos que su madre? ¿porqué no estaba allí su novio? ¿porqué la continuación es igual que el principio? ¿porqué el principio es como el fin? ¿porqué los hijos son como los padres? ¿porqué el destino se maquilla siempre igual? ¿porqué son siempre los mismos los que se encuentran solos?”.