lunes, 23 de noviembre de 2009

Primera etapa de Fritz Lang




Me da cierta grima confesarlo, pero tengo que reconocer que el cine de Fritz Lang comenzó a interesarme a partir de un infumable montaje que se hizo en los años ochenta de “Metrópolis”, con escenas coloreadas en tonos chillones y música de Giorgio Moroder con algunas piezas de Queen. Por la razón que fuera, al salir del cine tuve la necesidad de ver la versión original, la buena, la auténtica, algo que conseguí muchos años después, porque “Metrópolis” no era una película que se soliera colocar en cartelera.
“Metrópolis” está basado en una novela de Thea Von Harbou, que participó también en el guión y que era, además, la esposa de Fritz Lang. Nos cuenta la historia de un mundo futurista, en el que los obreros trabajan bajo tierra para que los poderosos puedan disfrutar de la luz del sol. Las escenas de los obreros acudiendo al trabajo o manejando las máquinas que mantienen en su esplendor la superficie, son ciertamente sobrecogedoras. Parece mentira, y eso es precisamente lo que me fascina de ese tipo de cine, que alguien en 1927, con los pocos medios de que se disponía, sea capaz de filmar una obra maestra como “Metrópolis”.
Con el cine mudo me ocurre algo curioso. Mientras estoy viendo una película de esas características, pienso a veces “¿qué hago viendo esto, con los efectos especiales y el sonido envolvente que tienen las películas modernas?”, y si la película no me atrae demasiado, me levanto y me pongo “La guerra de los clones” o “Piratas del Caribe”, por poner un ejemplo. No es el caso de las películas de Fritz Lang. Existen autores de cine mudo que hay que ver porque hay que verlos, pero para mi gusto resultan infumables. No fui capaz, por ejemplo, de terminar de ver “Intolerancia”, del amigo Cecil B de Mille, por ese motivo, porque no aguantaba. Es algo que jamás me ha sucedido con Fritz Lang. Y con algunas de Murnau, otro maestro del que hablaré en otra ocasión.
Hace poco disfruté como un enano con la historia del amigo Sigfrido, las walkirias y los nibelungos. Despertó mi interés un libro de Joseph Roth, que os recomiendo encarecidamente, titulado, “la filial del infierno en la tierra”, compuesto de soberbios artículos escritos antes de que el nazismo mostrara su verdadera cara. En ese libro, el escritor judío pone en tela de juicio la sacrosanta leyenda que emplearon los nazis como seña de identidad, que procedía a su vez de leyendas medievales a las que Wagner convirtió en monumento sonoro. Os confieso que me picó la curiosidad las afirmaciones de Roth, en el sentido de que todos esos héroes de pura raza aria no eran más que unos delincuentes mentirosos y trapaceros. “¿Cómo puede ser esto, si siempre se ha considerado a Sigfrido como un modelo de belleza y honor?”, así que traté de acceder a la leyenda a través de las cuatro óperas de Wagner, que suman un total de quince horas, más o menos.
Ufffff... Amigos, reconozco, no sin cierta vergüenza, que no poseo en absoluto el espíritu operístico necesario para tragarme una ópera de esas características. Admiro a todo aquel que sea capaz de hacerlo, de verdad, pero yo no pude, lo reconozco. Creo que aguanté sólo una hora y media de la primera ópera. ¿Cómo conocer, entonces, la leyenda de los nibelungos?. Descubrí entonces “Los nibelungos”, la película que rodó Fritz Lang en 1924, que si bien es bastante larga (dos partes de más de noventa minutos cada una), se disfruta bastante más y mejor que la ópera de Wagner.
En “Los nibelungos”, Lang hace un refrito, orquestado también por su mujer, Thea Von Harbou, de varias leyendas medievales alemanas, que dan lugar a la leyenda germana por excelencia. Se dice que Lang rodó la película como respuesta a “El nacimiento de una nación”, esa exaltación a las Américas y al Ku Klux Klan que había rodado Griffith en 1915. Lang negó siempre sin embargo esa motivación. Lo que quería en realidad era rodar algo estéticamente bello, más o menos fiel a la leyenda, pero siempre sugerente, y lo consiguió con creces.
La primera parte, la que nos cuenta la historia de Sigfrido, es simplemente magnífica. Con una técnica narrativa que hasta ahora no había percibido en ninguna película muda, se nos cuenta la pelea de Sigfrido con el dragón, su encuentro con los reyes nibelungos, la petición a Gunther, el rey burgundio, de la mano de su hermana Crimilda, la treta de la que se sirbven los dos para conquistar a Brunilda, la reina de Islandia, bastante perjudicada mentalmente por cierto, el encuentro de las dos mujeres en la puerta de la iglesia, que provoca chispas y hace que se desencadene toda la tragedia, y la muerte de Sigfrido a manos de Hagen Tronje, representación absoluta del mal.
La segunda parte es más espesa. Se titula “La venganza de Crimilda”, y trata de eso, de la historia que se monta Crimilda para vengarse de la muerte de Sigfrido. Para ello se casa con Atila, y provoca un encuentro con sus hermanos que acaba en tragedia, con el hijo de Atila muerto y otros sucesos de enorme dramatismo. Lo curioso es que resulta imposible despegar los ojos de la pantalla. “Es muda, y dura más de cuatro horas, pero estoy disfrutando como un enano”, pensaba mientras la veía. Por cierto, amigos, Joseph Roth tenía razón. Toda la historia está basada en robos (a los nibelungos les roba Sigfrido su tesoro sin ningún escrúpulo), en engaños (para que Brunilda se case con Gunther, Sigfrido se pone una capucha que le hace invisible), en asesinatos y en salvajadas varias. Si esa leyenda constituye el ideal de espíritu alemán, que Dios nos pille confesados. No entiendo muy bien porqué la UFA, al frente de la cual se colocó más tarde ese maestro de ceremonias que era Goebbels, permitió que se reflejara tan crudamente esa parte de su ideario legendario.
Quiero hablar para terminar esta entrada de la primera etapa de Fritz Lang de la saga del “Doctor Mabuse”, en especial de la primera parte. El doctor Mabuse es un médico que se disfraza cada dos por tres para robar lo que se le ponga por delante, que se sirve del hipnotismo para eliminar la voluntad de las personas que se cruzan en su camino, y hacerles que bailen al son que él quiera tocar. Es una película también muy dinámica, y con muchos episodios que tienen incluso cierta ironía muy bien llevada. Mabuse es un personaje curioso. Nunca ríe, y siempre parece que le está doliendo algo. Sus esbirros realizan su trabajo de esbirros al milímetro, sin fallos, con eficacia total. Una joya que os recomiendo también. En estos días voy a ver “El testamento del Dr Mabuse”, así que ya os diré algo.
Hoy tenemos el enorme privilegio de contar con tres magníficas acuarelas, tres de esos grandes artistas que colaboran habitualmente en este blog. Juan Valdivia nos deleita con un detallado primer plano de Fritz Lang. Una pintura de auténtico profesional, con esos toques blancos que dotan a la imagen de una fuerza descomunal. Otro tanto se puede decir de la imagen que nos trae Carlos León-Salazar, que con su estilo personal y ya casi inconfundible, ha captado a un joven Fritz Lang en plena faena de rodaje. Carmen, por último, ha conseguido con esa acuarela del robot de “Metrópolis” captar toda la esencia y la inquietud de tan fascinante película.
Gracias otra vez a los tres por vuestras colaboraciones. No me cansaré de deciros que sois los mejores.

viernes, 13 de noviembre de 2009

La ola (Die welle)


Dedicado a mi sobrino Adrian



“La ola” es una película alemana, dirigida por Dennis Gansel, con un argumento sencillo, que va cobrando fuerza a medida que avanza. Ya he comentado bastantes veces que considero en cierto modo aburrido y poco agradable a los ojos en general el cine alemán, pero reconozco que de vez en cuando nos sorprende con auténticas joyas como esta. Porque “la ola”, amigos, es eso, una joya, de esas que te hacen pensar y remueven tus esquemas.


La historia es sencilla. Al profesor Rainer Wenger (interpretado por Jürgen Vogel, un actor al que no conocía, pero que a partir de esta película se ha convertido en uno de mis ídolos) le emplazan para que realice con sus alumnos un trabajo sobre la autocracia. No le gusta el asunto, porque hubiera preferido dar otra materia, pero en la primera clase, cuando sus alumnos le dicen que sería impensable un resurgimiento del nazismo, se le ocurre la idea feliz que constituye el entramado de toda la película.


Todo empieza como un juego, como un ejercicio destinado a entretener a unos alumnos que están a punto de acabar el curso, y que no quieren complicaciones. Rainer les dice que se levanten, que estiren la espalda, y que respiren profundamente. Nada más, sólo eso, pero todos al mismo tiempo. Se propone demostrar que no resulta sencillo sustraerse al atractivo de pertenecer a un grupo, y para mantener cohesionado a ese grupo, lo principal es mantener la disciplina. Una disciplina, la que sea, pero todos por igual. Esa es la clave del éxito que empieza a tener Rainer. Uno de sus alumnos les comentará entusiasmado a sus padres, durante la cena, lo bien que se lo ha pasado ese día en clase, y sobre todo, lo importante que se ha sentido. Es de destacar, y lo considero un acierto del guión, que el padre de ese muchacho pasa de lo que le está contando su hijo, lo que denota probablemente la razón de la debilidad de espíritu del muchacho.


El segundo día de clase, Rainer les hace levantarse, y les pone simplemente a andar en el sitio con paso marcial. Todos al mismo tiempo, eso es lo importante. Poco a poco, el paso se va haciendo más denso, más potente, hasta el punto de hacer temblar el techo de la clase que están dando abajo. Es el comienzo de la identidad de grupo. A lo largo de los días, se van sumando a la clase de Rainer más alumnos, entusiasmados con esa especie de experimento que está haciendo el profesor. El siguiente paso es vestirse todos con la misma ropa, una simple camisa blanca, y establecer un saludo, para reconocerse unos a otros cuando estén fuera del grupo. Estamos asistiendo, sin apenas darnos cuenta, a la creación de un movimiento totalitario, y lo terrible del asunto, lo que me puso los pelos de punta como espectador, es lo fácil que puede resultar llegar a conseguir algo así. Es abominable ser testigo de lo que se puede lograr con un poco de labia, no mucha, y un poco de disciplina. Llegas a la conclusión, viendo la película, de que la disciplina fascina, probablemente sobre todo cuando jamás se ha practicado.


El guión nace de la novela de Morton Rhue, que se basaba a su vez en el experimento que William Ron Jones, un profesor de la universidad de Palo Alto, California, realizó en 1967. Al parecer, el personaje de Rainer está inspirado en ese profesor.


Al buscar nombres para el movimiento, se impone “la ola” por encima de todos los demás. Una ola que arrasa todo a su paso, y que va creciendo, incontenible y decidida. Se van sumando cada vez más alumnos al movimiento. Es curioso, pero no pude evitar pensar que ni siquiera se daban las circunstancias en las que triunfó el nazismo en Alemania. No había paro, ni hambre, ni contubernios judeo masónicos, causas que se esgrimen a veces para intentar justificar lo injustificable. Nada de eso. Los alumnos integrantes de la ola son muchachos privilegiados, pertenecientes a una sociedad opulenta, sin problemas de ningún tipo. ¿Porqué fascina entonces tanto una aberración como la que va tejiendo Rainer?. Porque son jóvenes, y por tanto manipulables. Bueno... No estoy de acuerdo totalmente con eso. Son jóvenes, de acuerdo, pero también son inteligentes, y sobradamente preparados en lo que se refiere a los últimos adelantos informáticos y de cualquier otro tipo. ¿Porqué, entonces?. Esa es la pregunta que late desde el principio, y a la que ni yo ni creo que nadie haya sido capaz todavía de dar una respuesta del todo adecuada.


Es posible que se trate de una necesidad enfermiza de gregarismo. El propio Rainer lo apunta en uno de sus discursos. El individuo por sí sólo no vale nada, es la pertenencia al grupo lo que le protege, lo que le da fuerza. Los integrantes de “la ola” están cada vez más orgullosos de su pertenencia al grupo, y se vuelven insolentes y despectivos con los que no tienen el privilegio de compartir esa enorme dicha.


La película es alucinante, os lo aseguro. La trama va in crescendo, hasta llegar al paroxismo de la escena final en el campo de deportes, que no os voy a contar, por supuesto, porque quiero que veáis la película. Puedo deciros que uno de los aspectos más inquietantes de “la ola” es su relación espacio-tiempo. Considero un acierto de maestro del cine que el director divida la trama en capítulos, nombrando cada uno con el día en el que transcurre. Resulta monstruoso comprobar en qué se convierten los alumnos en el dilatado plazo de... ¡!una semana!!. Como lo oís. Una sola semana es el tiempo necesario para que un líder carismático sea capaz de rodearse de un ejército de fanáticos. Es increíble.


La dedicatoria de esta entrada tiene mucho sentido. Fue mi sobrino Adrian, un joven de diecisiete años, muy parecido a priori a los que protagonizan la película, quien me la recomendó. No me sorprendió que me la recomendara, porque Adrian es un gran aficionado al cine, con criterio de adulto, y se está ganando por méritos propios un puesto de honor en este mundo, sino la forma en que lo hizo. Me contó por encima el argumento, y reflejaba perfectamente la impresión que le había causado, y que fue exactamente la misma que me causó a mí después de verla. “Es increíble, tío. Parece como si de repente se volvieran todos locos”. Adrian fue quien me empujó a verla. Resulta curioso. Es posible que existan dos tipos de jóvenes, los que se dejan manipular, y los que poco a poco han ido adquiriendo un criterio propio, una forma de ser que haría impensable la vuelta a la barbarie que supondría un experimento como el de Rainer, pero a gran escala. Jóvenes que, como Adrian, son capaces de discernir, de elegir la grandeza del individuo frente a la ofuscación y oscuridad de la masa. Jóvenes que, al observarlos en sus comportamientos y actitudes, transmiten cierta tranquilidad, porque saben lo que quieran.


Adrian es de estos, por suerte, pero, ¿qué pasará con los que no son como él?

lunes, 2 de noviembre de 2009

Sam Peckinpah




La primera dificultad al escribir sobre este peculiar director de cine surge ante su mismo nombre: Sam Peckinpah. Un apellido extraño, rotundo, como un latigazo, que cuando se escribe, siempre da la impresión de que sobran "haches" o faltan "kas", o de que las que hay se colocan dónde les sale de las narices. Se escribe así, como yo lo he hecho, y lo he verificado en la Wikipedia, así que, en ese sentido, me quedo tranquilo.


“Bloody Sam” se había ganado el apodo tras el rodaje de “Grupo salvaje”, un western violento protagonizado por un William Holden ya en declive. Se trata de la historia de un grupo de perdedores que se dedica a atracar bancos. Es muy posible que la motivación de Sam para dotar a su película de una buena dosis de violencia fuera la de intentar hacer resurgir el género del western, que por aquel entonces empezaba a estar de capa caída. Ya lo había intentado con “Mayor Dundee”, pero los estudios habían recortado la película hasta tal punto, alegando que los personajes resultaban muy complejos, que nuestro amigo declaró en varias ocasiones que dichos recortes habían convertido la película en incomprensible.


En 1970, y probablemente con la intención de quitarse de encima el apodo sangriento que le habían colocado en su anterior película, el amigo Sam rodó “La balada de Cable Hogue”. Para esa fecha, el género del western había dado ya todo lo que podía dar de sí, o al menos eso parecía, porque Sam consiguió, con esta película, una dignificación repentina, al presentarnos la historia de Cable Hogue, un maduro personaje interpretado magistralmente por Jason Robards. Del mismo modo en que Sam dignifica su género preferido, presentándonos una encantadora historia, aprovecha para enterrarlo. Cable Hogue es incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos, a un mundo moderno, que aplasta sin pudor la decadente forma de vida que se disfrutaba en el Far West. Nuestro personaje vive en el desierto, al lado de un pozo de agua, como si temiera en todo momento moverse lejos de tan preciado elemento. Resulta en cierto modo premonitorio, y hasta irónico (o al menos a mí me lo pareció cuando vi la película), que Cable Hogue muera a causa de un automóvil, el elemento que provocaría la rápida decadencia del transporte a caballo.

Nuestro amigo y colaborador Carlos Salazar nos ha bosquejado de una forma impecable la atmósfera de tranquilidad y sosiego que transmite esta película. Es la acuarela que podeis ver aquí al lado. Muchas gracias, Carlos. Es un placer y un privilegio enorme poder contar con tus aportaciones.

Tras este paréntesis con remanso de paz incluido, y cuando parecía que el director se había encasillado definitivamente en el género del western, rueda en Inglaterra un año más tarde la que, a mi modo de ver, representa la piedra angular del cine con violencia incluida. Se trata de “Perros de paja”.

“Perros de paja” no es ni más ni menos que cine en estado puro. Lo tiene todo. Entretenimiento, venganza, infidelidad, su punto de sexo, ética, valores (pisoteados por una panda de borrachos depravados, pero valores al fin y al cabo), misterio, tensión, y unas interpretaciones magistrales por parte de sus protagonistas. Jamás se me borrará la media sonrisa de labor bien hecha que suelta Dustin Hoffman al final de la película. Ese papel hizo que se convirtiera de repente en uno de mis actores preferidos.


Creo que a estas alturas no merece la pena que os cuente de qué trata “Perros de paja”. Lo que sí me gustaría comentar es que, una vez más, la absurda censura española volvió a jugárnosla, consiguiendo cambiar todo el sentido de la película por el simple procedimiento de eliminar una escena. Una sola escena. Eran tiempos duros. Creo que se estrenó en España más allá del 75, a pesar de haber sido rodada en el 71, o más o menos por aquellas fechas. El caso es que Susan George, que así se llamaba la actriz que interpretaba a la mujer de Dustin Hoffman (y que, por cierto, estaba de muy buen ver, en la versión digamos “actualizada”, le enseña los pechos a uno de los hermanos descerebrados que le está arreglando el tejado, y eso no se veía en la versión española. El hombre se siente citado, como un buen mihura, y es a raíz de ese gesto cuando se desemboca la tragedia. No es que nos perdiéramos mucho, porque las escenas posteriores siguen siendo las mismas, con toda su fuerza y su carga de violencia, pero estaréis conmigo en que no es lo mismo.


Sam Peckinpah fue sin duda el maestro en el uso de la cámara lenta para las escenas de violencia, y en esta película lo demostró una vez más. A veces siento un poco de pena cuando alguien me habla de las películas de ese descerebrado de Tarantino babeando de adulación. Es una lástima que se haya hecho tan famoso un tipo de cine que no aporta absolutamente nada, simplemente por sus escenas de violencia, que por cierto me resultan chapuceras, pesadas y repetitivas. Es una lástima, decía, que la gente adore de forma bobalicona las películas de Tarantino, cuando nuestro director de hoy le dá cien vueltas.


Después del gran delirio titulado “Quiero la cabeza de Alfredo García”, que recomiendo encarecidamente a todos los que hayan disfrutado con “No es país para viejos”, nuestro director de hoy filmó la que sin duda constituye, a pesar de su violencia, uno de los alegatos antibelicistas más contundentes que se hayan rodado nunca. Se trata de “La cruz de hierro”, protagonizada por un James Coburn en uno de sus mejores papeles.


Creo que se trató de la primera película antibelicista que se vio en España. Después llegarían “Gallípoli”, “El cazador”, “Apocalypse now” y todas las demás. Creo que era la primera vez que se veía en la pantalla a un grupo de soldados alemanes compuesto por seres humanos. Seres humanos que utilizan la violencia, por supuesto, pero en un entorno en el que resulta necesaria. No todos los soldados alemanes eran nazis, ya lo comenté en la entrada anterior, y eso es algo que Sam Peckinpah se encarga de mostrarnos. Rodada al parecer con un presupuesto miserable, la película fue un fracaso en Estados Unidos, pero es considerada la mejor del director en Europa, precisamente por la complejidad de los personajes. Definitivamente, a los americanos hay que dárselo todo etiquetadito y con sus instrucciones correspondiente. Para ellos, los alemanes de la Segunda Guerra Mundial eran todos nazis, del mismo modo que los españoles de hoy somos todos toreros. A nosotros nos gustan más los personajes con matices, con sus capas de personalidad diferentes. Vuelvo a lo que decía antes. Para ellos Tarantino siempre será el maestro.


Esta película nos hizo recapacitar a muchos de los que la vimos (aún a riesgo de ponerme pesadito, diré que eso es algo que jamás he conseguido con una película del Tarantino ese. Vale, vale, ya lo dejo). Creo que era James Coburn el que, hablando con un oficial prusiano, le dice, ante la muerte inminente, “yo te enseñaré el campo en el que crecen las cruces de hierro”. Toda una frase, gran frase, que resume a la perfección el absurdo de la guerra.


Tenemos que agradecer de nuevo a Juan Valdivia la deferencia que ha tenido al colaborar con la imagen de Sam Peckinpah que precede esta entrada. Gracias, Juan, por deleitarnos otra vez con tus magníficos pinceles.