lunes, 28 de diciembre de 2009

El clan


Escucho casi sin querer que en los restaurantes de las zonas turísticas de Madrid existen dos cartas, una para españoles (o madrileños, o del centro, vaya usted a saber) y otra para extranjeros, bastante más disparatada en cuanto a los precios que la otra. Escucho también los desmanes que cometen los taxistas con todo aquel que tenga pinta de guiri o de paleto. Es normal. No me extraña nada. Desde hace mucho tiempo, soy consciente de que, en España, si no perteneces al clan, estás perdido. Completa y absolutamente perdido.



Haces una reparación en el coche. Lo llevas al taller de confianza. Ya te has tomado unos cuantos cafés con el dueño, y te invitó incluso al cumpleaños de su hijo. Está hecho, ya perteneces a su clan. Compruebas con sorpresa que a otro caballero, que además había llegado antes que tú, le hacen esperar el doble, le hacen lo mismo que a ti, y le cobran cuatro veces más. Normal. ¿Qué narices esperaba, si es un desconocido?.

Haces una gestión en cualquier ministerio. El que sea. Colas interminables, formularios absurdos, y al final, un individuo de mirada lateral te dice “todo esto se podría agilizar si usted quiere”, o “si le hubiera hecho en mi estudio el proyecto de reforma, ya estaría aprobado”, o cualquier otra propuesta que, si perteneces al clan, te ahorras.

La corrupción en España es un mal endémico desde siempre, y a todos los niveles. Te engaña el funcionario, el del taller, el del puesto de la fruta. Te engaña tu compañero de estudios, que se presenta al examen cuando todos han decidido no hacerlo, te engaña tu compañero de trabajo, poniéndote la zancadilla ante tu jefe para escalar posiciones. Es acojonante. A veces, no basta con pertenecer al clan. Además hay que morder, por si acaso.

Las tramas Gurtel, Pulpí, etc, son sólo la punta del iceberg de lo que se mueve entre bambalinas. Cuando te has tomado un par de cafés con alguien que trabaja en la Comunidad, la que sea, te susurrará al oído que están en bancarrota, y que todo lo que se ha hecho (Madrid, Barcelona, Valencia...) ha sido con dinero de los fondos europeos, un dinero que se ha terminado para España. Te quedas sorprendido, entre otras cosas porque ese conocido se pasa todo el santo día sin dar un palo al agua, y nadie hace nada.

Pertenezco al clan de la construcción. Hay una crisis terrible, pero los promotores,los constructores o hasta los simples propietarios de una empresa de fointanería, siguen gastándose dinero en comidas, para amigos o clientes, de doscientos euros el cubierto, y viajando en business privado a sus dominios. Hay crisis, pero las grandes cadenas de ropa o de lo que sea siguen abriendo tiendas por todo el mundo. ¿A base de qué? Pues a base de pagar sueldos de mierda a sus empleados, que sin embargo están contentos por estar trabajando para una gran cadena.

El clan es fruto de la ignorancia y el miedo, y el miedo y la ignorancia generan paranoia. El clan es el que gobierna nuestros destinos, el que tapiza con un manto de ceguera cualquier cosa que se haga en su nombre. Es normal robar al que no pertenece al clan. Vivimos como en los tiempos de la Prehistoria, con clanes con todos lados, que soportan a sus miembros pero desprecian a los que no lo son. Los nacionalismos, los partidismos absurdos que buscan culpables antes que soluciones, las actitudes como la de no hacer nada esperando a que alguien falle para poder echarle la culpa de que el barco se hunda, sin plantearse siquiera la posibilidad de impedir ese hundimiento. Lo estamos viendo a cada momento, en el trabajo, en el bar de la esquina, en el banco, en ese restaurante en el que se permiten el lujo de pasar de atenderte, colando a los amiguetes, simplemente porque no perteneces al clan. ¿Cómo vamos a ser capaces de pedir esfuerzos a nuestros políticos, si a nosotros mismos nos encantaría tocarnos las narices como ellos?

Gerald Brenan lo definía perfectamente en “El laberinto español”. La actitud española está dominada por el caciquismo, el amiguismo, la desidia, y los delirios de grandeza procedentes de un desaparecido pasado imperial. ¿Cómo voy a llevarme yo comida a la oficina? Es algo que hemos escuchado en miles de ocasiones, cuando en Londres ves que los altos ejecutivos van en el metro con sus tarteras. Claro, tal vez la solución sea la de no viajar.

Odiamos al que tenemos enfrente si es catalán y nosotros madrileños, y dentro de Madrid, odiamos a los del sur si somos del norte, y viceversa. Cuando yo era niño, organizábamos guerras de piedras día sí y día también con los niños de “la otra calle”. Es inevitable, lo llevamos en la sangre. Ese cuadro de Goya con dos tipos que se dan de garrotazos con las piernas enterradas, sin posibilidad de escapatoria, nos define perfectamente.

Para acabar con el clan hay que abrir la mente, y para abrir la mente hay que fomentar la educación. No es posible evolucionar si no se cuida como a un hijo un campo tan importante como ese. Nuestras políticas universitarias y escolares están llegando a ser las más atrasadas no ya de Europa, sino del mundo. No creo que existan jóvenes más zopencos y superficiales en la faz de la tierra que los que aparecieron en “Curso del 63” o en cualquier programa de tv a los que les dejen asomarse. Estamos abocándonos a un auténtico desastre con la venda en los ojos, tratando de sobrevivir de mala manera y sin ningún resquicio a la esperanza.

Cuando llegue el momento del caos, el clan no nos va a salvar.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Los unos y los otros, de Claude Lelouch


El corazón me dio un vuelco cuando vi anunciado el pack de Lelouch en el catálogo de la Fnac. ¿Los unos y los otros? ¿Se trataría de aquella serie que vagamente recordaba haber visto, cuando la emitieron por televisión allá por los años ochenta? No podía ser, pensé. Eran tres capítulos de más de una hora, y en el pack se anunciaba como película. Ayer encontré el pack, en la tienda, lo ojeé, vi que se trataba de una película de más de tres horas... y caí en la tentación, claro. Ni siquiera me dolieron los diecinueve euros que salieron de mi bolsillo. Se trataba de “Los unos y los otros”, y de otra película que no conozco, pero que seguramente merecerá también la pena.
“Los unos y los otros”. Varias escenas se me habían grabado como a fuego, para siempre, cuando vi la serie por primera vez. Por encima de todas ellas, la magnífica coreografía que parió Maurice Béjart en los años sesenta para “el bolero de Ravel”, interpretada por Jorge Donn encima de una plataforma redonda roja. No me gusta el ballet, pero esa pieza es otra cosa, que trasciende los sentidos. La película empieza con un aperitivo de ese número, que se desarrolla en toda su magnificencia al final.
“Los unos y los otros” es un auténtico monumento. Un monumento a muchas cosas. A la música (Michel Legrand, el grande), a la tolerancia, a la solidaridad, a la paz, pero sobre todo, a la frágil existencia del ser humano, cuya única forma de inmortalidad parece residir en su perpetuación a través de los hijos. Esa es la clave de una película en ciertos momentos dura, en otros momentos terrible, pero siempre extraordinaria.
La película relata varias historias de personajes de distintos países, relacionados en todos los casos con la música. Ivonne y Simón, una violinista y un pianista, se conocen en un cabaret, y unirán sus vidas para siempre. La Segunda Guerra Mundial y la locura de Hitler les aboca a un campo de concentración, debido a su naturaleza judía. Simon sospecha algo en el mismo tren que les conduce al horror, ata a su hijo con un cinturón y lo deposita, a través del agujero del retrete, y ante el sufrimiento desesperado de la madre, en las vías de una estación francesa, aprovechando una parada del tren. No os podéis imaginar, ni por lo más remoto, lo magistralmente narrado que está el encuentro entre esa madre y su hijo, interpretado por el mismo actor que el padre, muchos años después. Sin histrionismos, con delicadeza, contemplado desde una ventana, y con la música del Bolero como fondo. Creo que pocas veces me he emocionado tanto ante una escena.
Está también la historia de la familia americana, interpretada por James Caan y Geraldine Chaplin. Él es director de una orquesta de jazz, y ella cantante. Probablemente sea la historia más sosa, pero también es de destacar el encuentro que le preparan cuando regresa a casa.
La historia del director de orquesta alemán (¿Karajan? Al parecer, todas las historias están basadas en personajes reales), que tuvo la desgracia de que el Fuhrer le estrechara la mano después de un concierto de piano en 1936, antes de que la locuras se desatase, y de que la fotografía que recogió el acontecimiento fuera utilizada contra él como arma arrojadiza. Resulta impresionante el concierto de este hombre en un enorme teatro de Nueva York, con todas las entradas vendidas... y con dos únicos espectadores, que por cierto eran críticos musicales de revistas del género. El alemán no se arredra ante la sala vacía, y dirige a la orquesta con fuerza y sentimiento. Cuando acaba, del techo del teatro caen copias de la famosa imagen suya con Hitler. Los judíos de Nueva York habían comprado todas las entradas del concierto nada más ponerse a la venta, para boicotearle no asistiendo a su concierto. Una gran historia, que se entrecruza con la de Ivonne cuando llega en un tren de deportados al tiempo que él parte en un tren de prisioneros. La profesionalidad con la que Lelouch aborda este episodio, con infinitos movimientos de cámara en una escena que jamás se corta, resulta impresionante.
Sin embargo, para mi gusto, la mejor historia, la más fascinante, la que más escarba en los sentimientos del espectador, y que es sin embargo probablemente la que menos se desarrolla, es la de la familia rusa, compuesta de Tatiana y Boris Sutovich. ¿Cómo describir la elegancia, la fragilidad de Tatiana? La película comienza con una imagen de la coreografía del Bolero de Béjart, y enlaza enseguida con la imagen de Tatiana. Está compitiendo con otra bailarina para obtener el puesto de bailarina principal del Bolshoi. Las dos mujeres bailan de una forma extraordinaria, pero sólo una se quedará con el puesto. Uno de los jueces no aparta la vista de Tatiana. Sin lugar a dudas es su preferida. El puesto es para la otra, pero Boris, que así se llama el juez, se acerca a Tatiana y la aplaude, al tiempo que se presenta. La escena cambia, y les vemos casándose. ¿Cómo describir el impacto que la Segunda guerra mundial causa en estas personas? No merece la pena intentarlo, Os pongo simplemente las palabras que le escribe Boris a Tatiana desde el frente. La carta es leída por una voz en off mientras observamos la marcha de Boris en una impresionante escena, a través del barro, rodeado de tanques deshechos y oxidados, con el cansancio reflejado en el rostro, probablemente en el transcurso de una retirada. Dejemos hablar a Boris:
“Tatiana, amor mío, un hombre que ha conocido la guerra, jamás podrá declarar otra. Los que las alimentan, los que las provocan, no tienen ni vínculos ni amor. Seguramente esta es su forma de vengarse de la felicidad de los demás. Hace un año, cuando me fui, creía que en algún lugar existiría una explicación para el enfrentamiento de los que se odian. Ahora estoy seguro de que no habrá más que perdedores. Me sostiene el pensamiento de ese primer permiso que nos prometen, para enero de 1943. Espero que hayas vuelto de Stalingrado, donde por lo visto nuestras tropas están haciendo maravillas. Sueño con el momento en que suba las escaleras, para reunirme contigo y con nuestro hijo.
El poeta Simonof está con nosotros. Acaba de escribir algo precioso. Escucha: Si tú me esperas, volveré. Pero espérame intensamente. Espera cuando la lluvia amarilla te lleve la tristeza. Espera cuando la nieve caiga sobre los tejados. Espera cuando triunfe el verano. Espera cuando el pasado se olvide y los demás ya no esperen. Espera cuando, desde países lejanos, ya no llegue el correo. Espera cuando se hayn cansado los que junto a ti esperaban”.
Soberbio, ¿no os parece? Poco después, contemplamos una de esas escenas que se me habían grabado en el cerebro como a buril. Tatiana, ataviada con un colorido traje regional ruso, baila para los soldados, probablemente en las inmediaciones de Stalingrado. Unos pases de ballet con la gracia que la caracterizan. Su naturaleza contrasta profundamente, tanto en color como en movimientos, con los aburridos uniformes y la inmovilidad de los pobres soldados que la contemplan embelesados. Una maravilla de escena, os lo aseguro. Si Tatiana fracasa con el Bolero al principio de la película, su hijo, interpretado por Jorge Donn, el bailarín fetiche de Béjart que desgraciadamente murió de Sida en la década de los noventa, triunfa apoteósicamente al final con la misma pieza. Es en esa escena final cuando las historias se entrecruzan. El director de orquesta es el alemán, los que cantan son los hijos de James Caan y el nieto de Ivonne, el que baila es el hijo de Tatiana...
Esa es, ni más ni menos, la clave de la película. Una clave que nos plantea la voz en off de nuevo, cuando los hijos de los primeros protagonistas, interpretados por los mismos actores que sus padres, coinciden en un tren. Edith, la hija de una colaboracionista, espera a su novio, que no llega. La voz en off habla:
“Qué pasaría si la historia no tuviera imaginación? Veinte años antes, veinte años después, de una guerra mundial a una guerra en Argelia. ¿Qué podía haber cambiado para que Edith no conociera los mismos miedos, las mismas estaciones, los mismos fracasos que su madre? ¿porqué no estaba allí su novio? ¿porqué la continuación es igual que el principio? ¿porqué el principio es como el fin? ¿porqué los hijos son como los padres? ¿porqué el destino se maquilla siempre igual? ¿porqué son siempre los mismos los que se encuentran solos?”.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Primera etapa de Fritz Lang




Me da cierta grima confesarlo, pero tengo que reconocer que el cine de Fritz Lang comenzó a interesarme a partir de un infumable montaje que se hizo en los años ochenta de “Metrópolis”, con escenas coloreadas en tonos chillones y música de Giorgio Moroder con algunas piezas de Queen. Por la razón que fuera, al salir del cine tuve la necesidad de ver la versión original, la buena, la auténtica, algo que conseguí muchos años después, porque “Metrópolis” no era una película que se soliera colocar en cartelera.
“Metrópolis” está basado en una novela de Thea Von Harbou, que participó también en el guión y que era, además, la esposa de Fritz Lang. Nos cuenta la historia de un mundo futurista, en el que los obreros trabajan bajo tierra para que los poderosos puedan disfrutar de la luz del sol. Las escenas de los obreros acudiendo al trabajo o manejando las máquinas que mantienen en su esplendor la superficie, son ciertamente sobrecogedoras. Parece mentira, y eso es precisamente lo que me fascina de ese tipo de cine, que alguien en 1927, con los pocos medios de que se disponía, sea capaz de filmar una obra maestra como “Metrópolis”.
Con el cine mudo me ocurre algo curioso. Mientras estoy viendo una película de esas características, pienso a veces “¿qué hago viendo esto, con los efectos especiales y el sonido envolvente que tienen las películas modernas?”, y si la película no me atrae demasiado, me levanto y me pongo “La guerra de los clones” o “Piratas del Caribe”, por poner un ejemplo. No es el caso de las películas de Fritz Lang. Existen autores de cine mudo que hay que ver porque hay que verlos, pero para mi gusto resultan infumables. No fui capaz, por ejemplo, de terminar de ver “Intolerancia”, del amigo Cecil B de Mille, por ese motivo, porque no aguantaba. Es algo que jamás me ha sucedido con Fritz Lang. Y con algunas de Murnau, otro maestro del que hablaré en otra ocasión.
Hace poco disfruté como un enano con la historia del amigo Sigfrido, las walkirias y los nibelungos. Despertó mi interés un libro de Joseph Roth, que os recomiendo encarecidamente, titulado, “la filial del infierno en la tierra”, compuesto de soberbios artículos escritos antes de que el nazismo mostrara su verdadera cara. En ese libro, el escritor judío pone en tela de juicio la sacrosanta leyenda que emplearon los nazis como seña de identidad, que procedía a su vez de leyendas medievales a las que Wagner convirtió en monumento sonoro. Os confieso que me picó la curiosidad las afirmaciones de Roth, en el sentido de que todos esos héroes de pura raza aria no eran más que unos delincuentes mentirosos y trapaceros. “¿Cómo puede ser esto, si siempre se ha considerado a Sigfrido como un modelo de belleza y honor?”, así que traté de acceder a la leyenda a través de las cuatro óperas de Wagner, que suman un total de quince horas, más o menos.
Ufffff... Amigos, reconozco, no sin cierta vergüenza, que no poseo en absoluto el espíritu operístico necesario para tragarme una ópera de esas características. Admiro a todo aquel que sea capaz de hacerlo, de verdad, pero yo no pude, lo reconozco. Creo que aguanté sólo una hora y media de la primera ópera. ¿Cómo conocer, entonces, la leyenda de los nibelungos?. Descubrí entonces “Los nibelungos”, la película que rodó Fritz Lang en 1924, que si bien es bastante larga (dos partes de más de noventa minutos cada una), se disfruta bastante más y mejor que la ópera de Wagner.
En “Los nibelungos”, Lang hace un refrito, orquestado también por su mujer, Thea Von Harbou, de varias leyendas medievales alemanas, que dan lugar a la leyenda germana por excelencia. Se dice que Lang rodó la película como respuesta a “El nacimiento de una nación”, esa exaltación a las Américas y al Ku Klux Klan que había rodado Griffith en 1915. Lang negó siempre sin embargo esa motivación. Lo que quería en realidad era rodar algo estéticamente bello, más o menos fiel a la leyenda, pero siempre sugerente, y lo consiguió con creces.
La primera parte, la que nos cuenta la historia de Sigfrido, es simplemente magnífica. Con una técnica narrativa que hasta ahora no había percibido en ninguna película muda, se nos cuenta la pelea de Sigfrido con el dragón, su encuentro con los reyes nibelungos, la petición a Gunther, el rey burgundio, de la mano de su hermana Crimilda, la treta de la que se sirbven los dos para conquistar a Brunilda, la reina de Islandia, bastante perjudicada mentalmente por cierto, el encuentro de las dos mujeres en la puerta de la iglesia, que provoca chispas y hace que se desencadene toda la tragedia, y la muerte de Sigfrido a manos de Hagen Tronje, representación absoluta del mal.
La segunda parte es más espesa. Se titula “La venganza de Crimilda”, y trata de eso, de la historia que se monta Crimilda para vengarse de la muerte de Sigfrido. Para ello se casa con Atila, y provoca un encuentro con sus hermanos que acaba en tragedia, con el hijo de Atila muerto y otros sucesos de enorme dramatismo. Lo curioso es que resulta imposible despegar los ojos de la pantalla. “Es muda, y dura más de cuatro horas, pero estoy disfrutando como un enano”, pensaba mientras la veía. Por cierto, amigos, Joseph Roth tenía razón. Toda la historia está basada en robos (a los nibelungos les roba Sigfrido su tesoro sin ningún escrúpulo), en engaños (para que Brunilda se case con Gunther, Sigfrido se pone una capucha que le hace invisible), en asesinatos y en salvajadas varias. Si esa leyenda constituye el ideal de espíritu alemán, que Dios nos pille confesados. No entiendo muy bien porqué la UFA, al frente de la cual se colocó más tarde ese maestro de ceremonias que era Goebbels, permitió que se reflejara tan crudamente esa parte de su ideario legendario.
Quiero hablar para terminar esta entrada de la primera etapa de Fritz Lang de la saga del “Doctor Mabuse”, en especial de la primera parte. El doctor Mabuse es un médico que se disfraza cada dos por tres para robar lo que se le ponga por delante, que se sirve del hipnotismo para eliminar la voluntad de las personas que se cruzan en su camino, y hacerles que bailen al son que él quiera tocar. Es una película también muy dinámica, y con muchos episodios que tienen incluso cierta ironía muy bien llevada. Mabuse es un personaje curioso. Nunca ríe, y siempre parece que le está doliendo algo. Sus esbirros realizan su trabajo de esbirros al milímetro, sin fallos, con eficacia total. Una joya que os recomiendo también. En estos días voy a ver “El testamento del Dr Mabuse”, así que ya os diré algo.
Hoy tenemos el enorme privilegio de contar con tres magníficas acuarelas, tres de esos grandes artistas que colaboran habitualmente en este blog. Juan Valdivia nos deleita con un detallado primer plano de Fritz Lang. Una pintura de auténtico profesional, con esos toques blancos que dotan a la imagen de una fuerza descomunal. Otro tanto se puede decir de la imagen que nos trae Carlos León-Salazar, que con su estilo personal y ya casi inconfundible, ha captado a un joven Fritz Lang en plena faena de rodaje. Carmen, por último, ha conseguido con esa acuarela del robot de “Metrópolis” captar toda la esencia y la inquietud de tan fascinante película.
Gracias otra vez a los tres por vuestras colaboraciones. No me cansaré de deciros que sois los mejores.

viernes, 13 de noviembre de 2009

La ola (Die welle)


Dedicado a mi sobrino Adrian



“La ola” es una película alemana, dirigida por Dennis Gansel, con un argumento sencillo, que va cobrando fuerza a medida que avanza. Ya he comentado bastantes veces que considero en cierto modo aburrido y poco agradable a los ojos en general el cine alemán, pero reconozco que de vez en cuando nos sorprende con auténticas joyas como esta. Porque “la ola”, amigos, es eso, una joya, de esas que te hacen pensar y remueven tus esquemas.


La historia es sencilla. Al profesor Rainer Wenger (interpretado por Jürgen Vogel, un actor al que no conocía, pero que a partir de esta película se ha convertido en uno de mis ídolos) le emplazan para que realice con sus alumnos un trabajo sobre la autocracia. No le gusta el asunto, porque hubiera preferido dar otra materia, pero en la primera clase, cuando sus alumnos le dicen que sería impensable un resurgimiento del nazismo, se le ocurre la idea feliz que constituye el entramado de toda la película.


Todo empieza como un juego, como un ejercicio destinado a entretener a unos alumnos que están a punto de acabar el curso, y que no quieren complicaciones. Rainer les dice que se levanten, que estiren la espalda, y que respiren profundamente. Nada más, sólo eso, pero todos al mismo tiempo. Se propone demostrar que no resulta sencillo sustraerse al atractivo de pertenecer a un grupo, y para mantener cohesionado a ese grupo, lo principal es mantener la disciplina. Una disciplina, la que sea, pero todos por igual. Esa es la clave del éxito que empieza a tener Rainer. Uno de sus alumnos les comentará entusiasmado a sus padres, durante la cena, lo bien que se lo ha pasado ese día en clase, y sobre todo, lo importante que se ha sentido. Es de destacar, y lo considero un acierto del guión, que el padre de ese muchacho pasa de lo que le está contando su hijo, lo que denota probablemente la razón de la debilidad de espíritu del muchacho.


El segundo día de clase, Rainer les hace levantarse, y les pone simplemente a andar en el sitio con paso marcial. Todos al mismo tiempo, eso es lo importante. Poco a poco, el paso se va haciendo más denso, más potente, hasta el punto de hacer temblar el techo de la clase que están dando abajo. Es el comienzo de la identidad de grupo. A lo largo de los días, se van sumando a la clase de Rainer más alumnos, entusiasmados con esa especie de experimento que está haciendo el profesor. El siguiente paso es vestirse todos con la misma ropa, una simple camisa blanca, y establecer un saludo, para reconocerse unos a otros cuando estén fuera del grupo. Estamos asistiendo, sin apenas darnos cuenta, a la creación de un movimiento totalitario, y lo terrible del asunto, lo que me puso los pelos de punta como espectador, es lo fácil que puede resultar llegar a conseguir algo así. Es abominable ser testigo de lo que se puede lograr con un poco de labia, no mucha, y un poco de disciplina. Llegas a la conclusión, viendo la película, de que la disciplina fascina, probablemente sobre todo cuando jamás se ha practicado.


El guión nace de la novela de Morton Rhue, que se basaba a su vez en el experimento que William Ron Jones, un profesor de la universidad de Palo Alto, California, realizó en 1967. Al parecer, el personaje de Rainer está inspirado en ese profesor.


Al buscar nombres para el movimiento, se impone “la ola” por encima de todos los demás. Una ola que arrasa todo a su paso, y que va creciendo, incontenible y decidida. Se van sumando cada vez más alumnos al movimiento. Es curioso, pero no pude evitar pensar que ni siquiera se daban las circunstancias en las que triunfó el nazismo en Alemania. No había paro, ni hambre, ni contubernios judeo masónicos, causas que se esgrimen a veces para intentar justificar lo injustificable. Nada de eso. Los alumnos integrantes de la ola son muchachos privilegiados, pertenecientes a una sociedad opulenta, sin problemas de ningún tipo. ¿Porqué fascina entonces tanto una aberración como la que va tejiendo Rainer?. Porque son jóvenes, y por tanto manipulables. Bueno... No estoy de acuerdo totalmente con eso. Son jóvenes, de acuerdo, pero también son inteligentes, y sobradamente preparados en lo que se refiere a los últimos adelantos informáticos y de cualquier otro tipo. ¿Porqué, entonces?. Esa es la pregunta que late desde el principio, y a la que ni yo ni creo que nadie haya sido capaz todavía de dar una respuesta del todo adecuada.


Es posible que se trate de una necesidad enfermiza de gregarismo. El propio Rainer lo apunta en uno de sus discursos. El individuo por sí sólo no vale nada, es la pertenencia al grupo lo que le protege, lo que le da fuerza. Los integrantes de “la ola” están cada vez más orgullosos de su pertenencia al grupo, y se vuelven insolentes y despectivos con los que no tienen el privilegio de compartir esa enorme dicha.


La película es alucinante, os lo aseguro. La trama va in crescendo, hasta llegar al paroxismo de la escena final en el campo de deportes, que no os voy a contar, por supuesto, porque quiero que veáis la película. Puedo deciros que uno de los aspectos más inquietantes de “la ola” es su relación espacio-tiempo. Considero un acierto de maestro del cine que el director divida la trama en capítulos, nombrando cada uno con el día en el que transcurre. Resulta monstruoso comprobar en qué se convierten los alumnos en el dilatado plazo de... ¡!una semana!!. Como lo oís. Una sola semana es el tiempo necesario para que un líder carismático sea capaz de rodearse de un ejército de fanáticos. Es increíble.


La dedicatoria de esta entrada tiene mucho sentido. Fue mi sobrino Adrian, un joven de diecisiete años, muy parecido a priori a los que protagonizan la película, quien me la recomendó. No me sorprendió que me la recomendara, porque Adrian es un gran aficionado al cine, con criterio de adulto, y se está ganando por méritos propios un puesto de honor en este mundo, sino la forma en que lo hizo. Me contó por encima el argumento, y reflejaba perfectamente la impresión que le había causado, y que fue exactamente la misma que me causó a mí después de verla. “Es increíble, tío. Parece como si de repente se volvieran todos locos”. Adrian fue quien me empujó a verla. Resulta curioso. Es posible que existan dos tipos de jóvenes, los que se dejan manipular, y los que poco a poco han ido adquiriendo un criterio propio, una forma de ser que haría impensable la vuelta a la barbarie que supondría un experimento como el de Rainer, pero a gran escala. Jóvenes que, como Adrian, son capaces de discernir, de elegir la grandeza del individuo frente a la ofuscación y oscuridad de la masa. Jóvenes que, al observarlos en sus comportamientos y actitudes, transmiten cierta tranquilidad, porque saben lo que quieran.


Adrian es de estos, por suerte, pero, ¿qué pasará con los que no son como él?

lunes, 2 de noviembre de 2009

Sam Peckinpah




La primera dificultad al escribir sobre este peculiar director de cine surge ante su mismo nombre: Sam Peckinpah. Un apellido extraño, rotundo, como un latigazo, que cuando se escribe, siempre da la impresión de que sobran "haches" o faltan "kas", o de que las que hay se colocan dónde les sale de las narices. Se escribe así, como yo lo he hecho, y lo he verificado en la Wikipedia, así que, en ese sentido, me quedo tranquilo.


“Bloody Sam” se había ganado el apodo tras el rodaje de “Grupo salvaje”, un western violento protagonizado por un William Holden ya en declive. Se trata de la historia de un grupo de perdedores que se dedica a atracar bancos. Es muy posible que la motivación de Sam para dotar a su película de una buena dosis de violencia fuera la de intentar hacer resurgir el género del western, que por aquel entonces empezaba a estar de capa caída. Ya lo había intentado con “Mayor Dundee”, pero los estudios habían recortado la película hasta tal punto, alegando que los personajes resultaban muy complejos, que nuestro amigo declaró en varias ocasiones que dichos recortes habían convertido la película en incomprensible.


En 1970, y probablemente con la intención de quitarse de encima el apodo sangriento que le habían colocado en su anterior película, el amigo Sam rodó “La balada de Cable Hogue”. Para esa fecha, el género del western había dado ya todo lo que podía dar de sí, o al menos eso parecía, porque Sam consiguió, con esta película, una dignificación repentina, al presentarnos la historia de Cable Hogue, un maduro personaje interpretado magistralmente por Jason Robards. Del mismo modo en que Sam dignifica su género preferido, presentándonos una encantadora historia, aprovecha para enterrarlo. Cable Hogue es incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos, a un mundo moderno, que aplasta sin pudor la decadente forma de vida que se disfrutaba en el Far West. Nuestro personaje vive en el desierto, al lado de un pozo de agua, como si temiera en todo momento moverse lejos de tan preciado elemento. Resulta en cierto modo premonitorio, y hasta irónico (o al menos a mí me lo pareció cuando vi la película), que Cable Hogue muera a causa de un automóvil, el elemento que provocaría la rápida decadencia del transporte a caballo.

Nuestro amigo y colaborador Carlos Salazar nos ha bosquejado de una forma impecable la atmósfera de tranquilidad y sosiego que transmite esta película. Es la acuarela que podeis ver aquí al lado. Muchas gracias, Carlos. Es un placer y un privilegio enorme poder contar con tus aportaciones.

Tras este paréntesis con remanso de paz incluido, y cuando parecía que el director se había encasillado definitivamente en el género del western, rueda en Inglaterra un año más tarde la que, a mi modo de ver, representa la piedra angular del cine con violencia incluida. Se trata de “Perros de paja”.

“Perros de paja” no es ni más ni menos que cine en estado puro. Lo tiene todo. Entretenimiento, venganza, infidelidad, su punto de sexo, ética, valores (pisoteados por una panda de borrachos depravados, pero valores al fin y al cabo), misterio, tensión, y unas interpretaciones magistrales por parte de sus protagonistas. Jamás se me borrará la media sonrisa de labor bien hecha que suelta Dustin Hoffman al final de la película. Ese papel hizo que se convirtiera de repente en uno de mis actores preferidos.


Creo que a estas alturas no merece la pena que os cuente de qué trata “Perros de paja”. Lo que sí me gustaría comentar es que, una vez más, la absurda censura española volvió a jugárnosla, consiguiendo cambiar todo el sentido de la película por el simple procedimiento de eliminar una escena. Una sola escena. Eran tiempos duros. Creo que se estrenó en España más allá del 75, a pesar de haber sido rodada en el 71, o más o menos por aquellas fechas. El caso es que Susan George, que así se llamaba la actriz que interpretaba a la mujer de Dustin Hoffman (y que, por cierto, estaba de muy buen ver, en la versión digamos “actualizada”, le enseña los pechos a uno de los hermanos descerebrados que le está arreglando el tejado, y eso no se veía en la versión española. El hombre se siente citado, como un buen mihura, y es a raíz de ese gesto cuando se desemboca la tragedia. No es que nos perdiéramos mucho, porque las escenas posteriores siguen siendo las mismas, con toda su fuerza y su carga de violencia, pero estaréis conmigo en que no es lo mismo.


Sam Peckinpah fue sin duda el maestro en el uso de la cámara lenta para las escenas de violencia, y en esta película lo demostró una vez más. A veces siento un poco de pena cuando alguien me habla de las películas de ese descerebrado de Tarantino babeando de adulación. Es una lástima que se haya hecho tan famoso un tipo de cine que no aporta absolutamente nada, simplemente por sus escenas de violencia, que por cierto me resultan chapuceras, pesadas y repetitivas. Es una lástima, decía, que la gente adore de forma bobalicona las películas de Tarantino, cuando nuestro director de hoy le dá cien vueltas.


Después del gran delirio titulado “Quiero la cabeza de Alfredo García”, que recomiendo encarecidamente a todos los que hayan disfrutado con “No es país para viejos”, nuestro director de hoy filmó la que sin duda constituye, a pesar de su violencia, uno de los alegatos antibelicistas más contundentes que se hayan rodado nunca. Se trata de “La cruz de hierro”, protagonizada por un James Coburn en uno de sus mejores papeles.


Creo que se trató de la primera película antibelicista que se vio en España. Después llegarían “Gallípoli”, “El cazador”, “Apocalypse now” y todas las demás. Creo que era la primera vez que se veía en la pantalla a un grupo de soldados alemanes compuesto por seres humanos. Seres humanos que utilizan la violencia, por supuesto, pero en un entorno en el que resulta necesaria. No todos los soldados alemanes eran nazis, ya lo comenté en la entrada anterior, y eso es algo que Sam Peckinpah se encarga de mostrarnos. Rodada al parecer con un presupuesto miserable, la película fue un fracaso en Estados Unidos, pero es considerada la mejor del director en Europa, precisamente por la complejidad de los personajes. Definitivamente, a los americanos hay que dárselo todo etiquetadito y con sus instrucciones correspondiente. Para ellos, los alemanes de la Segunda Guerra Mundial eran todos nazis, del mismo modo que los españoles de hoy somos todos toreros. A nosotros nos gustan más los personajes con matices, con sus capas de personalidad diferentes. Vuelvo a lo que decía antes. Para ellos Tarantino siempre será el maestro.


Esta película nos hizo recapacitar a muchos de los que la vimos (aún a riesgo de ponerme pesadito, diré que eso es algo que jamás he conseguido con una película del Tarantino ese. Vale, vale, ya lo dejo). Creo que era James Coburn el que, hablando con un oficial prusiano, le dice, ante la muerte inminente, “yo te enseñaré el campo en el que crecen las cruces de hierro”. Toda una frase, gran frase, que resume a la perfección el absurdo de la guerra.


Tenemos que agradecer de nuevo a Juan Valdivia la deferencia que ha tenido al colaborar con la imagen de Sam Peckinpah que precede esta entrada. Gracias, Juan, por deleitarnos otra vez con tus magníficos pinceles.

viernes, 23 de octubre de 2009

Jesucristo Superstar



Creo que “Jesucristo Superstar” supuso un antes y un después en lo que a mis gustos musicales se refiere. Debí de comprar la banda sonora, un soberbio lp doble con libreto, fotografías y toda la parafernalia, allá por 1974, antes del estreno de la película en España. No paraba de escucharlo. Creo que llegué incluso a aprenderme las canciones de memoria. Una locura, vaya. En aquellos tiempos, en los que todavía no existían, yo me había convertido en un auténtico friki de una película de Norman Jewison que no había visto, gracias a la magia del vinilo.
No recuerdo muy bien cuando se estrenó la película. Debió de ser a mediados de 1975, porque muy poco después, en noviembre de ese año, se puso en escena la versión teatral, protagonizada por Camilo Sexto. Acudí al cine a los pocos días del estreno. Por aquel entonces yo era aún demasiado joven como para entender que hubiera en la puerta del cine Infanta Isabel unos cuantos grupos de personas que rezaban el rosario. Es algo que ni entendí entonces ni acabo de asimilar ahora. La película trata de forma muy respetuosa la figura de Jesús, y de hecho le encanta a muchas personas que conozco con arraigadas creencias religiosas. Llega uno a la conclusión, cuando pasa el tiempo y se forma un cierto criterio, de que al que le interesa montar una polémica, es capaz de encontrar motivos para hacerlo hasta en un simple vaso de agua.
Polémicas aparte, disfruté de la película todavía más de lo que lo había hecho con el doble disco. Creo sinceramente que “Jesucristo Superstar” es sin duda la mejor ópera Rock que se ha llevado jamás a la gran pantalla. Me gustó mucho también “Tommy”, de los Who, pero ni mucho menos como la otra. ¿Qué era lo que me llamaba la atención? ¿La increíble obertura, en la que ya se intuían desde el principio los números musicales que íbamos a disfrutar? ¿la no menos hipnotizante primera canción, con ese Judas magistralmente interpretado por Carl Anderson, el actor que ya había interpretado el papel en Broadway? ¿La escena de Jesús mostrando su angustia en el huerto de los olivos, con una canción que todavía me pone la carne de gallina cada vez que la escucho? La suma de todos esos momentos compone un cuadro musical y vital muy difícil de conseguir. A pesar de estar rodada en un desierto, con túnicas y ropajes de andar por casa, y con una estética hippy que en muchas otras películas aparece hoy en día desfasada, la tremenda carga humana de la relación de Jesús y Judas durante la última semana de vida del primero, desborda cualquier otra consideración, tanto de tiempo como de lugar.
Como suele ocurrirme en otras ocasiones, en otras muchas otras ocasiones, diría más bien, las canciones más famosas de un LP o de una película, como en este caso, no son sin embargo las que más me gustan. Me ocurre eso con “Yo no sé cómo amarle”, la archiconocida canción de María Magdalena, que inundó de singles el mercado, tanto en su versión inglesa como en la que tan acertadamente interpretó Ángela Carrasco en la versión española. Lo mismo me ocurre con la canción que da título a la película, “Jesucristo Superstar”, interpretada casi al final de la obra por un Judas que se supone que está en el cielo. Siendo digna, y muy tarareable en las ocasiones en las que se te mete en la cabeza, no se puede comparar, bajo mi punto de vista, con la ya mencionada “Getsemani”, o con el magnífico duelo vocal, que bajo mi punto de vista es el mejor que he escuchado nunca, entre Jesús y Judas, justo después de la última cena. Otra canción que se hizo famosa fue la de “Hosanna”, un himno que, curiosamente, escuché después en bastantes iglesias. En “Getsemani”, es increíble la forma en la que Jesús refleja su angustia ante el sacrificio al que le ha avocado su padre. Hay quien dice que mostrar a Jesús desde ese punto de vista tan humano tuvo también algo que ver con la animadversión de cierto sector cristiano, para quien Jesús no sólo es hijo de Dios, sino, simplemente, Dios. Independientemente de lo que crea cada uno sobre la figura de Jesús, lo que es indudable es que la canción, y lo que nos cuenta, es de una belleza que destaca por encima de todo.
Estas que he nombrado son sin duda las canciones más famosas de la obra, pero hay una, en concreto, que forma parte de la selección de las diez mejores canciones que he escuchado en toda mi vida. Se trata de “El sueño de Pilatos”, interpretada por el actor inglés que daba vida a Pilatos, Barry Dennen, en su primera aparición en el film. Sobria, medida, con un suave acompañamiento de guitarra, la sugerente voz de Pilatos nos cuenta el sueño que ha tenido esa noche, en el que aparece un pobre galileo al que todo el mundo odia. Increíble, de verdad. La canción parece un remanso de paz previo a la tempestad que se nos hecha encima después.
Tengo que confesar que jamás llegué a ver la versión teatral de “Jesucristo Superstar” en España, y que conste que es algo de lo que me arrepentiré toda la vida. Fue tan honda la impresión que me dejó la película, que tuve la certeza de que nada podría superarla. Años después tuve la ocasión de ver la obra de teatro en Londres, y puedo aseguraros que me decepcionó profundamente. Después he visto otras versiones, tanto en televisión como en teatro, pero no hay nada que hacer. La magia que se desprende de esa vieja película de Jewison es algo irrepetible, al menos, repito, bajo mi punto de vista. Creo que nunca he visto, en ninguna otra película musical, que los cantantes se esfuercen tanto por dar lo mejor de sí mismos. Las venas del cuello de Ted Neely parecían siempre a punto de estallar cuando lanzaba esos increíbles agudos que se te metían en el cerebro. Yvonne Elliman, a pesar de parecer una poquita cosa, tenía una voz que enamoraba, y hasta el mismo Herodes se marca un número de cabaret que pasará a la historia como uno de los mejores jamás interpretados.
A la ya mencionada polémica entre ciertos sectores de los creyentes católicos, se unió otra de la que en España, dado nuestro grado de ignorancia ancestral, apenas nos enteramos. En su momento se acusó a la película de antisemita, al presentar a Caifás y a sus secuaces como auténticos cuervos, vestidos de negro y con ansias de sangre. Tuve la ocasión hace poco de escuchar una entrevista a Tim Rice, el autor de la letra de la obra, que declaraba que se trataba de una historia de unos judíos que querían eliminar a otro judío, que era Jesús. No hay nada de antisemitismo en ello. Norman Jewison, cuyo apellido significa algo así como “hijo de judío”, se prestó a dirigir la película sin ningún escrúpulo, seguramente porque no veía nada de antisemita en ella. Independientemente de las polémicas que pudiera suscitar, que como ya he dicho antes se pueden encontrar hasta en un simple vaso de agua, creo que “Jesucristo Superstar” debería ser considerado como una de las joyas más importantes del séptimo arte.
Otra vez tengo que dar las gracias a Carmen por las magníficas acuarelas que ilustran esta entrada. Ha captado como la buena artista que es la serena y bondadosa de Ted Neely en el papel más importante de su vida, y nos regala un sketch rápido, un boceto, del enfrentamiento entre Jesús y Judas después de la última cena. Muchas gracias, Carmen. Te superas a ti misma día a día. Ya sabes que he vuelto a retomar el blog gracias en gran parte a la oportunidad que me brindáis Juan y tú de contar con vuestros trabajos para dignificar unas entradas que, sin ellos, ya no serían lo mismo.

Hasta la próxima entrada.

jueves, 15 de octubre de 2009

Valkiria

Sentía cierto recelo antes de entrar al cine. ¿La crónica de uno de los atentados más famosos contra Hitler, protagonizada por el guapo Tom Cruise?. Algo me decía que aquello no podía salir bien, que un acontecimiento tan trágico como el protagonizado por el oficial alemán Von Stauffenberg, tamizado por el filtro de Hollywood, no podía funcionar. Tenía todavía fresca en la retina la versión alemana del mismo asunto, rodada en 2004 y protagonizada por el magnífico actor Wolfang Preiss, al que admiro desde que vi “La vida de los otros”.
Nada más lejos de la realidad. Mi instinto volvió a fallar, como en tantas otras ocasiones. Ya desde el mismo comienzo de la película, con ese juego de efectos que transforma la palabra “Valkiria”, tuve la sensación de que estaba viendo un producto muy digno.
¿Cuál es la clave de que me encontrara cómodo con Tom Cruise interpretando a Von Stauffenberg?. Cruise no es precisamente uno de mis iconos como actor. Siempre le he visto interpretando el mismo papel, el de Tom Cruise. Únicamente me gustó algo en “Magnolia”, una extraña película que debería ser de obligada visión por su magnífico guión, en el que se entrecruzan historias protagonizadas por unos actores que, si bien por aquel entonces eran desconocidos, exceptuando precisamente a Tom Cruise, después se hicieron famosos.
He llegado a la conclusión, después de disfrutar con la película, de que me gustó Von Stauffenberg precisamente porque, por una ocasión, y probablemente sin que sirva de precedente, Tom Cruise no hace de guapo. El atormentado Von Stauffenberg, tan amante de su patria como crítico con sus dirigentes, es dignamente interpretado por un Tom Cruise sereno, maduro y sufridor, como se demuestra desde el principio, desde la escena en que pierde el brazo y el ojo a causa de un ataque aéreo mientras estaba en Africa. A partir de ese momento, con ese muñón que levanta con energía cuando Tom Wilkinson, que interpreta a su ambiguo superior, se lo requiere, y ese ojo de cristal que se coloca y se quita con naturalidad, Tom Cruise se mete en la piel de Von Stauffenberg con todas sus consecuencias.

Siempre me ha fascinado un determinado cine de nazis. “Valkiria” es digna sucesora de otra película con una ambientación muy similar, “El hundimiento”, hasta el punto de que en la primera actúan varios actores secundarios de la segunda. Es un cine que no se limita a presentar al alemán de aquella trágica época (y digo bien, al alemán) como a la bestia salida de los infiernos. Mi fascinación comenzó con los libros de Sven Hassell, un soldado alemán que aborrecía a los nazis y a las SS probablemente más que a sus enemigos rusos. Tomé conciencia entonces de algo que me ha acompañado a lo largo de mi trayectoria cinéfila y literaria, y que despierta mi interés cada vez que aparece en pantalla o en libro: no todos eran malos. Ni mucho menos. Hay un personaje de Valkiria que pone precisamente el dedo en la llaga cuando dice “si fracasamos (ante la posibilidad de matar a Hitler), todo el mundo nos recordará como la Alemania de Hitler”. Nada más lejos de la realidad. Es absolutamente cierto que la inmensa mayoría del ejército alemán, oficiales incluídos, odiaban profundamente a Hitler, a sus secuaces, y al tinglado que se habían montado para acabar con sus enemigos. Es algo que se ve en películas tan maravillosas como “Odessa”, “La cruz de hierro”, la ya mencionada “El hundimiento” o esta magistral joya que estoy comentando hoy. El ser humano está lleno de matices, creo que ya lo he mencionado en otras ocasiones, y es precisamente de agradecer que el cine de Hollywood se haya dado cuenta de esto a la hora de acometer el proyecto de “Valkiria”.
Buena parte del atractivo de la cinta lo constituye su magnífica ambientación. La película se rodó en Berlín y en otros escenarios reales, como el histórico Benderblock, lugar en el que fueron fusilados los personajes reales. Despachos imposibles, arquitecturas colosalistas, banderas y símbolos por todas partes, reflejan perfectamente la época del dominio nazi de Alemania. Son sobrecogedoras también las escenas filmadas en el Berghof, el refugio de montaña de Hitler. El dictador y sus secuaces mantienen un ambiente de tranquilidad y desidia que contrasta profundamente con los millones de soldados alemanes que en ese momento se estaban dejando la piel en los innumerables frentes abiertos. Impresionante también el búnker en que se comete el atentado, así como el cuartel de la reserva.
Quisiera destacar el personaje interpretado por Terence Stamp, un actor al que siempre he considerado un modelo a seguir. En la película interpreta a un militar que se pasa al lado político, que ama profundamente a Alemania por encima de todas las cosas, y que odia con la misma profundidad el estado en el que la han sumido Hitler y sus secuaces. Es admirable la elegancia y entereza con la que este hombre pide una pistola cuando le detienen.
Otra escena que me heló el corazón fue la protagonizada por el oficial de la reserva que tiene que detener a Goebbels. Su cara se convierte en un auténtico poema cuando escucha la voz de Hitler, al que se suponía muerto, al otro lado del teléfono.
Es una película, en definitiva, grandiosa, importante, sumamente ágil a pesar de no tener apenas escenas de violencia. Una muestra de que se puede hacer buen cine, magnífico cine, más bien, sin necesidad de reventar cabezas con bates de béisbol (comparar “Valkiria” con “Malditos bastardos”, la última locura de Tarantino, en la que el alemán en general es malo por naturaleza, es como comparar “Alien” con “Garbancito de la mancha”).
La acuarela que preside la entrada, que refleja mejor que nada el atormentado espíritu del Von Stauffenberg interpretado por Tom Cruise, es obra de Juan Valdivia, quien ya participó con todo su arte en las anteriores entradas del blog. Muchas gracias, Juan, por deleitarnos de nuevo con esa maestría tuya con los pinceles.

miércoles, 7 de octubre de 2009

La que se nos viene encima


Dedicado con todo mi cariño a Carmen Jiménez y a Juan Valdivia, ese par de liantes...

Retomo este blog en gran parte gracias, o por culpa, de ese par de liantes a los que dedico la entrada. Con sus palabras de ánimo, con sus artículos en los blogs que ambos presiden, y que os aconsejo encarecidamente, y sobre todo, porqué no decirlo, con su imprudencia temeraria, han conseguido que me vuelva a liar la manta a la cabeza, así que sólo me queda decir lo siguiente: que sea lo que Dios quiera. ¡! Que apechuguen ellos con las consecuencias ¡!.

Comencé este blog con la idea de dedicarlo a temas generales, aunque finalmente desembocó en un blog de cine. No es que haya cambiado de idea, pero pretendo alternar ese gran tema, en el que tanto Carmen como Juan como Carlos León se mueven como pez en el agua con sus maravillosas ilustraciones, con otros asuntos que, por su temática o naturaleza, despierten mi interés. Es por ello que para la de hoy, primera entrada de la reanudación, haya escogido un tema de rabiosa actualidad. Tan rabiosa, de hecho, que se refiere al programa que emitieron ayer en Antena 3, sin ir más lejos. “Curso del 63”, creo que se llama, porque tuve la inmensa desdicha de verlo empezado.

¿A qué me refiero con el título de la entrada? Simplemente, a eso. Después de ver el programa, y de contemplar el futuro del país, representado por unos cuantos chavales y chavalas que no tienen desperdicio, no me queda más remedio que echarme las manos a la cabeza, y rezar.

Vivimos en un país de difícil clasificación en lo que se refiere a las gentes que lo habitan. Nuestra rancia y arribista estirpe de empresarios no se encuentra ya en ningún lugar, ni de Europa ni de, me atrevo a afirmarlo, del mundo. Pelo engominado, gafas de sol (look “el bigotes”, por poner un ejemplo), entrada para la corrida de toros asomando por el bolsillo, es capaz de discutirle durante un par de días a uno de sus empleados una subida de diez céntimos la hora, pero ni siquiera se despeina cuando invita a varios amigos, socios, o simples advenedizos, a una comida de trescientos euros el cubierto. Ese es nuestro empresario tipo. Tripero, putero, y más cosas que acaben en “ero” que se os puedan ocurrir. Se buscará un florero elegante, distinguido, de largas piernas y sedosa cabellera, que luzca bonito en su yate de quince metros de eslora.
Nuestro obrero tipo tampoco encuentra parangón en el resto de Europa. No es de extrañar, con estos mimbres, que seamos los últimos en salir de la crisis, si es que salimos. Sindicalista de frases hechas, vago, vocinglero, chauvinista y con el palillo en la boca siempre a punto, se queja de que un rumano realice en media hora el trabajo que él desarrolla en un par de días. Su eterno rencor hacia el patrono (el del pelo engominado) le revuelve tanto las tripas, que se pasa más de la mitad de la jornada laboral planeando estrategias para un escaqueo cada vez más pronunciado. De las doce horas que se pasa en su puesto de trabajo (esa es otra. Más vale estar, aunque no se produzca nada), unas cuantas las dedica a temas de su vida personal.
Cuando hablo de patrono y obrero me refiero a todos los órdenes de nuestra sociedad, no sólo a los patronos o los obreros de la construcción, que son tan respetables, o tan poco respetables, como los funcionarios, los empleados de una tienda, o los que se dediquen a cualquier otra actividad. La vida se paraliza en España a la hora del desayuno, que oscila entre las diez y las doce de la mañana, si es que no se prolonga más. Da igual que la cola llegue hasta la parte de atrás del edificio. Esa es la forma en que se construye el país. La vida se paraliza también ante un partido de fútbol, una corrida de toros, o las fiestas del pueblo. Da igual que estemos en crisis. Al fin y al cabo, hay que divertirse, tomarse la vida con filosofía, que para eso somos mediterráneos, coño.
¿Cuál es la alternativa a todo esto? Por nuestra buena salud mental y nuestro futuro, espero de todo corazón que no sea la que vi ayer.
¿Pero de dónde coño han salido unos zopencos como los que exhibió ayer Antena 3? ¿Es real? No me lo puedo creer ¿No está preparado? ¿Es posible que se confunda a Cervantes con un escritor de la generación del 27, o que alguien declare, con una bobalicona sonrisa, que 2 por seis son dieciocho? La visión del programa resultaba tan alucinante, que no daba crédito a mis ojos. Aluciné cuando uno de los alumnos abandonó el centro porque le obligaban a cortarse el pelo. El argumento que dio fue que “su pelo era él”. Creo que era el más sensato, porque probablemente era cierto que su pelo fuera bastante más inteligente que la cabeza sobre la que estaba.
Aluciné cuando una niñata que presumía de tener un piercing en el pezón, declaró que la habían echado de dos colegios por pegar a sus profesoras. Aluciné cuando un niñato presumía de pasarse no sé cuántas horas al día en el gimnasio, después de dejar los estudios a los quince años para ponerse a trabajar. Aluciné cuando una chica que casi no sabía ni hablar, dijo en el patio “habemos varios de Málaga y unos cuantos de Valencia”. Aluciné, de verdad, pero cuando más aluciné, y eso os lo juro por lo más sagrado, fue cuando entrevistaban a los padres de cada una de las “criaturas”, verdaderos frikis todos ellos, con pendientes imposibles, tatuajes, vestidos comprados para la ocasión (salir en la televisión es probablemente lo más importante que les ha ocurrido en sus vidas), y una actitud entre chulesca y provocativa, de defensa a ultranza de sus ignorantes vástagos. Uno de los padres, en un alarde de saber estar y de defensa de valores, dijo ante las cámaras que “si el profesor me hace eso a mí, le suelto una hostia).

Esa hostia, tan repartida en los institutos a los profesores, y no a los propios hijos, es la que tiene sin duda la culpa de lo que está pasando. El programa en cuestión no es más que una prueba palpable de que se ha despreciado desde tiempo inmemorial la disciplina, por considerársela un símbolo de la etapa anterior, en una de esas gilipolleces filosóficas que están dando al traste con nuestra educación, que sin duda es lo más importante, como saben muy bien nuestros vecinos europeos. Es lo mismo que no reforestar nuestros bosques “porque lo hacía Franco”, como si la medida perdiera su validez por haber sido utilizada por un dictador. No tiene nada que ver el hecho de que uno sea de izquierdas o de derechas para que tenga una serie de valores y unos cuantos conceptos de educación mínimos. Eso es lo que se está tratando de inculcar, que la educación del individuo es un privilegio de la derecha, cuando la realidad debería ser otra muy diferente.
Sin embargo, lo peor de todo no es que se desprecie la indisciplina, sino que se considere la cultura, una cierta cultura, aunque sea mínima, poco menos que como un signo de imbecilidad. Seguro que cualquiera de las criaturitas de ayer sabe de sobra cuál es el último éxito de Juanes, pero cualquiera es incapaz también de saber la tabla del dos. Eso lo justificaba una de las madres, con tatuajes en el brazo, diciendo “es que mi hija es muy de hoy”. No sé a qué se refería la buena señora con eso, pero si el hecho de que una niña lleve un piercing en la teta es muy de hoy, yo debo de ser un retrógrado de mucho cuidado. Si no saber hablar, soltar un taco cada tres letras, mascar chicle de forma compulsiva, gritar como un poseso o reírse en la cara del profesor es de hoy, va a costarme ponerme al día.
Tengamos un poco de sensatez, por favor. Tanto esos chavales como sus padres se harán famosillos por el programa, y se convertirán entonces en modelos a seguir por otros muchos chavales y padres de chavales.Creo sinceramente que deberían sacar a los chavales del colegio por una temporada y meter a sus padres, que buena falta les hace. Si a las sandeces de series como “Física o química”, unimos ahora este programa, no me queda más remedio que repetir el título de esta entrada. Dios mío, la que se nos viene encima.

En el próximo artículo hablaré de cine, lo prometo.

viernes, 3 de abril de 2009

Bolonia


Con especial cariño para mi amiga Charo Bolívar


No tenemos remedio. Somos un país de mierderos, y eso no cambiará jamás. Y no puede cambiar, por una sencilla razón: nos importa un carajo un tema tan importante como la educación. Y no me refiero a la educación en las formas, que tampoco, o a esa especie de costumbre ancestral que consiste en hablar mal, sin que nos importe no saber ni siquiera expresarnos, tal y como demuestran día a día personas, gobernantes y artistas. No. Me refiero a algo de más enjundia, a una educación global, total, que nos convirtiera en personas parecidas a las que pueblan nuestro entorno europeo, y no en histéricos mentecatos, llenos de cobardía y de miedo, que únicamente responden a los impulsos del fútbol, los toros, los programas del colorín, las absurdas Operaciones Triunfo o los exabruptos destructores de una derecha recalcitrante y una izquierda estúpida.

Nadie, absolutamente nadie, le da importancia a la educación en este país. Los cachorros de las clases dirigentes, o simplemente de los que tienen pasta, se marchan a estudiar a Inglaterra, a Francia o a Estados Unidos, a lugares destinados a convertirles en tiburones, en empresarios sin escrúpulos que sigan perpetuando esa tradición codiciosa y antinatural que consiste en levantar y hundir empresas mientras se cubre uno de pasta. Los que se quedan aquí se meterán como mínimo a un máster, pagado por su padre, por supuesto, en el que se les enseña el lado más salvaje de un capitalismo que se fagocitará a sí mismo sin que nadie pueda impedirlo. “Ten cuidado con ese, que acaba de acabar el máster, y no le importa lo más mínimo despedir a diez o doce personas porque no le guste como vistan”, me comentaba hace unos cuantos años un compañero que había pasado por el mismo trance del máster. Da igual. A nadie le importa. Los trabajadores estamos demasiado ocupados intentando sobrevivir con la miseria que nos paga la élite triunfadora, la de los másters. Nuestros hijos no están hechos para el estudio. Lo mejor es ir a una academia de baile, o como mucho a la FP, para hacerse fontanero, que ahí sí que se gana pasta. Con suerte, la Jenny, mi Jenny, hará un día un casting, y podrá triunfar en Gran Hermano, o en Gran casino, o en la Grandísima puta.

Estamos entre dos fuegos. Por un lado, la élite de los másters, los que devoran, los osados, los brokers, los hijos de puta que nos han metido en este follón del que nadie sabe como salir, pero del que ellos han salido fortalecidos. Por otro lado, la masa, la ingente masa que piensa que la educación no sirve absolutamente para nada. El padre mentecato que abofetea al profesor que ha regañado a su hijo, a SU HIJO, por el amor de Dios, porque no dejaba de lanzar mensajitos ininteligibles por el móvil. Esa es la situación. Una situación que no supone solamente el final absoluto de una clase media cada vez más reducida, sino el hecho de que la brecha abierta entre las dos clases se haga cada vez más grandes. ¿El sistema de castas hindú?. Un pardillo, si lo comparamos con el sistema que estamos creando nosotros, sin ningún motivo religioso y sin que a nadie le importe un carajo.

Para hacer todavía un poco más grande ese abismo, nuestros gobernantes, nuestros queridos gobernantes, más ocupados en obtener votos que en cualquier otra cosa, han pergeñado una traba más, un escollo más a todo aquel que haya decidido que le gusta estudiar. Se llama Bolonia, y aunque no estoy muy puesto en el tema, he entendido perfectamente que uno de los postulados que predica es que los estudiantes harán un período básico, que les dará el derecho a una titulación mínima, y que si quieren obtener un título más completo y rentable, tendrán que hacer una especie de máster. Pagando, por supuesto.
Ya está en marcha otra vez el absurdo, la gilipollez. Dentro de unos años, las empresas pedirán el oro y el moro, la titulación de Doctor Honoris Causa, para ocupar el puesto de pringado que trae y lleva los cafés por seiscientos euros al mes. Ya lo están haciendo actualmente, ¿qué trabajo les costará seguir haciéndolo en el futuro? Al fin y al cabo, los que dirigen son los tiburones, los que han estudiado en Oxford o en Yale.

Las protestas que se están generalizando en toda España por este tema apenas encuentran eco en los medios de comunicación, ocupados con los tejemanejes de Rajoy, Zapatero o Esperanza Aguirre, o con la comunión de la hija de Belén Esteban. Es acojonante. Nos importan más los gorgoritos de Chenoa que la educación de nuestros hijos. Sólo si hay sangre, como en el caso de la brutal paliza de los mozos de escuadra catalanes a un grupo de estudiantes que protestaban, se despierta el interés de los medios.

Resulta admirable, y lo digo con el corazón en la mano, el esfuerzo, la lucha y el compromiso de todos los estudiantes que se están movilizando para terminar con un objetivo que se sale de cualquier lógica. En una sociedad adormecida, anestesiada por unos acontecimientos que ni siquiera entiende, resulta muy gratificante que existan personas capaces de discernir entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo absurdo, entre la lógica y la demencia más senil que uno se pueda imaginar. Una actitud que contrasta profundamente con la propuesta por un gobierno que debería caminar en otra dirección muy diferente a la que lo está haciendo, a tenor de sus siglas.

Tengo un hijo de catorce años que quiere estudiar, y gracias a vosotros, a los que os encerráis en las escuelas, a los que os manifestáis contra el proyecto, a los que lucháis con ganas por lo que consideráis justo, es muy probable que su deseo no se convierta en una quimera o en un camino de espinas. Os doy las gracias, sinceramente, por estar ahí, y os apoyaré en todo lo que esté en mi mano, y me manifestaré en mi ciudad, y en donde haga falta.

Os doy las gracias, en definitiva, por estar vivos.

domingo, 1 de marzo de 2009

Una magnífica exposición










El pasado 26 de febrero, a las 20:30, se inauguró en el incomparable marco del hospital de Santiago, en el corazón de la ciudad de Úbeda, la exposición dedicada a las acuarelas de Juan Valdivia, ese artista que hace música con los pinceles, y al que todos conocéis por los retratos de directores y actores que con tanta generosidad nos ha legado para muchas de las entradas de este blog.

El hospital de Santiago, dedicado en la actualidad a centro cultural, es uno de los edificios renacentistas más emblemáticos de los que se pueden encontrar en Úbeda, ciudad declarada Patrimonio de la Humanidad debido a su legado en este estilo arquitectónico y a lo bien conservado de sus monumentos. Encerrado en una muralla de la que todavía se conservan bastantes vestigios, el casco antiguo de Úbeda está salpicado de iglesias, conventos, casas señoriales y palacios de renombre, monumentos todos ellos caracterizados por el tono anaranjado de sus piedras, que destacan con identidad propia entre las casas blancas que las circundan. Un tono que Juan Valdivia no solo ha sabido captar en gran parte de sus obras maestras, sino que incluso ha sido capaz de mejorar. Las pinceladas de Juan Valdivia, esos blancos que consigue con una maestría de auténtico profesional, esas aguadas delicadas y poderosas a partes iguales, nos hablan de arte con mayúsculas, del que entra por los sentidos y se queda para siempre grabado en la retina del observador.

El Hospital de Santiago se encuentra en una zona muy concurrida de la ciudad, en una calle que, lindando con el casco antiguo, mucho más tranquilo, recoge y conduce la mayor parte del tráfico y el movimiento de una ciudad que bulle día a día gracias a la vitalidad de sus habitantes. Lo primero que me impresionó, cuando llegué a Úbeda el jueves al mediodía, y me encontraba todavía perdido en una ciudad que había visitado apenas de pasada casi veinte años atrás, fue ver el cartel que anunciaba la exposición de Juan, un enorme cartel que colgaba de uno de los balcones que se asomaban a la fachada principal del edificio. En aquel momento pude situarme, porque supe que aquella mole era el Hospital de Santiago, la referencia que había tomado para dibujarme un plano visual de la ciudad.

Llegamos a la exposición antes de las 20:30, la hora prevista para su comienzo. En uno de esos regalos que te depara la vida de vez en cuando, tuvimos la suerte de escuchar el ensayo de un joven pianista que ensayaba en el salón de actos del edificio. Nos sentamos en las butacas, esperando el comienzo de la exposición, y a aquel hombre, de manera espontánea, y después de bromear un poco con unos amigos, se sentó al piano y tocó con verdadera maestría unas cuantas piezas de Chopin, y hasta una pieza compuesta por él, que nos pareció perfecta.

Poco después se inauguró oficialmente la exposición de Juan, en una privilegiada sala, de tamaño considerable, situada en el piso superior. Al abrirse las puertas, el numeroso público penetró rápidamente en el recinto. Juan Valdivia habló, con esa serenidad y profunda voz que le caracteriza, agradeciendo a los asistentes su asistencia, y declarando de antemano que se considera un novel en el mundo de la acuarela, algo que queda desmentido nada más toparse con su arte. La acuarela es probablemente el arte figurativo más difícil, por su agilidad y la destreza de trazo que necesita para que quede bien, y en eso, Juan ha demostrado, por mucho que él se empeñe en decir lo contrario, que es un auténtico maestro.

La exposición está dominada por paisajes, portadas y monumentos de una amplia zona de la comarca, desde Valdepeñas de Jaén, ciudad natal del pintor, hasta Úbeda, Baeza y Aranjuez, pasando por Sabiote, lugar en el que el maestro trabaja actualmente.

Es difícil describir la maestría de un pintor, o al menos a mí me lo parece. Siempre he sido incapaz ni de pergueñar ni de entender una crítica de tal o cuadro, a menos que de lo que se trate sea de que nos cuenten la historia que representa o la que envolvió su ejecución. Jamás he comprendido esas palabras rimbombantes que los entendidos les dedican a esas obras que, para mi, hablan por sí mismas, sin necesidad de que nadie tenga que explicarlas. Esa es la sensación que tengo ante las pinturas de Juan Valdivia. Serenidad. Sosiego, paz infinita... Soy capaz de imaginar, apenas de lejos, el placer que ha sentido el artista a la hora de plasmar en el papel su visión del objeto que ha elegido para retratar. La esencia de la piedra, es lo que sabe sacar Juan con una maestría de verdadero arquitecto. A sus ojos, los monumentos cobran una personalidad y un esplendor difícil de captar al natural, a menos que se disponga de la sensibilidad artística del de Valdepeñas de Jaen.

Es complicado tratar de transmitir las sensaciones que produce su pintura, como resulta muy, muy complicado, elegir una obra preferida. Todas destacan por algo, por algún detalle que no tiene la otra. El color en unas, las líneas en otras, el difuminado de ese cielo siempre azul de Andalucía, el dorado que ese sol, siempre presente, esparce con cariño por todo lo que se coloca bajo su manto. Al pincel de Juan, a su mirada perfecta, no se le escapa una. Capta lo mejor de cada modelo en su momento justo, con la sombra adecuada, en el momento preciso. Juan es capaz de convertir, como un prestidigitador de la mirada, un tema a primera vista gris y anodino, en una verdadera obra maestra. Es capaz de encontrar siempre el lado positivo de cada mirada, de cada rincón, de cada paso que da. Resulta increíble su destreza a la hora de representar tanto la arquitectura como la naturaleza, cada una con sus particularidades, sus luces y sus sombras en la realidad, y su esplendor indiscutible cuando adquieren el privilegio de convertirse en un motivo para que Juan las plasme en el papel, en ese papel inmaculado que se transforma, por obra y gracia de un artista, en un objeto que despierta, en cualquiera que lo contemple, la emoción de sentirse parte de este universo de paisajes dignos de los pinceles de Juan.

Os recomiendo encarecidamente que visitéis la exposición, e incluso que adquiráis alguna de las obras que se exponen, a un precio tan asequible, que dudo que a la hora de escribir esta entrada quede alguna por vender. Una escapada de fin de semana, una vuelta a paso tranquilo por la ciudad, recorriendo con sosiego sus calles y sus plazas, para terminar con la visita al Hospital de Santiago. ¿Qué más se puede pedir?. Por si sirve para estimular un poco más vuestros sentidos, os dejo el enlace al blog que Juan ha creado con motivo de la exposición. En esta ocasión vuelve a corroborarse que una imagen vale más que mil palabras:

http://exposicionhospitaldesantiago.blogspot.com/

Nada más. Solo me queda reiterar la enhorabuena a Juan, que indudablemente ha triunfado como acuarelista, y agradecerle, sinceramente y de todo corazón, la emotiva acogida que me brindó, a mi familia y a mi, en una visita que recordaré durante toda la vida. Ya sabes que tanto María, tu mujer, como tú mismo, habéis entrado hasta el fondo de mi corazón, y que espero con verdadera ansiedad que se repita el encuentro.

Un abrazo muy fuerte, amigos Juan y María, y hasta pronto.

martes, 24 de febrero de 2009

El chollo de tu vida


A ser como tú eres se empieza desde pequeño, desde la más tierna infancia. Es lo mismo que los grandes campeones de tenis o de cualquier otro deporte de élite: si no empiezan siendo críos a dar raquetazos, es imposible, se tuercen, y luego no hay manera de encontrar el camino adecuado.

Así pues, tienes que empezar desde el principio, desde tu puesta en sociedad, por así decirlo, en esa guardería de barrio en la que ya nadie te considera el centro del universo, porque hay muchos otros como tu. Si te dejas pisar, vendrá de entrada algún niño a tocarte las narices. Si es más grande que tú, no te preocupes, porque es lo normal. El mundo está lleno de abusones, ya lo irás aprendiendo. El problema es que sea más pequeño. Si te domina a las primeras de cambio, con un par de empujones y alguna torta mal dada (es improbable que un niño de tres años sepa dar tortazos de categoría), estarás perdido para el resto de tu vida. Deja de llorar, porque ni tu padre ni tu madre van a venir a cogerte en brazos, y reacciona: la vida es dura, esa es la primera premisa que tienes que aprender. Dale dos bofetadas bien dadas al niño cabrón, que aprenda a respetarte, y te harás enseguida con el respeto del resto.

Los demás están a tu servicio. Tienes que tener esto claro desde el principio. Sus chuches, sus chupetes, sus vidas, te pertenecen, y al que no asuma un axioma tan básico como ese, le tienes que hacer la vida imposible. En cualquier reunión social, ya sea un mitin, una comida o una simple conversación, siempre hay alguien que lleva la voz cantante, y ese tienes que ser tú. No hay otro modo, si quieres ser como eres.

A medida que creces, y te vas abriendo camino en tu entorno, te das cuenta de uno de los principios fundamentales de tu existencia: los demás son despreciables. No importa ni la cuna ni el nivel económico de tu familia. Da igual que vivas en la Moraleja, en Madrid, o en el barrio del Sacromonte de Granada. Los demás están muy por debajo de tu categoría como persona. Eso es algo que tienes que asumir, en la medida en que te llevará a cualquier meta que te propongas. No importa en absoluto que pises a nadie, que robes apuntes, que los demás te desprecien por tus méritos como estudiante, porque eso es algo normal. Son despreciables tus compañeros, sus familias, tus amigos, por muy cerca que estén de tu nivel. No te hablo ya de camareros, taxistas, mecánicos, bomberos, maestros, zapateros, etc. Todas esas personas no son ni despreciables ni interesantes: simplemente, no son nada. Su existencia podría asemejarse a la de meros comparsas que rellenan un hueco en el mundo en el que tú, y los de tu casta, dirigís las cosas a vuestro antojo. Ni que decir tiene que, en esas ocasiones en las que empezarás a abrirte al mundo, a medida que crezcas y realices caros viajes, te cruzarás con personas que ni siquiera alcancen la categoría de comparsas. Nadie importa en países como la India, China, México, Perú, Bolivia y toda Africa, por supuesto. Ni siquiera existen, como no sea para venderte collares o servirte los daikiris en el hotel de lujo. No es que llegues a tener el privilegio que tienen algunos potentados italianos, de poder organizar cacerías de seres humanos en las selvas del Amazonas. No, tampoco se trata de eso, pero lo cierto es que la muerte, el hambre o la miseria de millones de personas no tiene porqué importarte un carajo. Cada uno tiene lo que se merece, ni más ni menos, y tú te mereces lo mejor.

Finalizarás por fin tu carrera, y entrarás de lleno en el mundo de los opositores. No de conciencia, no, que eso no es más que una mariconada, que no tiene ningún sentido desde que no existe el servicio militar obligatorio. Te convertirás en opositor para meter la cabeza en cualquier administración del estado, ya sea central o autonómica, da igual. También existe el recurso de meterte de interino, pero el camino será más largo, y tendrás que currar más, así que no es muy recomendable ese camino. Lo único que tiene de positivo esa posibilidad es que ya estás dentro, con todo lo que eso conlleva de acceso a la oportunidad de trepar.

Cuando apruebes, te permitirás el lujo de celebrarlo a lo grande, porque por fin habrás llegado a lo más alto de la cadena alimenticia humana. Serás funcionario, con todo lo que eso conlleva. Tendrás todo el tiempo del mundo para hacer tus gestiones personales, para informarte en Internet, para inflarte a cafés y a sandwiches de más de media hora, y si eres fumador, entonces tendrás el cielo ganado, porque tus salidas a la calle, de más de veinte minutos (resulta curioso lo que puede llegar a tardar en consumirse un cigarro en manos de un funcionario). Si tienes pretensiones, podrás incluso fundar una empresa paralela que gestiones en tus ratos libres, normalmente por la tarde, relacionada con la actividad que desarrollas, y de la que harás publicidad a los pobres consumidores cada vez que se te presente una ocasión. No se trata de que coacciones a nadie para que utilicen tus servicios, por supuesto. Simplemente, si lo hacen, las gestiones y los papeles se moverán más rápidamente de mesa a mesa. Simplemente con eso ya tendrás al pobre consumidor cogido de las pelotas, que es de lo que se trata de momento.

Este es el camino, pero no la meta que estás buscando. Siendo como eres, el puesto que ocupas no resulta suficiente. Es necesario ser funcionario para llegar a donde quieres llegar, pero eso no quiere decir que todos los funcionarios sean como tú, por supuesto. Recuerda que tú eres el centro, la élite. Existen muchos funcionarios realmente pringados, que trabajan el tiempo que les corresponde. Eso no es de tu incumbencia. Tienes muy claro que la mayor parte de la humanidad es miserable de pensamiento y de obra, aunque no de palabra. Existen unas cuantas excepciones, gente que, de tan buena, es tonta perdida, a la que les importa los demás. Gente que nunca llegará a la meta que te propones, porque su conciencia no se lo permite. Gente que puede ser funcionario, autónomo, empresario o trabajador, que forman una minoría dentro de la masa de miserables que llena las calles. No te preocupes por ellos. De hecho, no te preocupes por nadie, pero mucho menos por ellos, o por los voluntarios de cualquier tipo, con esa mirada iluminada que les proporciona el sentirse en paz con la humanidad y consigo mismos. No entiendes, no entra en tu cabeza qué tipo de placer puede sentir alguien ayudando a los demás, pasando un rato con un enfermo de cáncer o fundando un pozo en un país tercermundista que algún día una guerrilla se encargará de destruir otra vez.

Después de lamer los correspondientes culos, y de tocar las teclas adecuadas, entrarás por fin en política, y ese será por fin el chollo de tu vida. Da exactamente igual que seas consejero, concejal, alcalde o cualquier otro cargo. En todos los casos resulta similar. Lo único que varía son los metros cuadrados del despacho y la suntuosidad del mobiliario. Una vez sentado en tu silla, un buen día aparecerá un tipo más o menos atildado, más o menos simpático, más o menos corruptor. Te ofrecerá el negocio redondo, el chollo de tu vida: tú le contratas sus servicios, y él, a cambio, te dará una importante cantidad de pasta. Así de sencillo. Al fin y al cabo, ¿qué importa que una carretera de mierda cueste doce veces más de lo que debería de costar?. Nadie se va a poner a investigar, y si por alguna extraña casualidad alguien lo hace, siempre queda ese dogma de fé, ese argumento sagrado que aleja todos los males, y que tan de moda se ha puesto en este país para seguir trincando a manos llenas: “cuando los otros estaban, hacían lo mismo”. Esos “otros” pueden ser de izquierdas, o derechas. Da igual, es lo mismo. Tú también puedes haber elegido la izquierda o la derecha, eso carece de importancia para lo que realmente quieres, que es forrarte a costa del presupuesto. Al fin y al cabo, ¿qué importancia puede tener coger un puñado de dinero de esas ovejas, de esos borregos que con tanta alegría se la entregan al gobierno elegido por ellos mismos?. No existe ningún peligro. La sociedad está completamente adormecida, aborregada, dispuesta a servir con alegría a la clase dominante, de la que tú has conseguido con tu esfuerzo llegar a formar parte. Hoy en día ya nadie se plantea que se pudiera producir ni siquiera una mínima protesta ante una situación que nos acerca cada vez con mayor velocidad a países como Argentina, Venezuela o cualquier otra república bananera del cono sur. La situación ideal para que medren las personas como tú. Ha desaparecido por completo la clase media, sustituida por una clase baja a la que la educación y la cultura, esos posibles gérmenes de protesta, les importan un verdadero carajo. Una clase baja cuya juventud solo tiene como meta aparecer en la televisión, lo que supondría su triunfo en la vida. ¿Cómo narices te va a importar perjudicar a toda esa gentuza?. Que ellos se dediquen a trabajar cada vez más horas por unos sueldos cada vez más mierderos, mientras la televisión les bombardea con gilipolleces del tipo “porque tú lo vales”. Cuanto más trabajen, más dinero te llegará a ti a las manos para mangonear todo lo que quieras.

Al fin y al cabo, todo el mundo es miserable, y los otros lo hicieron antes. De vez en cuando, el jefe, ya sea de izquierdas o de derechas, ya esté gobernando o en la oposición, os dará un discurso muy bonito y entrañable, recordándoos que a política se llega para servir al ciudadano, no para hacer carrera. Parece mentira que el jefe diga esas cosas, pero para eso es el jefe. Hay que dejarle que se desahogue.