viernes, 22 de agosto de 2008

Un profundo dolor


No me resulta fácil expresar con palabras el dolor y la consternación que me ha producido la tragedia aérea acaecida el pasado miércoles en Barajas. A la incertidumbre de las primeras noticias, que hablaban de siete muertos mientras que la columna de humo que se divisaba desde bastantes puntos de Madrid parecía indicar algo más grave, le siguieron la ansiedad y la angustia a medida que la cifra avanzaba, a lo largo de la tarde, hasta situarse en esos fatídicos 153 muertos y 19 heridos.

Tampoco me resulta fácil describir la vergüenza y la rabia que siento ante una cierta clase periodística, que lejos de indagar de forma profesional sobre las posibles causas de la tragedia, a mi modo de ver han perdido tanto el rumbo como el pudor, y se dedican durantes estos días, sin ningún escrúpulo y sin ningún sentido del respeto y la intimidad, a acosar a los parientes de las víctimas con preguntas tan absurdas y dolorosas como "¿qué es lo que está usted sintiendo?". No recuerdo en qué cadena escuché esa idiotez, procedente de la mecánica voz de una periodista que no era capaz de reflejar ningún tipo de sentimiento humano. ¿Que se supone que va a sentir una persona que acaba de perder de un golpe a uno o a varios seres queridos?. ¿Tan insensibles nos estamos volviendo que somos incapaces de ponernos en el lugar de una persona que acaba de sufrir una desgracia de ese calibre?. A poco que tratemos de entender la tragedia en toda su magnitud, seremos conscientes del destrozo psicológico que tiene que sufrir una persona a la que le dan de repente una noticia de esa magnitud. No entiendo esa necesidad de informar sobre la tristeza, sobre el íntimo dolor que sufre una persona. No entiendo ese morbo absurdo que se recrea una y otra vez en hurgar en las heridas abiertas, cuanto más recientes y profundas, mejor. Se siente a veces impotencia, y mucha vergüenza, de pertenecer a una especie que parece recrearse en el dolor del prójimo.

Tampoco me parece suficiente que la solidaridad con las víctimas consista en que las autoridades políticas visiten con rapidez el lugar de la tragedia y a los heridos en los hospitales, o que nuestros representantes en Pekín improvisen unos crespones negros con cinta adhesiva. Son gestos necesarios, pero no suficientes. La verdadera solidaridad consistiría en exigir que se esclarezca la verdad, en investigar a fondo las causas del accidente, y en tomar las medidas necesarias para que, en la medida de nuestras posibilidades, no vuelva a ocurrir algo parecido. ¿Alguien duda a estas alturas de que finalmente se culpabilizará del mismo a una extraña maniobra del piloto, o a una negligencia humana?. Ya ocurrió con el accidente del metro de Valencia, del que se responsabilizó al conductor, y hace unos cuantos años, con el choque de trenes en Chinchilla, que se achacó a una negligencia del factor. A nadie se le ocurrió entonces plantearse que los sistemas de seguridad del metro eran obsoletos, o que resulta peor que tercermundista que la línea ferroviaria que une Albacete con Murcia conste de una sola vía. Da igual. Ahí siguen las dos infraestructuras, esperando agazapadas a que ocurra el próximo accidente. Se escucha muchas veces, ante una tragedia como esta, y procedente sobre todo de personas o empleados de la compañía implicada, la misma coletilla: “lo raro es que no haya sucedido antes”. Ocurre lo mismo cuando algún empleado del Canal de Isabel Segunda manifiesta, como si de un dogma de fe se tratara, que “se pierde más agua por las juntas en mal estado de las tuberías que por los grifos o por las piscinas”. Nos resignamos ante hechos como los de Coslada, localidad en la que, ante el último caso de corrupción policial, la inmensa mayoría de los vecinos declararon que “ya se sabía”. Vivimos en una gran mentira, en una especie de fatalismo demoledor, de pereza mental que a lo único que conduce es a que sucedan una y otra vez cosas como esta. Un fatalismo que lo único que hace es vomitar frases como “lo raro es que no haya ocurrido antes” o la de “no ocurren más cosas porque Dios no quiere”. Uno se siente pequeño ante una catástrofe así. Uno se siente basura, rebaño, una ínfima parte de la naturaleza. Un saco de polvo, como dice Manolo García, que adopta una forma durante una temporada.

En el caso del avión de Spanair, seguro que ya se encuentra todo un ejército de analistas, abogados y peritos de compañías de seguros trabajando para buscar un culpable humano, tal y como ya se está empezando a entrever en las declaraciones de los responsables ante los medios de comunicación. A nadie se le va a ocurrir pensar que tal vez sea insuficiente una revisión anual para un aparato que lleva volando más de veinte años. A nadie se le ocurrirá plantearse que los parámetros analizados en la revisión sean insuficientes. Esta mañana he escuchado a un representante de Spanair decir que ellos superaban con sus revisiones las prescritas por el ministerio de Fomento. Prefiero no indagar mucho sobre la naturaleza de esas revisiones, ya que posiblemente nos llevaríamos una gran sorpresa si las comparamos con las que se ejecuten en otros países de nuestro entorno. Resulta triste viajar por Europa y comprobar, a cada metro que se recorre, que los impuestos que pagan sus ciudadanos se repercuten en su propio beneficio, y no en el de cuatro hijos de puta que viven a costa de comisiones, de subvenciones y del mamoneo al que ya nos hemos acostumbrado con resignación mariana.

Ya se empieza a hablar de cifras, de indemnizaciones que en ningún caso le devolverán la vida a un ser querido, de responsabilidades que se diluirán en el olvido y en la apatía de siempre en cuanto el tiempo arroje un poco de carga sobre el asunto. Nuestra capacidad para olvidar es infinita. Los que jamás olvidarán, los que jamás recuperarán a sus seres queridos, son los que los perdieron esa fatídica tarde de miércoles.

La verdadera solidaridad con las víctimas consistiría en desprendernos de ese fatalismo, tan instaurado en nuestra sociedad. Mientras no exijamos que se adopten todas las medidas encaminadas a mejorar nuestras infraestructuras, a mejorar una calidad de vida que en teoría es idílica y en realidad no es más que una puñetera mierda encaminada a engordar las arcas de las compañías y las multinacionales, no seremos capaces de desprendernos de ese complejo de carne de cañón que nos entra a todos cuando ocurren tragedias de esta envergadura.

La verdadera solidaridad con las víctimas solo puede manifestarse, en estos momentos de tristeza y dolor, llorando a su lado y expresándoles nuestras más sinceras condolencias.