martes, 27 de mayo de 2008

Un cineasta en la cima de la madurez. Otto Preminger

Me ocurre algo curioso con este director de origen judío, uno de los primeros en burlar la férrea censura cinematográfica de Estados Unidos. He estado rebuscando en mi memoria para tratar de transmitiros, como suelo hacer a veces la sensación que tuve al ver una película suya en tal o cual sala, y he llegado a la conclusión, por la que me arriesgo a que me llevéis directamente a la hoguera, de que no he visto ni una sola de las películas del amigo Preminger en pantalla grande, y os puedo asegurar que he visto casi todas.

Video o DVD. Ese es el formato en el que me he reencontrado con un director que mantenía olvidado desde hacía bastantes años. Recordaba la sensación que me había causado “Buenos días, tristeza”, al verla en algún programa de la 2, seguramente “La clave” del gran Jose Luis Balbín, o esa mutilada “Carmen Jones” (lo de mutilada lo sé porque dispongo de la versión íntegra) que nos debió de regalar algún programa de cine club que haya pasado a mejor vida. También he visto “Anatomía de un asesinato”, que me parece una joya, y “Laura”, que también, pero ocurre lo de siempre, que por razones de tiempo, espacio y misericordia para con mis lectores, voy a limitarme a hablar de los cuatro títulos que más me han cautivado de este amante de los planos largos, tal y como le definen en la Wikipedia.

“Carmen Jones”(1954) nos cuenta la famosa historia de Carmen, la tabaquera creada por Merimée en 1845 y convertida en ópera por Bizet treinta años más tarde, allá por el año 1875. Es precisamente la música de Bizet, soberbiamente adaptada por Oscar Hammerstein II, la que se puede escuchar a lo largo de toda la película. La eterna historia de la seductora Carmen se traslada en esta ocasión a Lousiana, en el sur de los Estados Unidos, a una fábrica de paracaídas que abastece al ejército, en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial. Carmen se convierte por arte de magia en Carmen Jones, una operaria de la fábrica encarnada por la bellísima actriz de color Dorothy Dandridge, a la que alguno recordareis porque su tumultuosa vida personal fue llevada al cine.

En esta ocasión, el pobre ser humano que cae en sus redes no se llama Jose, sino Joe, un soldado de infantería encarnado por el ya entonces famoso Harry Belafonte. La película cuenta con un ritmo trepidante, unos números musicales tan buenos o incluso mejores que los de “West Side Story”, por poner un ejemplo, y una interpretación que roza la perfección. Las situaciones cómicas, trágicas y siempre sugerentes que provoca la pareja en su entorno casi siempre militar, no dejan indiferente a nadie. Lógicamente, el personaje que causa la ruina de Joe no es un torero, sino un boxeador, Husky Miller, correctamente interpretado por Joe Adams.
Carmen Jones devora con su presencia cualquier otra consideración. Su romanticismo, voracidad sexual, perversidad, egocentrismo y necesidad de jugar con el sexo opuesto, conforman un personaje que consiguió, gracias a su grandeza, la primera nominación al oscar que se le concedía a una actriz de color.

Tengo que confesaros sin ningún pudor que “Buenos días, tristeza”(1958) podría estar entre mis diez películas favoritas, si es que en algún momento de locura me planteara tener que elegir solamente diez películas favoritas. Parece mentira que una historia tan simple como la de los deseos de una adolescente de separar a su padre de su amante, se pueda retorcer tanto como para convertirse en uno de los mayores monumentos de la historia del cine.

Basada en la novela de Francoise Sagan del mismo título (creo que por mi casa circulaba un ejemplar de aquellos que con tanto mimo publicaba la Editorial Reno), que al parecer había levantado cierta polvareda cuando se publicó, la película, que comienza en blanco y negro en un oscuro y neblinoso rincón de París, nos narra los turbios manejos de Cecile, una adolescente interpretada por Jean Seberg, para separar a su padre, Raymond (magistral David Niven. En su salsa. Posiblemente, el mejor papel de toda su vida), de Anne (también excelente interpretación de Deborah Kerr), una amiga que los visita en el transcurso de unas vacaciones de verano en la Riviera francesa.

Las escenas en blanco y negro del inicio de la película contrastan fuertemente con la historia que se nos narra mediante flash backs, en cinemascope y en color. De la sórdida frialdad de un París invernal pasamos de un salto a la calidez y luminosidad de un verano en la Riviera francesa. Estamos hablando de una sociedad basada en el lujo, en el despilfarro, en la decadencia, en el aburrimiento, en la patía y en las ganas de divertirse. Raymond es un hombre de negocios, y Cecile una adolescente cuya ocupación preferida consiste en juguetear con los jóvenes del pueblo y con los hijos de familias tan adineradas como la suya. Las actividades que desarrollan los protagonistas, enmarcadas siempre por el calor, el agua y la arena de la playa privada que poseen en la Riviera, son siempre del mismo tipo: deportes acuáticos, excursiones en velero, veladas con bailes de moda, comidas en el club náutico, bailes de salón... En ese ambiente romántico, divertido y altamente superficial, Raymond comienza a cortejar a Anne, una amiga de toda la vida que en realidad ha venido para desconectar de su trabajo por una temporada. Por nada, por simple aburrimiento, o por alguna razón oculta que puede que se me escape, Cecile se pone como meta destrozar el incipiente romance que está viviendo su padre. Para ello no duda ni un momento en utilizar a la anterior amante de Raymond, una escultural belleza sin la clase y el glamour de Anne, pero bastante más sensual. Finalmente, la treta de Cecile da resultado, el cretino de Raymond, en el fondo un bon-vivant sin criterio ni personalidad, cede a sus instintos de macho latino, y es entonces cuando sobreviene la tragedia.

Uno de los logros más innegables de la película es precisamente ese, el presentar la tragedia en toda su crudeza, como un mazazo, como si en un ambiente tan idílico, despreocupado, indolente y sensual como el que se nos ha presentado hasta el momento, resultara imposible que sucediera algo así. Cecile se queda traumatizada, con la conciencia abatida por lo que ha hecho, y la imagen vuelve a la realidad, a la triste realidad en que se ha convertido su vida, de nuevo en blanco y negro. La película acaba con la adolescente mirándose al espejo y saludando a la tristeza que desde aquel verano se ha apoderado para siempre de su alma. Dicen que Jean Luc Godard, un simple crítico por aquel entonces, se quedó tan prendado de la interpretación de Jean Seberg, que la eligió para su primera película, “Al final de la escapada”.

“El cardenal”(1963) constituye sin duda una de las mejores muestras de la carrera que tiene que seguir un humilde sacerdote para llegar a lo más alto del escalafón eclesiástico. El personaje, encarnado por un correcto aunque ligeramente acartonado Tom Tryon, rememora desde el Vaticano sus comienzos en la religión católica.

Después de estudiar en Estados Unidos, el joven sacerdote interpretado por Tom Tryon se traslada a Austria, lugar en el que conoce a Romy Schneider (guapísima en el momento en el que se rodó la película) y se medio enamora de ella, hasta que su vocación consigue imponerse. Vive primero en Austria el terror de los nazis, en una magistral escena de multitudes en la que una estudiante interpreta el “Ave María” de Schubert mientras los nazis se dedican a vapulear sacerdotes, y revive después el terror cuando, de vuelta a los Estados Unidos, es azotado sin misericordia, hasta quedar casi medio muerto, por el Ku Kux Klan, la extrapolación de las salvajadas nazis al otro lado del Atlántico.

La película, mostrando un gran respeto hacia la Iglesia católica, refleja también la dualidad de las decisiones que tiene que tomar un hombre con la ambición de llegar a lo más alto de su carrera, para lo que no duda en anteponer a sus intereses personales, materiales e incluso familiares, intereses más elevados, religiosos, filosóficos o incluso psicológicos, que le conducirán al manto cardenalicio que le colocan al final de la película. Un título correcto, sentido, que adolece a veces de cierta lentitud, y que muchos piensan que se podría haber resuelto en un par de horas, y no en las tres horas y media que dura.

En “Exodo”(1960) se nos narra la fundación del estado de Israel. Independientemente de la historia tergiversada que se nos presenta, hay que reconocer que se trata de una gran película, con una soberbia interpretación de Paul Newman y Sal Mineo y una Eva Marie Saint que no consigue en ningún momento quitarnos de la cabeza la idea de su eterna bondad. La banda sonora se convirtió en todo un clásico, y la actitud de los casi setecientos refugiados que deambulaban por el barco como sardinas en lata, en todo un monumento a la tenacidad y a la solidaridad humanas. Otra cuestión muy diferente es que no se refleje en la película la traición de los británicos a los árabes, a los que habían tenido como aliados para luchar contra Turquía, y a los que no les quedaba más remedio que mentir para calmar las pretensiones de los judíos ingleses y norteamericanos, que habían financiado con sus fortunas los ejércitos de ambos países en las dos guerras. Tampoco se hace mención en la película a que fueron en realidad los sionistas los que introdujeron poco a poco en Palestina, no los judíos como raza. Quedémonos, pues, con la parte romántica, con los ojos de Eva Marie Saint (bueno, vale, y con los de Paul Newman) y con esa música eterna que todos llevamos grabada en el alma.

Esta vez tenemos el privilegio de poder admirar dos magníficas acuarelas de Carmen y Juan Valdivia, nuestros colaboradores habituales. Gracias a vosotros, amigos de Hispacuarela, este blog se viste de gala cada vez que se renueva (y olé...).