viernes, 16 de mayo de 2008

Cine español. La soledad


No puedo. Juro por lo más sagrado que lo he intentado, pero no hay manera. Traté de reconciliarme con el cine español actual (y subrayo lo de actual) con “La mala educación”, de Almodóvar, que me recomendó una compañera de trabajo, y volví a tener una recaída. La visión de mi admirado Quinet de “La plaza del diamante” (Lluis Homar), retozando con un tío, apasionado y sudoroso, en un destartalado sofá, y el sempiterno ataque a la Iglesia, oportunista, chapucero y hoy en día siempre de moda, a costa de unos cuantos de sus miembros, tan viciosos como muchos de los directores de cine que los denuncian, hicieron que volviera escarmentado a mi estado de espectador de todo tipo de películas excepto españolas.

He vuelto a intentarlo con “La soledad”, de Jaime Rosales, recientemente ultragalardonada, aplaudida y bendecida en los últimos premios Goya. Hasta hoy me había resignado. Mi actitud era de simple pasividad ante un mal que nos está corroyendo poco a poco, pero con la visión de esta película he decidido que ya está bien, que ya es hora de enterrar para siempre ese cadáver cansino y machacón en el que se ha convertido el cine español (repito: actual).

Resulta cuando menos curiosa la situación. Nuestros mayores, inmersos indudablemente en una forma de vida bastante más precaria que la nuestra (posguerra, cartilla de racionamiento, oración diaria y hambre), acudían al cine con verdadera ilusión, para intentar librarse durante un par de horas (o bastantes más en los cines de sesión continua) de la sordidez de sus vidas, de la mediocridad de todo lo que les rodeaba. Y no solo eso: eran capaces de disfrutar, además, con películas como “Calabuch”, “Plácido”, “Los jueves, milagro”, “La caza”, “El cochecito”, “El pisito” y otras muchas que no coloco porque la lista sería interminable. Eran capaces de disfrutar de un cine inteligente, brillante, dotado de un gran sentido del humor, sarcástico, agradable.

Ahora no. Aquella etapa de oro del cine español se acabó, como se acabó el imperio en 1898 cuando perdimos Cuba, y como se acaba todo en este país, con una marcada, implacable y recurrente tendencia a la decadencia en cualquiera de sus manifestaciones artísticas. Ahora no se va a ver una película española para evadirse uno, no señor. Ahora se va al cine a sufrir, a que le recuerden a uno la sordidez de su vida, la imposibilidad de intentar asomar la cabeza para ser un poco más feliz, porque te la cortan, la mediocridad de una existencia anodina, absurda, cuya máximo acercamiento a la felicidad consiste únicamente en gastarte una pasta en una entrada para ver una película tan triste como “La soledad”.

El sentido de tragedia griega arrasa los países mediterráneos desde tiempo inmemorial. Disfrutamos con la muerte, con la sangre, con la desgracia del prójimo. No se puede explicar de otro modo el éxito de películas como esta, a menos, claro está, que el éxito no sea tal, que el público esté en realidad tan cansado de este tipo de películas, que la única manera de revitalizarlas sea inundarla de premios, por alguna oscura razón que se me escapa. “Habrá que ir a verla”, hemos pensado millones de pardillos no escarmentados que hemos acudido a las salas como moscas cuando se ha repuesto. Pardillos que salíamos del cine con el rostro triste, en silencio, como en una procesión de fracasados a los que se les ha restregado su fracaso por la cara.

No voy a despotricar ahora contra el sórdido recurso, tan mezquino como cruel, de utilizar la muerte de un niño para provocar la tristeza infinita del espectador. Es algo que nunca he podido soportar, y posiblemente uno de los motivos principales por los que mi postura ante “La soledad” no sea todo lo objetiva que debería ser. En otras ocasiones me hubiera salido simplemente del cine, pero en esta ocasión me mantuve firme. Había decidido darle otra oportunidad al cine español, y traté de aguantar como un campeón.

Asistí, tras la brutal escena del autobús, completamente inesperada (no sabía de qué iba la película) a todo un catálogo de desgracias, narradas además con un ritmo absurdo, lentísimo, provocador de bostezos interminables y ansiedad cinematográfica. No entendí en absoluto (pobre de mi) la razón de la utilización por parte de Rosales del recurso, tan retrógrado como pretendidamente innovador, de dividir en dos la pantalla en determinadas escenas, con tan mala suerte en algunas ocasiones, que durante momentos interminables no sucedía nada en ninguna de las dos ventanas. A destacar, en este sentido, la muerte de Antonia, la madre de las tres hijas, una escena innecesariamente larga que al principio no se entiende. Una novedad, según los críticos, que están empezando a seguir el surrealista camino de los críticos de arquitectura, que se alejan de la realidad para sumergirse de lleno en el mundo de la fantasía y del mamoneo corporativista y sectario. Un recurso que ya funcionaba, y dejó de funcionar, en las primeras películas de Brian de Palma, en las que tenía un sentido, puesto que en las dos ventanas sucedía algo.

Como muestra de la tensión acumulada en la sala, diré que se escuchó una carcajada nerviosa ante la única muestra de humor de toda la película, sutil y muy de agradecer en medio de tanta mierda: a la muerte de la madre, las tres hijas, Manolo (posiblemente el personaje más sensato y feliz de toda la trama) y el marido de Elena, están sentados a una mesa, y una de ellas, Nieves, la del cáncer de colon (no os preocupéis. En esta película se cura, pero ya veréis como en la próxima se le reproduce. Es la máxima de este tipo de cine. Nadie, repito, nadie puede levantar cabeza, porque te la cortan) dice “pues a mi siempre me ha giustado ese cuadro”, y todos se ríen, porque al parecer el cuadro es horrible. Ya podía haberle dedicado Rosales al cuadro alguna de sus ventanitas chorras, porque no se ve en ningún momento.

En otra escena terrible, cuando Adela ha vuelto al pueblo a pasar unos días, se confiesa con Pedro, su ex, y le dice que se siente culpable por haber ido a Madrid. Pedro le dice que sí, que el también la ve como culpable. En ningún momento se plantea ninguno de los dos que los culpables puede que no sean ellos, sino los terroristas que han colocado la bomba precisamente en ese autobús. Esta filosofía es muy común en este tipo de películas. No se demoniza al creador del mal, sino al mediocre personaje que, en un intento de sacar la cabeza, se ha colocado en el lugar preciso y en el momento adecuado para que su vida se vaya a la mierda en un instante. Algo parecido sucede con Elena, la hermana mayor. Su modesto intento de levantar la cabeza (comprarse un piso en Torrevieja) es celebrado por su familia tachándola de egoísta, perversa y lianta, buscando además la complicidad del espectador, como si de la mala de “La gata sobre el tejado de cinz” se tratara.

Resumiendo: el cine español es una institución colocada ahí para recordarnos, película tras película, que nuestra existencia es una auténtica mierda, y que si pensamos que el dinero que nos gastamos para evadirnos durante un par de horas de nuestra cruda realidad está bien gastado, vamos dados. Películas como “La soledad” son las que llenan las salas en las que se emiten películas como “Harry Potter” o “La guerra de las galaxias”.

El cine español es un consorcio de amiguetes, de gente guapa, que diciéndose de izquierdas, controlan las subvenciones a su antojo, y juegan desde su Olimpo particular a interpretar los papeles de los pobres mortales que caminamos por el mundo, con todas nuestras miserias, nuestras tristezas y nuestros patéticos futuros. Con una visión más o menos fatalista, más o menos exagerada, y más o menos anodina, pero basada siempre en esa lacra de tragedia griega que nunca somos, ni seremos capaces de poder sacarnos de encima. La posibilidad de reflejar esa misma situación de la inteligente manera en que se hacía en los gloriosos tiempos del cine de Berlanga o Saura se ha esfumado ante esa afición de los directores actuales a recrearse en una forma de vida muy alejada de su torre de marfil. La moda empezó con películas como “Los lunes al sol” o “El bola”, por no mencionar todas las apologías y homenajes a la delincuencia callejera, y sigue con títulos más recientes, como “Pudor” o el comentado en esta entrada. Podría decirse incluso que las incursiones anteriores a los infiernos de la mediocridad (”Los lunes al sol” y “El bola”) gozaban al menos de cierto sentido del humor la primera y de un ajustado catálogo de valores familiares (los que muestra la familia del amigo del protagonista) la segunda. Hasta eso se ha perdido.

Desengañémonos. La tendencia está clara. Es la que premia esa supuesta Academia, y no hay vuelta atrás. Una enrevesada pirueta de la imaginación de algún miembro con poder, vinculado a esa institución o ajeno a ella, no lo sé, ha decidido que lo mejor para olvidarnos un momento de nuestra mediocre existencia es mostrárnosla con toda su crudeza, y ante una actitud tan absurda como esa, el único camino sensato es renunciar a llenar las salas en las que se proyecten películas como esta. Luego dirán que si la cuota, que si tal, que si cual, pero la realidad, la pura realidad, es que hoy en día estamos a años luz de países de nuestro entorno, como Francia, Italia o incluso Alemania, a la hora de hacer cine.