viernes, 28 de marzo de 2008

Actor duro, director emotivo. Clint Eastwood


Lo sé. Soy consciente de buscarme las iras de muchos de vosotros, incluso familiares directos, por no colocar en esta entrada ningún comentario de “los puentes de Madison”, posiblemente la película más famosa, como director, de nuestro amigo Clint Eastwood, pero es que no puedo con ella, y lo siento mucho, de verdad. No me parece de recibo tener que dar explicaciones a unos hijos de algo que se hizo con total y absoluta libertad en el pasado, y eso es lo que me parece que trata de hacer ver la película, partir de una premisa que para mi ya es equivocada: coño, si Meryl Streep decidió enrrollarse con el fotógrafo, ya era mayorcita, la mujer, y sus hijos habrían hecho mejor en tratar de mejorar sus propias vidas que en cuestionar la vida de la madre, y punto pelota. Y además, me dio mucha pena del pobre Clint, allí, medio llorando en su camioneta, el pobre, con lo duro que había sido hasta entonces...

Bueno, fuera de bromas, creo que Clint Eastwood es mejor director que actor, y sobre todo de aquellas películas en las que no aparece. Me explico: cada vez que se dirige a sí mismo, se reserva un papel de tipo casi perfecto, emotivo, sincero, padrazo y todos los adjetivos en esta línea que os podáis imaginar, y con esa cara que parece tallada con formón, resulta un poco surrealista, siempre bajo mi modesta opinión, repito, interpretar ese tipo de papel.

Creo que solo existe una película, gran película, por cierto, en la que Eastwood abandona esa faceta ligeramente melosa para convertirse en un director de cine egoísta, obsesivo, frívolo y con un punto bastante marcado de soberbia. Se trata de “Cazador blanco, corazón negro”(1990). Basada en una magnífica novela de Peter Viertel, la película nos cuenta el rodaje de “La reina de Africa”, uno de los mayores éxitos de John Huston. Clint, que interpreta al director, se las ingenia para convencer a la productora correspondiente y llevarse a Africa a todo un equipo, actores incluidos, con la excusa de localizar exteriores adecuados para su película. Al parecer, John Huston montó todo ese circo con la única idea de cazar un elefante. Asistimos así a la desesperación de los actores, Humprey Bogart, Lauren Bacall, que le acompañaba, y Audrey Hepburn (muy solidamente interpretada por Marisa Berenson), que ven como, día tras día, y tras esgrimir Huston las más peregrinas excusas para no rodar esa jornada (lluvia, sol, viento o todos juntos), John Huston se escapa del campamento de rodaje para conseguir su ansiado trofeo.

Una de las cosas que más sorprende de esta película es la paciencia. La paciencia de los actores, la paciencia del equipo de rodaje, la paciencia de los guías locales, frente a una persona, John Huston, que se pasa lo que le digan los demás por sus partes más nobles. Cuesta creer que alguien tenga que soportar tantas vejaciones, tantos desplantes y tantas tonterías, en definitiva, como las que utiliza el inteligente director para alcanzar su meta. La película acaba con una tragedia, que al parecer le deja traumatizado, hasta el punto de sentarse en su silla de director y gritar, por fin, la esperada palabra: “rodando...”.

Alguien ha dicho alguna vez que “Un mundo perfecto”(1993) es probablemente la peor película de Clint Eastwood. También se ha repetido hasta la saciedad que es el mejor trabajo de Kevin Costner, así que una cosa compensa la otra. Resulta fascinante la relación establecida entre el asesino fugado, Buth Haynes (Kevin Costner) con un niño de seis años, perteneciente a una de esas extrañas familias (al parecer, no tan extrañas en los EEUU) en las que es pecado comerse una mazorca de maiz. Costner le hace vivir al niño todo lo que le robaron a el cuando tenía su edad. “Un mundo perfecto” resulta así una fábula sobre la amistad entre una persona mayor y un niño que está disfrutando como una fiera de su aventura policíaca. La sensación de peligro que se tiene desde fuera, donde todos piensan que el recluso fugado se va a cargar en cualquier momento al pobre niño, se convierte en emotividad en estado puro cuando la perja aparece en escena. También es de destacar en esta película que, aunque Clint Eastwood aparece interpretando a un policía, su papel no es ni mucho menos uno de los principales, lo cual resulta de agradecer.

“Mystic River”(1993) es una película dura. Muy dura, diría yo. Jimmy (Sean Penn), Dave (Tim Robins) y Sean (Kevin Bacon) son tres amigos de infancia que se reencuentran, empujados por las circunstancias, después del asesinato de la hija de uno de ellos, Jimmy. Sean, que es policía, es el encargado de investigar tan macabro suceso, y entra de nuevo en contacto con los otros dos. A Dave, la infancia le jugó una mala pasada. Mientras jugaba con sus otros dos amigos al béisbol en las calles de un barrio bajo de Boston, dos individuos le raptaron para mantenerle oculto durante varios días en un sórdido sótano y someterle a toda clase de vejaciones sexuales. Dave no consiguió recuperarse nunca del todo de tan brutal suceso, y esto es algo que tienen muy claro sus otros dos amigos.

Si algo me causó auténtico pavor en esta película, fue el personaje interpretado por Marcia Gay Harden, una actriz que se me estomaga desde que la vi en esta película interpretando el papel de esposa de Dave. Se puede decir sin ningún tipo de duda, que es la absurda actitud de esta mujer la que desencadena la tragedia en todo su esplendor. Una actitud enfermiza, a mi parecer, que antepone el que dirán, o esa estúpida lealtad al grupo que mantienen algunas personas por encima de los intereses de los más allegados. Sin vislumbrar siquiera el salvaje deseo de venganza de Jimmy, se atreve esta buena mujer a insinuar que su marido es culpable, basándose en indicios más que dudables, y desconfiando, por encima de todo, de la palabra de su marido. Una actitud que siempre he visto como autodestructiva y sumamente peligrosa para el que tiene la suerte de encontrarse con una personalidad así. Parecida, sin ir más lejos, a la que mantiene sin duda vuestro pasajero en el coche, cuando otro tipo se salta un stop y está a punto de embestiros. Seguro que vuestro acompañante os culpa a vosotros de la situación. ¿Me equivoco?. Pues la actitud de esta buena mujer es algo así, pero llevado al paroxismo.

“Banderas de nuestros padres” y “Cartas desde Iwo Jima”, ambas del 2006, representan sin dura el alegato contra lo absurdo de la guerra más sólido que haya visto en mucho tiempo. En la primera, se nos narra la encumbración pública de tres supuestos héroes de guerra, que lo único que han hecho ha sido colocar una bandera de recambio en lo alto de la colina más alta de la isla de Iwo Jima, porque al político de turno que visita la isla se le antoja colocar en su rancho la original, de la que no existía foto. Los tres hombres, que han visto morir a sus mejores amigos en tan absurda batalla, se ven desbordados por los acontecimientos, por cuatro comerciantes de vidas humanas a los que lo único que les importa es mostrar a los tres soldados, como si de una atracción de circo se tratara, para recaudar el dinero procedente de la venta de los bonos de guerra correspondientes. Es de destacar la actuación del soldado indio, que tiene que vivir a cada momento el desprecio por su raza, y revivir los sangrientos episodios vividos en la isla.

En “cartas desde Iwo Jima” se nos cuenta la misma batalla, pero desde el punto de vista japonés. Un equipo de arqueólogos encuentra, enterradas en la arena, cartas de soldados que participaron en el conflicto. A través de las mismas, descubrimos la personalidad del general Kuribayashi (Ken Watanabe), que conocía la forma de actuar de las fuerzas americanas debido, principalmente, a que había estudiado en una escuela militar americana durante los tiempos de paz. A través de las cartas, descubrimos el heroísmo, la camaradería, el coraje y la compasión que embargaba a los soldados japoneses que tiñeron la arena de la isla con su sangre. Recuerdo en especial la escena del izado de la famosa bandera por parte de los americanos, que en esta película se ve desde lejos, desde el punto de vista japonés, sin darle la más mínima importancia. La película parece encaminada a mostrarnos que los japoneses también eran seres humanos, y que vivían, morían, lloraban y se destripaban con la misma tristeza que las víctimas del otro lado. Cuesta sobreponerse a la visión de una carnicería que duró más de cuarenta días, con casi treinta mil muertos entre americanos y japoneses, por un trozo de tierra, en definitiva, que podría tener algún valor estratégico, pero que en ningún caso compensaba el gran derroche de vidas humanas que costó.