martes, 5 de febrero de 2008

El compromiso político. Costa Gavras




Tuvimos que esperar bastante en España para ver “Z”(1969), a mi juicio la mejor película de Costa Gavras. Aquí se pudo ver allá por 1976 o 1977, a los ocho años de su estreno mundial, y cuando ya había triunfado en Cannes y en muchos otros prestigiosos festivales de cine. Tanto Yves Montand como el por aquel entonces joven Jean Louis Trintignant aceptaron trabajar casi gratis con Costa Gavras, fascinados por el sólido guión, escrito en colaboración con Jorge Semprún, y basado en la novela de Vassilis Vassilikos. La novela recrea como ficción el asesinato real del político griego Gregoris Lambrakis, en 1963.

“Z” nos cuenta la historia del asesinato de un líder izquierdista, interpretado por Yves Montand, que muere atropellado por un motocarro después de un mitin, en lo que parece ser un accidente. Las autoridades encargan de la investigación a un inexperto y joven juez, Jean Louis Trintignant, seguros de que va a tratar el caso como ellos quieren que se trate, un simple accidente provocado por un motocarro descontrolado. Por desgracia, el juez les sale íntegro, y empieza a tirar de la manta, deteniendo e interrogando sospechosos hasta involucrar en el atentado a los más altos cargos del estado mayor.

“Z” se trata de una película vibrante, muy ágil en su planteamiento, con mucha acción y un gran compromiso político. Los papeles de Renato Salvatore haciendo de cruzado derechista, y de Irene Papas como la resignada esposa de Yves Montand, le otorgan a la trama la grandeza que suelen aportar actores de su categoría. La inconfundible música de Mikis Theodorakis, y la cuidada ambientación, contribuyen también a sumergirnos en una atmósfera de reivindicación política de la que no podíamos sustraernos los espectadores en aquellos delicados años de la transición. Creo recordar que también se podía ver a algún ultraderechista montando guardia en la puerta del cine, para tratar de disuadir a la gente de que entrara a verla. La desfachatez de la derecha griega, que trata de restarle importancia al asesinato del político, los toques de humor negro que salpican muchas de las intervenciones de los que declaran ante el juez, y por encima de todo, el dramático final, son características, todas ellas, que no dejan indiferente al espectador.

“Missing” (Desaparecido, 1982) llegó a España más o menos en su fecha de estreno. Protagonizada por Jack Lemmon y Sissy Spacek, nos cuenta la búsqueda que emprende un padre americano para encontrar a su hijo, un joven periodista, acompañado de su nuera. Aunque la ciudad militarizada en la que transcurre la acción no se nombra explícitamente, el director nos da muchas pistas para saber que se trata de Santiago de Chile, justo después del golpe militar de Pinochet que acabó con el gobierno legítimo de Salvador Allende.

Era la primera vez que se podía ver a Jack Lemmon interpretando un papel que no fuera de comedia. Al principio culpa a su nuera, y a su hijo, de haberse metido en algo que no les correspondía, de haberse buscado en cierto modo el lío en que estaban por sus tendencias revolucionarias e izquierdistas. Poco a poco, y de una forma bastante dolorosa en ocasiones, se va encontrando con la sordidez, la brutalidad y el salvajismo que rodearon aquel episodio de la vida de Chile. Al comprobar, casi sin podérselo creer, que Estados Unidos contribuyó directamente al triunfo de Pinochet, comprende que la vida de su hijo había estado sentenciada desde el principio.

Me duele recordar ciertas escenas de esta película, que me produjeron una gran tristeza y que aún, hoy en día, soy incapaz de volver a ver. La mayor parte están relacionadas con la visita que hace el padre al estadio de fútbol, en el que permanecen todavía miles de prisioneros, esperando la mayor parte de las veces un desenlace que se nos muestra, en una escena concreta, en toda su crudeza: un prisionero camina, desnudo, por uno de los largos pasillos del estadio. Al fondo, se escucha una descarga de fusiles, y el prisionero, involuntariamente, se encoge y se detiene. El soldado que le acompaña le empuja para que siga andando hacia la muerte segura. Sobrecogedor. Muy duras también las escenas relacionadas con el toque de queda, o la de los muertos que salpican las aceras en los controles militares. Una atmósfera de muerte y destrucción perfectamente conseguida por Gavras, por no mencionar la desesperación y la impotencia de un padre que descubre que a su hijo se lo han cargado como a un perro.

“La caja de música”(1989) es otro gran título de este director. En esta ocasión, la siempre sensual Jessica Lange interpreta el papel de una prestigiosa y buen posicionada abogada de Estados Unidos, hija de un refugiado húngaro, Lazlo, magistralmente interpretado por Armin Mueller-Stahl, y que no hace otra cosa que alabar al país que le dio acogida. Por una extraña pirueta del destino, el padre es acusado de haber colaborado con los nazis cuando estos ocuparon Hungría durante la Segunda Guerra Mundial. Su hija, absolutamente convencida de la inocencia de un padre al que considera progresista y un tótem sagrado de la inmigración que provocó el conflicto, se siente en la obligación de demostrar su inocencia, por lo que no duda en presentarse en Budapest a la búsqueda de pruebas. La altanería y el convencimiento iniciales van dando paso a la duda a medida que la abogada choca frontalmente con un pasado sórdido, plagado de muertos flotando en el río. Un pasado que sale a la luz gracias a los escalofriantes testimonios de supervivientes de aquel horror, que susurran sus horrores a una cada vez más sensibilizada Jessica Lange. Otra vez juega Costa Gavras con los sentimientos paterno filiales, como ya hiciera en “Missing”. La abogada tendrá que escoger, ante la evidencia que le muestra una caja de música que le ha regalado una anciana en Budapest, entre el amor filial y su deber ante la justicia. Un gran film, muy ameno, la mayor parte del cual se rodó en un Budapest que aparece ante nuestros ojos neblinoso y sombrío, en ajustada mimetización a la historia que se nos está narrando.

La última película que quiero comentar de este director (hay otras muchas, pero por razones de espacio y de salubridad mental vuestra no me quiero extender más) es “Amén”(2001), en la que se nos trata de mostrar no ya la consabida tibieza del Vaticano ante los crímenes nazis, durante el papado de Pío XII, sino incluso la descarada ayuda prestada por tan famoso Estado a muchos criminales de guerra a la hora de trasladarse a países como Argentina, Brasil o Paraguay.

La película nos relata el arrepentimiento de un oficial alemán al comprobar, a través de un agujero practicado en una puerta metálica (otra magistral y recordable escena de este maestro del séptimo arte), el horror que se puede conseguir con el gas que él mismo ha contribuido a desarrollar. La Iglesia no tiene ninguna prueba de que los alemanes estén exterminando judíos, y este oficial se encarga, jugándose la vida, de hacerle llegar a un sacerdote las pruebas del horror. A pesar de la evidencia, los más altos cargos eclesiásticos se niegan a condenar el régimen de Hitler. Entre escena y escena, en un alarde de capacidad para provocar la angustia en el espectador, Gavras nos muestra los trenes que van cargados y vuelven vacíos de los campos de concentración. Mientras el vaticano duda, el número de muertos va creciendo. Eso es lo que quiere transmitirnos el director cada pocos minutos. La incredulidad de la curia ante las pruebas que aporta el sacerdote, o tal vez su complicidad, provocan una sensación de tristeza y resignación bastante difícil de olvidar, que llega al paroxismo cuando el oficial alemán encargado del campo habla, ya hacia el final de la película, de su inminente exilio a Argentina.

Costa Gavras, posiblemente el director comprometido políticamente que más adeptos consigue captar a su causa, gracias sobre todo a la maestría en el uso de las emociones como herramienta fundamental para transmitir sus ideas.