martes, 29 de enero de 2008

El maestro del humor negro. Roman Polanski


A muchos de los que hayáis estado en Eurodisney (y no digamos a la minoría que haya tenido la fortuna de visitar Disneyland en Orlando) os habrá fascinado, por encima de muchas otras atracciones, la llamada Phantom Manor, en castellano “La mansión de los fantasmas", en la que el viajero se embarca en un macabro viaje poblado de fantasmas, esqueletos, novias ensangrentadas, pianistas enloquecidos y muertos vivientes en general. En uno de los escenarios más conseguidos, se puede ver, en un gran salón, a un incierto número de parejas, de rostros cadavéricos y ataviados con ropas ajadas, bailando al ritmo de un sugerente vals. No me cabe duda de que el tétrico baile está inspirada en la escena cumbre de la película que supuso la puerta de Roman Polanski para acceder al universo de Hollywood: “El baile de los vampiros”(1967), protagonizada por el propio Polanski y una bellísima Sharon Tate, que poco más tarde se convertiría en su esposa.

“El baile de los vampiros” es probablemente la primera desmitificación del cine de vampiros, rodada en una época en la que hacían furor las películas que la Hammer le dedicaba al tema. El subtítulo “perdone, pero sus dientes están en mi cuello” ya apuntaba, antes de verla, al marcado sentido del humor de la cinta. Las andanzas de Ambrosius y su ayudante, el mismísimo Polanski, a la búsqueda de vampiros a los que eliminar con la consabida estaca clavada en el corazón, constituye un entrañable homenaje a todo un género que, a partir de entonces, ya no nos produciría tanto miedo. La presencia de Sharon Tate, en la plenitud de su belleza, contribuye sin ninguna duda a elevar la calidad de la película. La sugerente música de Krzystof Komeda, amigo inseparable de Polanski hasta su muerte en accidente de tráfico en 1969, la cuidada ambientación y el destartalado vestuario de los vampiros asistentes al baile en cuestión, convierten esta película en un producto difícil de olvidar para cualquiera que lo haya visto.

Rodó Polanski a continuación “La semilla del diablo”(1968), uno de sus títulos más emblemáticos y polémicos. Rodada íntegramente en el famoso edificio Dakota, sobre el que se han escrito miles de páginas de parapsicología y misterio y que sirvió a su vez como escenario para el asesinato de John Lenon, nos cuenta la terrorífica aventura de Rosemary, interpretada por una jovencísima Mía Farrow, a la que toda una secta de ancianos vecinos del mismo edificio se encarga de preparar, sin que ella misma se de cuenta, para ser la madre del mismo diablo, o más bien de su hijo. Para ello, los ancianos (la mujer anciana es Ruth Gordon, la de “Harold y Maude”) no dudan en contar con la connivencia del marido de Rosemary, Guy, sin duda el mejor papel interpretado por John Cassavetes en toda su carrera de actor. La grandeza del film reside en la capacidad de Polanski para crear horror sin mostrar horror, ni al psicópata ni al asesino de turno. Únicamente la claustrofóbica sensación de amenaza obsesiva y constante que sufre la protagonista, al parecer sin ningún motivo aparente (su marido le llega incluso a insinuar que está perdiendo por completo la cabeza). Una narración perfecta, sin estridencias ni aceleraciones innecesarias, sin grandilocuentes efectos truculentos, pero capaz de despertar en nosotros la insoportable sensación de creciente paranoia que está sufriendo la protagonista. Una característica, la de claustrofobia y ambiente amenazante, muy propia de casi todo el cine de Polanski.

Al año siguiente del estreno de esta película, en 1969, Polanski sufrió el suceso probablemente más trágico de toda su existencia: el asesinato de Sharon Tate, embarazada de ocho meses, y un grupo de amigos, a manos de Charles Manson y sus alucinadas seguidoras. La prensa americana se cebó en el director, que durante la masacre estaba presentando una película en Londres. Culpaban al grupo en general de consumir drogas y beber alcohol, y algún titular decía incluso “se lo han buscado”. Ante tan deprimente perspectiva, Polanski decidió volver a Europa, donde rodó unos cuantos títulos antes de volver por la puerta grande, en 1974, con “Chinatown”, un soberbio homenaje al cine negro de todos los tiempos, con Jack Nicholson, Faye Dunaway y el mismo John Huston interpretando el papel de villano especulador. Polanski se reservaba un curioso papelito, de matón de pequeño tamaño. Es memorable la escena en la que le raja la nariz a Jack Nicholson con su navaja.

“Lunas de hiel”(1992) está basada en la novela del mismo título de Pascal Bruckner. En el claustrofóbico ambiente (otro más) de un crucero en navidades, Nigel y Fiona (Hugh Grant y Kristin Scott Thomas) conocen a Mimi (Emmanuelle Seigner). Desde el primer momento, Nigel cae atrapado por la magnética belleza de la mujer. Cuando la acompañan al camarote, conocen al marido, Oscar (Peter Coyote), quien, después de retar a Nigel para que trate de ligarse a su mujer, procede a contarle la extraña historia de su relación, basada en una irrefrenable pasión inicial, la posterior saturación y aburrimiento, que hace que Oscar acabe repudiando a Mimi, el accidente que clava a Oscar en una silla de ruedas y la absoluta dependencia posterior de su mujer, que disfruta restregándole por la cara todos sus ligues, en una especie de venganza-humillación plagada de desdenes y perversiones cada vez más subidas de tono. Un canto al sado-masoquismo más salvaje, visto desde una perspectiva que cabalga a caballo entre la ironía y la más absoluta desvergüenza. Un ridículo Oscar, pasado de todo, trata de empujar al pobre Nigel, con el simple propósito de divertirse, al abismo de locura que ha presidido su vida durante los últimos años. El estilo, la clase y la inocencia de la pareja formada por Nigel y Fiona contrasta profundamente con la podredumbre humana en que se han convertido Oscar y Mimi. A destacar la abigarrada ambientación y barroquismo de las escenas más fuertes, así como el cinismo y la crueldad presentes en todo el relato de Oscar. Nigel es incapaz de sustraerse al embrujo de la historia que le están contando, y se inventa noche tras noche peregrinas excusas para acudir, como un enfermo, al camarote de la depravada pareja. Uno de los pocos casos en los que la película es muy superior a la novela, que sin ser mediocre, no llega ni de lejos a igualar la magia de Polanski.

Me cuesta trabajo hablar de “El pianista”(2002), una de las películas sobre el holocausto judío más duras que haya visto nunca. El mero hecho de recordar algunas de las escenas más trágicas de la historia del cine me provoca un gran desasosiego. Nada que ver con “La lista de Schindler”, de Spielberg, a pesar de que muchos se empeñan en compararlas. “La lista” se deja llevar a veces por el sentimentalismo intrínseco de su director, y relata la tragedia desde un punto de vista bastante más maniqueo que el del director polaco. En “El pianista”, el maligno Polanski consigue transmitirnos la sensación de la normalidad del mal, la sensación de que las cosas que sucedieron estaban perfectamente orquestadas, hasta el punto de que los judíos ni siquiera sospechaban la malignidad de lo que les estaba ocurriendo. Los testigos asienten incrédulos a las mayores injusticias, como si todo aquello no fuera con ellos. La aparente normalidad del horror más absoluto es algo que ningún otro director ha conseguido con la maestría que desarrolla Polanski en este título. En una especie de trágico guiño a la película de Spielberg, un prisionero judío espera pacientemente, con la inocencia de un cordero, el tiro de gracia que finalmente le suelta un soldado alemán al que se le había encasquillado la pistola.

“El pianista” recoge muchos de los recuerdos de infancia del propio Polanski. En una nefasta decisión, la familia decidió refugiarse en Cracovia, huyendo de París, con la equivocada esperanza de mantenerse a salvo. Su propia madre murió en un campo de concentración, y el propio Polanski sufrió en sus carnes los horrores de aquella enloquecida época. Con la frialdad de un cirujano, Polanski exorciza sus propios fantasmas, y los comparte con nosotros. En alguna entrevista dijo que le había costado muchísimo rodar ciertas escenas, de tan vivos como mantenía los recuerdos, pero que le había venido muy bien para su paz interior compartir sus recuerdos con los espectadores.

No quiero extenderme más. He comentado las películas que más me han impresionado de este gran director, dejándome en el tintero títulos tan sugerentes como “El cuchillo en el agua”(1962), “Repulsión”(1965), “Cul de sac”(1968) o “El quimérico inquilino”(1976), considerada por muchos admiradores como su mejor película. Podría seguir escribiendo durante un buen número de páginas, pero correría el riesgo de aburriros, y creo, sinceramente, que la entrada sirve perfectamente como semblanza de este gran director polaco.