jueves, 27 de diciembre de 2007

El desencanto


¿Porqué nos fascina tanto la decadencia?. ¿Qué nos hace volver una y otra vez, en cada ocasión con más intensidad, a las obras de Pessoa, Bukowski, el mismo Paul Auster, tan de actualidad?. No se puede decir que el “Libro del desasosiego”, uno de mis libros de cabecera del que hablaré en alguna ocasión, sirva precisamente para levantar el ánimo, como esos otros libros tipo “Red Bull” con títulos tales como “Tú eres el mejor” o “Porque tú lo vales”.

¿Qué nos mueve, entonces, a buscar de tanto en tanto la tristeza, la decadencia, el lado sórdido?. A veces pienso que la vida nos gobierna, pero la muerte nos fascina, y tanto la tristeza como la decadencia, o la “saudade”, son caminos para acercarnos, para sentir esa especie de fascinación por lo que se acaba, por lo que, en definitiva, está empezando a morir sin morir del todo.

La película “El desencanto”, que rodó Jaime Chavarri en 1975 con la connivencia económica de Elías Querejeta, es uno de los ejemplos más claros de la fascinación que produce la decadencia. Se ha convertido en una especie de costumbre mía verla de nuevo cada dos o tres años. Cuando se estrenó, allá por 1976, provocó las iras encendidas tanto de los fanáticos de izquierda como de los de derecha, ya que unos veían una especie de ataque a la incipiente y joven democracia (apenas un año), y los otros un ataque a toda la época franquista. Viéndola ahora, desde la distancia, cuesta captar ningún mensaje político. Se trata de una película que ha envejecido mal políticamente (hasta el punto de perder cualquier vestigio que pudiera vislumbrarse en su época), y que permanece inmortal desde el punto de vista sentimental.

“El desencanto” se planteó como un cortometraje. Chavarri, al visionar y montar el material filmado, se dio cuenta de que aquello trascendía los límites del corto, y le planteó a Querejeta la necesidad de hacer un largometraje. Rodada en blanco y negro, la película comienza con un busto rodeado de telas y atado con cuerdas. Es la figura de Leopoldo Panero, el poeta del franquismo, que había muerto doce años antes. Chávarri nos explica que esta imagen representa la imagen del padre muerto, del que todos hablan en la película y que, obviamente, no se puede defender.

Los protagonistas son Felicidad Blanc, la madre y esposa del poeta fallecido, Juan Luis, el hermano mayor, Leopoldo María y Michi. Cada uno adopta un rol, al parecer sin acuerdo previo con el director, pero muy definido. Así, Felicidad Blanc asume el papel de gran señora, con estilo, educación exquisita, amplísima cultura, antigua niña bien y amantísima madre de sus hijos. Declara que se enamoró perdidamente de su marido, después de la mala impresión inicial, cuando este le dijo que la veía como una anciana paseando por las murallas de Astorga. Al morir su marido, bajó la escalera de la casa familiar y, al parecer sin meditarlo, declaró “tenemos que amortajarlo. Si no se va a enfriar y va a resultar más difícil”. De forma ambigua, escasa y poco creíble, Felicidad hace referencia un par de veces a una cierta tendencia izquierdista, definiéndose como una especie de oveja negra. Menciona también al “campesino”, famoso líder de izquierdas durante la guerra, al que al parecer veía desde la ventana de su casa en Madrid. Una espectadora nata, poco comprometida en todos los aspectos, incluidos el de esposa, madre y cultural. Esta mujer escribió un libro, “Espejo de sombras”, inencontrable salvo en las librerías públicas (yo lo encontré concretamente en la de Murcia), cuya lectura no aporta más que la superficialidad y la capacidad para no mojarse de una mujer que no supo aprovechar las oportunidades que le ofreció la vida. En uno de los capítulos del libro confiesa sin ningún remordimiento que no se fugó con Cernuda por simple pereza. Una mujer marcada por el “qué dirán” hasta la saciedad, declarando fantasmas hasta en el principio de la película, cuando se siente molesta ante las hipotéticas miradas reprobatorias que, según ella, le dirigen las mujeres de Astorga durante la inauguración de la estatua de su marido fallecido. Una mujer llena de complejos que proyectó, sin ninguna duda, en sus tres hijos, tal y como se descubre más adelante.

Es curiosa la referencia de Felicidad a la figura de Luis Rosales, al parecer omnipresente en la vida de su marido, que aparece incluso dando el discurso durante el homenaje a Panero.

Juan Luis asume el papel de snob, de payaso, de von vivant, sobre todo a raíz de una de las primeras escenas, en la que nos muestra fascinado sus fetiches adorados, entre ellos una navaja comprada en Nueva York, que al parecer “le ha salvado el pellejo en un par de ocasiones”, un caballo de madera adquirido en Chinatown (tan de moda ahora gracias a Polanski, según sus palabras), y dos fotografías, una de Cernuda y otra de Kavafis, que se coloca sobre el rostro en un gesto histriónico, mientras declara ante el mundo, de forma categórica, que “ellos eran homosexuales. Yo no”. Durante el apartado dedicado a la muerte del padre, declara dos situaciones dignas de figurar en los anales de lo macabro. Por un lado, la mano de su padre muerto, que sale del sudario y va golpeando los peldaños mientras le están bajando, y por otro, la cruel frase de una campesina astorgana, que al parecer le dijo “¿para qué corres, si ya está muerto?”. La profunda voz de Juan Luis, curtida sin duda por el alcohol , contribuye a enfatizar la atmósfera lúgubre de sus palabras.

Michi Panero asume dos roles bien diferenciados. Al principio se muestra como el niño bueno, el hijo perfecto y adorador de su madre, que le utiliza a su vez, y esto se detecta desde la primera vez que aparecen juntos en pantalla, para corroborar su bondad como madre, empañada únicamente en un episodio, ciertamente pintoresco, en el que Michi le pregunta a su madre porqué hizo agujeritos en una caja de cartón llena de perros recién nacidos antes de arrojarla al río para que se ahogaran. Felicidad, sin perder la sonrisa y la compostura, le contesta “era como una forma de dulcificar los últimos momentos de un condenado a muerte”. En el apartado de la muerte de su padre, Michi declara que salió corriendo por el pueblo mientras gritaba, como un poseso: “Eramos tan felices...”

Ese papel de Michi, conformista e incluso entrañable con su madre, cambia radicalmente cuando aparece en pantalla Leopoldo María, del que todos han hablado de pasada a lo largo de la película (magistral estrategia de Chavarri) pero que nunca ha salido. La espectacular aparición del poeta maldito, a mi juicio la clave de la película, supone un giro de ciento ochenta grados, al parecer inesperado y no preparado ni por Chavarri ni por nadie, en lo que se está contando. Da la sensación, al ver esta escena, que se dejó adrede para el final, para convulsionar de un golpe certero y demoledor la imagen épica que hasta ese momento había podido construirse el espectador de la familia Panero. Y así, de hecho, lo define el mismo Leopoldo cuando, sin levantar el tono de voz, anuncia que va a dejar de hablar de la leyenda de los Panero para hablar de su lado sórdido.

Y es entonces cuando empieza a hablar de un padre brutal y alcoholizado, de un intento de suicidio que le costó el internamiento en un hospital (se permite, contando esto, introducir una nota de humor cuando dice que una camarera andaluza entró en la habitación cuando ya se había tomado los barbitúricos y le gritó “¿pero es que va a hacé usté lo mismo que la Marilyn Monro?”, de una madre absurda e impersonal que decidió internarle en un sórdido hospital ante la llamada de un tío de Leopoldo, cuando este le contó, “con una frase digna de figurar en los nales del infierno”, según palabras de Leopoldo, que “lo peor no es que haya intentado suicidarse, sino que se droga”.

Felicidad y Michi se eclipsan cuando Leopoldo habla. Han desaparecido las sonrisas condescendientes y halagadoras que han aparecido en la película hasta ahora. Hasta su físico cambia. Michi parece encogido, acogotado por la contundencia de las palabras de su hermano. La media sonrisa de Felicidad se crispa hasta desaparecer, para dejar paso a un rictus de violencia contenida. Cuando trata de justificar su acción, Leopoldo le responde “hasta el crimen es justificable”. Acusa a Felicidad de tener una capa de comprensibilidad ante sus hijos absolutamente inexistente, de haber actuado siempre empujada por los prejuicios y por los consejos de las batas blancas, que, como ella misma reconoce, “la tienen fascinada”, sobre todo desde que su padre, médico, la obligó a trabajar en un hospital de guerra. Tímidamente, la madre apunta que un cura del colegio le dijo que “Leopoldo podría ser lo mejor o lo peor”, a lo que agudamente responde Leopoldo “pues tuvo razón, creo, en lo segundo, porque el fracaso no ha podido ser más esplendoroso”. Define a su hermano Juan Luis como un paranoico, y a Michi como un esquizofrénico, y se ve a si mismo como el chivo expiatorio de toda esta locura. Declara que la muerte de su padre trajo algo más de humor, y ante la tímida intervención de su madre, que dice que también trajo más sinceridad, manifiesta rotundo que no, que sinceridad no ha habido nunca. En una frase memorable, dice “durante la infancia se vive. Después, se sobrevive”.

Leopoldo va demoliendo sistemáticamente cada uno de los argumentos que esgrimen su madre y su hermano en un vano intento, supongo, de dulcificar en cierto modo la imagen que estaban dando ante las cámaras. Cuesta creer, después de ver esta escena, que los retratados permitieran que un documento así saliera a la luz. Ni en los actuales programas del corazón se ha visto nunca un ataque familiar tan visceral y descarnado. A veces pienso que en el fondo querían, que necesitaban que toda esa sordidez saliera a la luz para tratar de, compartiéndola, mitigar su erosiva y demoledora influencia.

Como no podía ser de otro modo, la intervención de Leopoldo provoca, como colofón, el entonado del “Mea culpa” de Michi, que reconoce que los Panero “arrastran una incapacidad manifiesta para el trabajo desde tres o cuatro generaciones atrás”, que han tenido que deshacerse poco a poco de todo su patrimonio a raíz del radical empeoramiento de su situación económica, provocado por la muerte de su padre. Junto a su madre, que parece no recuperada todavía del encuentro con su hijo, declara que “para estar desencantado hay que estar primero encantado, y yo no recuerdo más que tres o cuatro momentos de encanto, o simplemente felices, a lo largo de toda mi vida. El desencanto me ha venido dado por una serie de elementos impuestos de los que yo solo he participado como un simple espectador”. La madre guarda, ante estas palabras, un silencio consternado e inquietante. Nada se puede decir ante la evidencia.

La película finaliza con la cámara alejándose y las suaves notas de Schubert, mientras Michi, en una especie de paroxismo final, o “más difícil todavía”, confiesa que los Panero, al parecer, no pueden tener descendencia, lo que conllevará sin duda a un fin de raza, pero no a un fin de raza épica, sino a un “fin de raza astorgana provocado por la excesiva cantidad de hectolitros de alcohol en la sangre”.

Una gran película, sin efectos especiales ni línea argumental, rodada en blanco y negro, a la manera de documental, pero de profunda trascendencia. A partir de aquí me sumergí de lleno en la personalidad de Leopoldo María Panero, y si bien he leído su poesía, declaro convencido que me fascinan mucho más su persona y su vida que su obra literaria. Para saber un poco más de este personaje, os recomiendo el libro “El contorno del abismo. Vida y leyenda de Leopoldo María Panero”, de J. Benito Fernández, publicado por Tusquets en su sección andanzas.

Con el paso del tiempo se rodó la película “Veinte años después”, que volvía a reencontrarse con los Panero, esta vez sin la monumental figura de la madre, mostrando una decadencia todavía más acusada. Pero esa, amigos, es otra entrada.